Ciudadanía, según la
acepción primera significa cualidad y derecho de ciudadano. Históricamente la
izquierda no solo no reconoce cualidades y derechos individuales, sino que la
palabra ciudadano debe estar extinguida en sus textos desde el instante mismo de
su nacimiento. Recurre, eso sí, a una retórica seductora capaz de atraer
millones de incautos que olvidan las diferencias abismales entre vocablos o
frases fascinantes y realidades que ofrecen, o debieran, análisis reflexivos y
cautelosos. Quien esté colgado del dogma, ardid, alucinógeno o botellón
(sinónimos irreductibles, al menos los dos últimos, en la época actual)
extravía cualquier oportunidad que pudiera brindarle la especie humana; es
decir, actuar con una cierta dimensión lógica. De forma más o menos consciente,
echamos culpas a los gobiernos cuando debiéramos mirar nuestro quehacer.
En la segunda acepción,
ciudadanía se refiere al conjunto de ciudadanos de un pueblo o nación. Con el
mismo modelo, es decir, tomando al ciudadano rehén de meticuloso e incompleto
vaivén, la izquierda —que no cree ni en el colectivismo utilizado como elemento
embriagador— escinde o mutila dicho grupo (la sociedad) forzando una
clasificación maniquea. Sin embargo, en su fuero interno se manifiestan
portavoces ecuménicos adjudicándose una representación inexistente, bastarda.
Es comprensible, absortos por las lacerantes fatigas con que suelen zaherir
estos aventureros escasos de facultades, que nos pase inadvertido el objetivo
final: desvertebrar el Estado y al individuo. Constituye una prelación
silenciosa, discreta, para conseguir algo intuido pero de difícil confirmación.
¿Quizás un orden nuevo a costa del obrero? No es descartable.
La forma en que me
expreso, atribuyendo a la izquierda toda maquinación, pudiera llevar a error.
Cierto que originariamente los regímenes totalitarios, populistas, usaron estos
métodos fariseos hasta la saciedad. Recordemos, como algo tópico, las abundantes
propagandas fascistas, leninistas-estalinistas y nazis. Hoy, ignoro si por
querencia, tal vez envidiosa praxis, cualquier ideología —sin ser
doctrinalmente populista— se ha pasado al campo de la farsa. Los españoles, al
final, son incapaces de disociar estilos, comportamientos, propios de la
derecha (más o menos centrada) y la izquierda (más o menos extrema). El PP
lleva tanto tiempo mirando, asimismo imitando al PSOE (actual sanchismo que lo
ha ocupado), que hace imposible la discriminación entre el uno y el otro.
Llevamos cuarenta años de plena y lamentable conexión.
Entre asombro y
desasosiego, veo cómo políticos de todo pelaje insisten en utilizar un
diccionario tramposo. Democracia, por ejemplo, parece pilar básico del gremio
comunista que lo afirma con la misma vehemencia con que el beodo niega su
estado, cuando ambos términos (democracia y comunismo) son incompatibles. Los
frutos que recogen de esas evocaciones postizas, deben compensarles porque si
no terminarían por desechar dichas tácticas estériles. Al fondo, encontramos un
poso fosilizado de ilusa suficiencia. Sospecho que una minoría se interroga:
¿pero que dicen estos gilipollas creyéndonos imbéciles? La cuestión estriba,
más allá de conjeturas, en el posicionamiento adoptado por la mayoría. Deduzco
las enormes dificultades que supone librarse del continuo asaeteo informativo a
que somos sometidos de forma exagerada e inmisericorde, pero eso nunca debiera
impedir una serena meditación, un análisis crudo de cada uno sobre el contexto individual
y colectivo.
Temo —y podría asegurar
sin pruebas, pero saturado de evidencias— que cuando un político apela
deslenguado, exiguo de escrúpulos, a la ciudadanía es que quiere aprovecharse
de su candor. Ocultar ansias desenfrenadas bajo el ropaje de ejemplar servicio y
difundir esfuerzos imaginarios, aparte de fraude, es una inmoralidad cuya
cabida se da únicamente en personas capaces de soportar gruesos calificativos.
Hace unos días, sin ir más lejos, la vicepresidenta Yolanda Díaz pronunció no
menos de seis veces seguidas el vocablo mencionado. Como suele decirse, la
música sonaba bien; no obstante, el libreto era ilegible, inasimilable. Estaba
defendiendo un estatus económico-social propio, inconquistable fuera del
espacio gubernamental. ¡Qué vamos a decir de la inquieta y descocada ministra
de igualdad!, para no extendernos con otros todavía más indocumentados y no por
ello sumos hacedores en inutilidad.
Unidas Podemos (desunidas
hasta límites extravagantes), sobre todo sus dactilares “lideresas” Montero y
Belarra, acopian vocablos que pretenden ser mágicos dada la insustancialidad
con que los citan. Me recuerdan a papagayos repitiendo lo que las visitas a
familias bien han oído cientos de veces y sus dueños exhiben sin pudor. Cada
jornada, cada información, nos aportan al compás de otros conmilitones
“preparadísimos” la trascendencia del arte político desviando el polo de
atención o desgranando mensajes que destierran cualquier desvelo hacia la
“gente”, alternativa talismán, magnética, a ciudadanía. Pese a todo, aún hay auditorio
dispuesto a comulgar con ruedas de molino. Es evidente que quien desvaría son
las tragaderas, no las ruedas.
¿Excluyo a la derecha de
tales prácticas inmundas? ¡Qué va!, en absoluto. Con todo, colocar el plano a
altura similar, cometeríamos —desde mi punto de vista— deslices varios. A
destacar, de justeza y de justicia. Cierto que Vox, por ahora, niega
incoherencias especiales, probablemente porque necesita asentar
responsabilidades e indicar cuánta veracidad hay en sus mensajes. PP, al
contrario, lleva desde el inicio probando las mieles del poder nacional y
autonómico. Sería absurdo ocultar, aunque se desgañite, su connivencia con el
independentismo y doblez dialéctica empleada con los españoles. Creo
innecesario revivir episodios concretos en épocas de Aznar, Rajoy, Casado (algo
menos infortunados) e inicios de Feijóo dando tumbos nacionalistas.
¿Acaso excluyo a los medios
de comunicación? Estos, quizás superen a los políticos en el trato a la
“ciudadanía” porque son cajas de resonancia y conforman una mentalidad social
acorde con sus ideas o con las de sus tesoreros. Sin ir más lejos, el episodio
de la terrible matanza de Uvalde ha servido para denigrar la posesión de armas
en EEUU arreciando críticas sobre los republicanos, presunto calco de la
derecha española. Yo no entro ni salgo, pues la disyuntiva lleva al menos un
siglo de existencia en aquel país. Han pasado por alto el instinto espeluznante
de la izquierda por votar a favor de dictaduras. Así, con la excepción de Vox,
que lo propuso, apoyado por PP y Ciudadanos, no se ha declarado a Putin persona
non grata. Silencio el atributo eugenésico dado a Vallejo Nájera (que no
discuto porque desconozco su línea teorética sobre psiquiatría) cuando se calla
el gigantesco control chino de la natalidad desde hace cincuenta años. Deduzco
que Vallejo Nájera, probablemente con poco asiento ético, deseaba subsanar una
problemática social, discutible si quieren, igual que China. Las vestiduras se deben
desgarrar sin apaños.
Termino con cita de The
Economist: “Sánchez ha convertido a España en una democracia defectuosa”. Hemos
descendido seis posiciones y quedado a la altura de Chile.