Los pueblos mediterráneos, a caballo entre el
fatalismo y la renuncia, acuñan pensamientos en los que este impulso -labrado a
golpe de siglos- deja su impronta provechosa. "No hay mal que por bien no
venga" es un proverbio paradigmático cuya traducción expresa la dicotomía
contradictoria que aflige al individuo en su afán de pervivencia. Lares y
penates, espíritus ancestrales, impiden al mal (a menudo materializado en
cuerpo humano) hollar nuestros hogares, preservando así estancias y haciendas.
Bien por esta intersección, bien a expensas del escarmiento popular que engrana
infortunios y venturas bajo la supervisión de ininteligibles leyes físicas e
incluso psíquicas, el terrible seísmo -sus imponentes consecuencias- sufrido
por Japón ha salvado a España.
Imagino al amable lector perplejo, confuso; adornado
simbólicamente con ese bocadillo inquisidor que el dibujante desorbita en el
tebeo. Desmenuzaré despacio mis conclusiones recopiladas tras intensas horas de
reflexión y análisis. Zapatero presenta una biografía pública muy
clarificadora. Maximino Barte, su mentor político al que arrebató la secretaría
general del PSOE leonés en mil novecientos ochenta y nueve (con traición incluida), debe conservar
frescas las "bondades" de tan ilustre y probo discípulo ideológico.
De lealtad laxa, sin tribulaciones que le aten a personas o cosas, roído por
una ambición desbordante, el silente diputado va escalando posiciones al tiempo
que esgrime proyectos pomposos (puras fabulaciones oníricas) y un
"talante" antagónico; así definido por la metafísica moderna para
quien se deja llevar por la ilusión.
El señor Rodríguez inicia su periplo político joven,
insípido, sin apenas experiencia laboral. Escaso de bagaje, exprime al máximo
el indudable hechizo personal y la habilidad camaleónica que le caracteriza.
Consumado táctico, espera el momento preciso para ir eliminando antagonistas.
Despótico con modales tibios, pactistas, considera lastre a quien no le sirve,
sembrando el camino de cadáveres al sol. Aguerrido pacifista, vehemente
vendedor de quimeras, diestro (siniestro) retórico sin mensaje, seduce al más
suspicaz y prevenido. Es el Louis de Rougemont (gran farsante) español. Yo,
escéptico impenitente, me confieso engañado, asimismo, por quien la doblez
forma parte medular de su código existencial.
Con estos mimbres, nuestro presidente lleva siete años desmantelando el PSOE, arrastrándolo a la hecatombe. Todavía peor, se empeña en fracturar a España y arruinar a los españoles. Una sociedad enfrentada, un país andrajoso, cinco millones de parados, financieramente faltos y sin protagonismo internacional, sería un escenario suficiente (necesario) para mandar a las tinieblas al inútil que nos gobierna; un mago infausto, un mercader del humo. Así sucedería en cualquier Estado democrático; pero España sigue siendo diferente.
Efectivamente, el recambio era él mismo. Ni Rubalcaba
(¿dónde llegaríamos?) ni Chacón (conversa sin fianza). Los otros, el banquillo,
se encuentran a buen recaudo, en dique seco. Para su desgracia, ese
imponderable trágico del terremoto arrebató toda posibilidad de ejecutar la
maniobra que, con gran estrategia, tenía meditada. El tsunami posterior, entre
millares de víctimas, ahogaba los planes de Zapatero. Ya no puede ofrecer, tras
asolar la economía globalizada y abrir el debate nuclear, ningún brote para el
citerior año electoral y su derrota se otea segura. La sociedad, hambrienta,
esquilmada, harta, no suscribe más patrañas. Una carnicería humana le dio el
poder y un cataclismo natural se lo va a arrebatar.
Érebo, dios mediterráneo de la oscuridad y la sombra,
parece ser (según todos los efluvios) norte y guía de su calamitosa actividad
pública.