Hagamos, en esta ocasión,
un paralelismo entre aquellos elementos que constituyen el proceso jurídico y el
fundamento democrático. Observaremos que cierto maridaje une testigos y
votantes; abogados y medios audiovisuales; jueces y líderes políticos; órganos
judiciales y entidades financieras, asimismo grandes empresas. Si, además,
realizamos la antítesis e inversión del célebre drama del romántico José
Zorrilla “A buen juez mejor testigo”, convergeremos con el prosaico epígrafe
que encabeza este artículo.
Llevamos una semana desde
que la ciudadanía hablara. Lo hizo con palabras confusas, ininteligibles. Fue
un pésimo testigo, pues su declaración ha resultado enmarañada, insensata,
quizás absurda. España es un país abarrotado de estúpidos. Carlo María Cipolla,
en su obra “Allegro ma non troppo” articuló las leyes de la estupidez humana.
La segunda delata que una persona puede ser estúpida independientemente de
cualquier otra característica. Define, en la tercera, al estúpido como persona
que causa daño a otra o grupo sin obtener un provecho para sí e incluso
obteniendo un perjuicio. Más claro agua.
A la sazón, el PP pierde
de una tacada sesenta y tres diputados tras el aguinaldo de Zapatero. Tal
circunstancia despierta un desatado y cínico optimismo al PSOE que, en dos
carambolas, pierde setenta y nueve. Izquierda Unida logra dos míseros
representantes. Sin embargo, este es quien menos ha merecido el castigo.
Aparecen por el horizonte dos culpables: Ciudadanos y Podemos. Aquel democrático,
sobrio, con visión de Estado. Este -junto a una camada de movimientos
folklóricos, antisistema, sin pies ni cabeza- de dudosa filiación democrática (por
no decir nula) pretende llevarnos a una versión fresca del más puro
estalinismo. Es decir, a los arranques del siglo XX. Sesenta y nueve diputados
constatan la tercera ley de Cipolla sobre la estupidez. Hasta yo, que conozco
el paño tras cuarenta años de docencia, he quedado profundamente sorprendido.
Jamás pensé que alcanzaríamos tales cotas de indigencia intelectual e histórica.
Rajoy, ahora, tiene prisa
-es un decir- por parchear su descalabro. Me pregunto cómo una presunta buena
cabeza, amén de hipotéticos peritos en dinamismos sociales, interpretaron tan
mal los reiterados avisos que recibieron en las europeas, andaluzas,
autonómicas y municipales. Hago un aparte con las catalanas. Donde escasean los
estúpidos abundan los lerdos. Podría ser mi primera ley sobre la incongruencia
humana. Rajoy, digo, merecerá ese triste honor de abandonar el gobierno tras
una única legislatura. Puede que en plena similitud con Zapatero, una vez más,
deje el partido roto para unos cuantos años. Su obra demoledora termina, así se
observa, con grave riesgo para una España bastante herida. Tanto demérito debería
obligarle a presentar su dimisión irrevocable.
Pedro Sánchez es el
ejemplo máximo de ambición personal. Ser presidente del gobierno puede llevarle
a destrozar al PSOE y a hundir España en la indigencia económica y la tiranía
ideológica. Después de aquella fatídica “no pactaré con PP ni Bildu” quedó
ilegitimado para ser Secretario General del PSOE y candidato a presidente del gobierno.
Ya lo dijo Einstein: “Hay dos cosas infinitas, el Universo y la estupidez
humana. Y del Universo no estoy seguro”. Nadie le forzó a dejar su puesto a alguien
que mostrara más mesura y hoy pagan estos silencios ominosos. Tanto despropósito
puede pasarle una abultada factura al partido centenario. Algunos barones y
veteranos marcan a Sánchez estrechamente para amainar sus ansias de poder a
toda costa.
Albert Rivera es el
político acreedor; la sociedad pagará caro su displicencia. Aun no comprendo
por qué al político justamente más valorado, se le da la espalda con tanta tibieza.
Aparte otras cualidades, ese plante social es parecido a aquel que le indujo a
Suárez decir: “Los españoles me quieren pero no me votan”. Con esa ceguera proverbial
han dejado inoperante la moderación, la armonía, la coherencia y la visión de
Estado. Pobres estúpidos.
Garzón, Alberto, en el
ámbito personal y UPyD en el partidario, serán la pócima amarga que financieros
y empresarios tomarán por un tiempo. Dejarles caer lleva a la conclusión de que
sus éxitos se deben a sinecuras públicas y no a la gestión inteligente de los
respectivos consejos administrativos. Aquí se hace preciso invocar la segunda
ley de Cipolla.
Los medios, esos
leguleyos que conforman las mentes de quien luego testifica en forma de voto,
tienen mucha culpa de este escenario inquietante. Saben, cómo no, de su ascendiente
a la hora de formar conciencias. Ese maniqueísmo infecto de unos y otros,
alimenta el enfrentamiento social. El voto, así, surge de la víscera en lugar
del intelecto. Caemos insensible e involuntariamente en esa estupidez que
algunos potencian en aras de destruir la convivencia, el esfuerzo y la
Historia.
El pueblo lo ha hecho torpemente,
pero los políticos son incapaces de remediar su error.