La frase inicial y completa, debida a Plauto,
expresaba: “Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit” (Lobo
es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro).
Veinte siglos después, Thomas Hobbes —padre del Estado moderno— en su obra
Leviatán vuelve a la carga con: “Homo homini lupus” (El hombre es un lobo para
el hombre). Con esta reflexión, Hobbes denuncia que el hombre es violento,
agresivo, y la vida un eterno combate de todos contra todos. Una comunidad
pacífica, desde su visión socio-filosófica, solo puede cuajar a través de un
soberano autoritario para someter lo que él llama “condición natural de la
humanidad”. Con aparente contradicción, defiende asimismo derechos individuales
(liberalismo) e igualdad plena de las personas. También el carácter
convencional del Estado.
A lo largo del siglo XVIII y posteriores, inducidos
por ese movimiento intelectual denominado Ilustración, surgieron figuras que
completaron los conceptos de Hobbes. John Locke y su segundo “Tratado sobre el
Gobierno Civil” introduce la idea de que la sociedad política o civil debe
basarse en los derechos naturales y el contrato social. Años después, Jean Jacques
Rousseau expuso la concreción de dicho contrato. Darwin contribuyó
científicamente a las tesis hobbianas sobre la naturaleza humana formulando la
teoría de la Selección Natural. Montesquieu, en su “El Espíritu de las Leyes”,
cimienta el Estado democrático con la división e independencia de los tres
poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. Únicamente a través de él puede
llegarse a una sociedad capaz de convivir armónicamente anulando el carácter
agresivo del individuo.
Me sorprende aquella referencia a la monarquía
absolutista, tiránica, citada por Hobbes para “doblegar” el instinto lobuno del
hombre. Y lo hago por dos razones. Porque él mismo define libertad como esencia
de la especie y sostiene, sin dudarlo, que todas las personas son iguales.
Todavía me extrañan más algunas especulaciones vertidas por Ortega en su
“España invertebrada” donde persevera que para evitar la descomposición
nacional se requiere una fuerza elitista, aristocrática. Al igual que el primero,
Ortega no solo rechaza las tiranías, sino que su asiento político se sitúa en
la defensa del ciudadano y de sus derechos fundamentales. Estas tesis,
aparentemente antidemocráticas, y otras con cierta carga antisocial,
(recuérdese el efecto nocivo de la sociedad sobre el individuo, según Rousseau),
caben como lenguaje metafórico o encriptado.
¿Habrá alguien que niegue la sana energía de un pueblo
que huya de enfrentamientos estériles y estúpidos? Las gestas nacionales se han
conseguido con paz y unidad. Creo que los principios promotores del Estado
Moderno, surgidos en los siglos XVII y XVIII, deben tomarse hoy con exquisita
prudencia. ¿Por qué no la monarquía absolutista sugerida por Hobbes, y objetada
por Montesquieu en “El espíritu de las leyes”, no puede concretarse en un
sistema de monarquía parlamentaria legitimadora de los tres poderes clásicos?
Veamos, el rey constitucional refrenda disposiciones y leyes del poder
ejecutivo y legislativo elegidos por sufragio universal. Sin embargo, el poder
judicial (cuya misión es, o debiera ser, someter las discordias de unos y otros)
es técnico, autónomo, y sus propias resoluciones las realizan en nombre del
rey; es decir, este queda en segundo plano. He aquí el remozado absolutismo
monárquico.
Demócratas opacos —pero luchadores ejercitados en la
conquista del poder—intentan apoderarse de la educación y de los medios.
Constituye una táctica espuria, pero admitida, cotidiana. Conformada lo que
denomino conciencia social a través de estas técnicas farisaicas, fraudulentas,
se aseguran casi ilimitadamente gobierno, privilegios y satisfacciones. Todos
sin excepción, pero con pequeños matices entre derecha e izquierda, pretenden
estafar al ciudadano cada vez más inculto, más indefenso. A esas maquinaciones
hay que añadir el papel insólito de un periodismo que se vincula al alquiler
perdiendo aquella dignidad, otorgada hace siglos, de personificar el cuarto
poder. En el fondo, ahora mismo, y no sé hasta cuando, existe un poder justo,
ecuánime, inviolable: el poder judicial que deslinda lobo y hombre.
El marco actual nos lleva a acomodar la reflexión de
Hobbes para asentar un término cuya notoriedad se hace obvia día a día:
“politicus homini lupus” (el político es un lobo para el hombre). Aquella
“condición natural” se redujo a través del Estado Moderno, instrumento que
permitió destapar la “condición natural del político”. Este inicia una lucha perenne,
desnivelada en medios, con el ciudadano, hoy contribuyente y cautivo. Max Weber
definía poder: “Probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una
relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de
esa probabilidad”. Evidentemente se refiere al poder tiránico, sin contrapesos,
comparable al democrático atiborrado de lacras. Ahora mismo, el gobierno
social-comunista —si Europa no lo impide— persigue, con elementos que traslucen
gestos totalitarios, someter al poder judicial convirtiendo la democracia
española en una farsa totalitaria.
Tan apresurada moción de censura ha dado alas a nuestros
“demócratas” con afanes despóticos. La vaguedad —o carencia— opositora se
traduce en el ciego empeño de proclamar un estado de alarma que dure seis meses
contra todo formalismo y exigencia democráticos. Cabe asegurar que el argumento
que consolida tal barbaridad sea la frase tramposa, penetrante, legitimadora, de
Sánchez: “Antes es la vida que los derechos y la libertad”. No contentos con tal
paso insólito, impensable en cualquier país de nuestro entorno, el gobierno se
propone perseguir “discursos de odio” en las redes. Resucitan la censura
franquista para acallar voces murmuradoras, críticas. Se intenta normalizar lo extravagante
como el extravío del acta sancionadora al bar donde estaba Armengol, presidenta
de Baleares, hasta altas horas nocturnas contraviniendo su propia orden.
Comedido en mis apreciaciones políticas, y sin embargo
muy escéptico con las “renuncias” de quienes dicen servir al ciudadano,
vislumbro demasiados guiños dictatoriales y excesivo afán de riqueza personal.
Solo con esas premisas se conciben aseos retóricos y ceremonias inmorales. Los
medios, auténticos santones que ocultan la perversidad del oferente u ofertante,
anuncian que el pacto PSOE-Ciudadanos retira el aumento impositivo al gasoil
cuando fue el PNV que protestó por incumplimiento del PSOE en el pacto previo y
ponía en peligro la aprobación de los Presupuestos Generales. Sánchez falsea su
atracción por Ciudadanos para, a través de un teñido discreto, enjuagar el
extremismo de sus aliados preferentes. A la vez, abre una brecha incómoda, manifiesta,
casi insuperable, que pretende impedir cualquier alternancia gubernamental.
Termino con un breve recuerdo de aquellas palabras dirigidas
por Maragall a CIU: “El problema de ustedes se llama tres por ciento”. Visto lo
visto en la ética política, ¿cuánto dinero irá presuntamente a ciertos
bolsillos, aplicando dicho porcentaje a los miles de millones que conforma
nuestro presupuesto nacional? ¿Cuántos paraísos fiscales piensan frotarse las
manos? Inevitablemente, con variantes, también hoy: “homo homini lupus”.