Cuando un país
democrático adolece de instituciones gravemente deterioradas, se encuentra en
claro proceso de descomposición. España, ahora mismo y desde hace tiempo, viene
manteniendo unas instituciones perversas, romas, negligentes. Pareciera que
potencian el folklorismo como licencia de su función sustantiva, de la que han
hecho auténtica dejadez o, peor aún, apostasía. Si analizamos cualquiera de ellas,
nos interrogaremos, con cierto sobresalto, en qué han sido convertidas, a qué
amalgama de despropósitos les ha abocado la torpeza -e incluso el ensañamiento-
de estos sujetos ignominiosos, antisociales. No va más, aparentan decir, porque
el juego está terminado. Quizás esté empezando, guiado o sometido al azar
caprichoso de esa ruleta rusa a la que nos arrastra semejante cuadrilla de rufianes.
El nuevo código penal
presenta artículos, disposiciones, que fueron elaborados con indigencia
intelectual, a lo peor con vesania antidemocrática. Me inquieta la redacción
del artículo cuatrocientos noventa y siete, cuyo texto pone en evidencia el perfil
sumiso del poder legislativo. Proclama determinadas penas para quienes, sin ser
miembros del Congreso o del Senado perturben gravemente el orden de las
sesiones. Sin embargo, parlamentarios y senadores sí pueden perturbarlo. ¿Son,
acaso, especiales o están revestidos de una impunidad a todas luces
privilegiada? Me parece el escandaloso paradigma de un poder democrático
incompatible con sus principios generadores. Mejor correr un piadoso silencio
sobre la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, denominación falaz, desafortunada,
opuesta a cualquier contexto que debiera guardar las formas liberales.
Sin restar culpas a mis
conciudadanos -amén de algunas propias- ni caer en argucias o excesos,
podríamos examinar muchas instituciones sin alentar impiedades pueriles porque
ellas mismas se mancillan y cubren de inmundicia. Reseñaré aquellas que estos
últimos días abrieron sorprendentemente noticieros u ocuparon páginas de
rotativa. El acompañamiento esperpéntico y sedicioso que abrió las
declaraciones de las señoras Rigau y Ortega, junto a la exaltación de varas
regidoras que hicieron el paseíllo, más que pasillo, al muy honorable, debieron
constituir un cuadro insólito para el resto del orbe y una intimidación inadmisible
a la independencia judicial. Las sutilezas que adujeron los imputados ante el
juez, verdaderos argumentos a la impunidad, fueron empequeñecidas por el ruidoso silencio que evacuó un
gobierno preso de extraños temores. Mas pedía, de manera inútil, años de
inhabilitación y cárcel a los que era merecedor con sobrados motivos. De
momento, hasta la justicia calla. Sin Ley no hay democracia. Por esto, salvo
contradicción, quien se salta la norma no puede justificar su delito alegando un
encargo democrático.
Dicen que los partidos
políticos y su actividad conforman los pilares vertebrales de todo sistema
democrático, se consideran instituciones sustantivas. Hoy, vemos casi todas en
una dramática coyuntura plena de achaques. Reparemos. Aznar, Montoro, Quiroga y
Álvarez de Toledo, han puesto al PP a punto de resquebrajarse, avivando enconos
simulados o bien dormidos. Cuando sobrevuela una probable pérdida de poder sobre
el horizonte inmediato, los silencios cómplices restituyen atronadoras culpas. Algunos
creen que deben exponer dudas, requerir urgentes cambios, para cosechar insustanciales
dividendos rehabilitadores.
El PSOE exhibe idéntico dilema,
pero al contrario. La señora Díaz, víctima de cálculos erróneos, confió que el
señor Sánchez quemara sus naves en esta primera disputa electoral para,
enseguida, presentar presumibles éxitos andaluces a fin de conseguir protagonismo
nacional. Si Sánchez ganara, surgirían sigilosos movimientos tácticos que
ocasionarían alarmantes quebrantos para la difícil gobernanza. Díaz no iba a
conformarse con estar una década -pues el PSOE siempre repite legislatura- sin
probar fortuna. Rotos, casi desaparecidos, Vox, UPyD e IU, quedan Podemos, grogui,
y Ciudadanos, como único verso suelto. Con estos mimbres mal puede construirse
el cesto democrático.
Los poderes ejecutivo y judicial
-sirva la redundancia- llevan tiempo obviando sus funciones. Uno por desasosiego
y otro asumiendo influencias malignas, piden a gritos autoestima, fuerza
interna; tal vez sustitución liberadora. Ignoro si por complejo, o por cobardía,
se judicializa el marco político y se politiza el que compete al ámbito
judicial. Esta situación da pie, a quienes actúan hollando leyes divinas y
humanas, a encontrar una salida política, asimismo judicial cuando burlan sus
compromisos políticos o se ven deshonrados por lastres viciosos. Ambas
instituciones presentan un perfil putrefacto, hediondo, que contamina una
democracia débil, insegura.
Ha poco conocimos el postrer
síntoma de descomposición institucional. La jueza Alaya, instructora de los
EREs, ha sido separada definitivamente de esa larga y oscura trama para que la
sustituya otra “menos aguerrida”. Al parecer, la Junta Andaluza, por fin, se ha
salido con las suyas. La responsabilidad inmediata debe consignarse al TSJA
aunque su aprobación incumbe al CGPJ. Creo que este refrendará la decisión de
aquel ya que la sospecha de “arreglo” entre PP y PSOE no es nada descartable.
Sería un signo más de esta carrera hacia la descomposición institucional que
sacude con preocupación los cimientos democráticos. Preparémonos para digerir
lo que deja entrever el panorama económico-político-social de España. Hasta
ahora vivíamos algo esperanzados porque solo hemos visto la punta del gigantesco
iceberg que nos acecha y mortifica.
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