Ignoro qué lógica
impulsa a políticos nacionales y nacionalistas a denominar problema catalán un asunto
español. Seguramente aproveche para que los primeros metan la cabeza bajo
tierra dando fe de cobardía, indolencia o complicidad. Los segundos dosifican semejante
impostura para manejar la autonomía a su antojo, importando poco o nada los
intereses de sus gentes. Entre tanto, como siempre, se deja pudrir un escenario
que ha ocasionado sucesivos lamentos. Acontece a menudo; ahora, con exigua periodicidad.
Un proverbio africano apunta qué consecuencias pudiera acarrear la dejadez: “Si
no tapas los agujeros, tendrás que reconstruir las paredes”. Treinta años de
adoctrinamiento comportan una desidia insensata. Al presente sufrimos sus tremendas
consecuencias.
Hagamos una breve remembranza.
Los primeros percances serios surgieron mediado el siglo XVII. A raíz de infaustos
abusos cometidos por mercenarios reales (a su paso por tierras catalanas) y criminales
excesos consumados posteriormente por segadores nativos, emergió la chispa
separatista. Prebostes e instruidos afianzaron el condado poniéndolo al amparo
del rey francés. Las tropas de Felipe IV pusieron fin a la revuelta. Tres
cuarto de siglo después, en la Guerra de Sucesión, cambian de bando y apoyan al
pretendiente Habsburgo. Vence el candidato francés y, a resultas, suprime fueros
y Generalidad. Surge aquí la leyenda de Rafael Casanova, un patriota cuyo prestigio
surgió del error al tomar partido. Finalmente, el 6 de octubre de 1934,
Companys proclamó el Estado Catalán. Batet, en menos de veinticuatro horas,
terminó con la sublevación y detuvo a todo el gabinete.
Una monarquía absoluta
y la Segunda República fueron testigos de los hechos relatados. Sistemas
antagónicos, ambos, reaccionaron de forma semejante y no permitieron oídos sordos
o chanza a la ley. Esta, cuando es transgredida, se reviste de fuerza implacable,
de defensora a ultranza del régimen aceptado. En caso contrario, el derecho de
la mayoría queda subordinado al capricho, quizás arrebato tiránico. A veces,
soslayar las dificultades produce un efecto más terrible del que se quiere
evitar. Por desgracia, disponemos de argumentos empíricos irrefutables por
encima de cualquier lectura interesada. A lo largo de tres decenios se ha ido
construyendo una conciencia catalanista, identitaria, con el ciego beneplácito
de diferentes gobiernos. Permitieron desigualdades en el sistema de
financiación autonómica sin acallar ninguna demanda independentista. Y aquí
estamos.
Phillips Feynman,
célebre físico americano, postuló que “las mismas ecuaciones tienen las mismas
soluciones”. Lo que en matemáticas carece de atajo, seguramente precise un estudio
paciente en el ámbito social. Sin embargo, me temo que Rajoy desconoce
semejante alusión y, por tanto, revela total imposibilidad de tasarla. Un
adagio castellano afirma: “Más vale llevar la carga que arrear la mula”. Ambos,
cita y adagio, acarrean la misma praxis, formulan similar estrategia. Cuando un
asunto deja de tratarse a tiempo, se vuelve tan espinoso que su resolución
suele ser dolorosa, violenta.
Cataluña jamás supuso
un problema por sí misma. No podemos decir igual de los políticos que la condujeron.
España -en tres ocasiones, 1640, 1714 y 1934- tuvo un menoscabo territorial,
una amenaza disgregadora. Fue ella, como Estado, quien tuvo energías para
solventar sendas dificultades antes de que desembocaran en peliagudos conflictos.
Asumió el empleo de la fuerza una vez relegado el discernimiento. Se hizo de
forma tan expedita como justificada. El derecho internacional ratifica la
defensa efectiva cuando un agente interno o externo decide fragmentar la
integridad territorial. Legitima, por tanto, el uso de la fuerza a fin de
preservar el marco constitucional y la independencia. Así ocurrió, básicamente,
en 1640 y 1934.
Decía Chopín: “Toda
dificultad eludida se convertirá más tarde en un fantasma que perturbará
nuestro reposo”. Desconozco si el actual Estado Autonómico corresponde a un proceso
de elusión o a una necesidad perentoria previa al concierto nacional. Temo que
se deba a lo primero. ¿Admitimos como error la evidente falta de cautela que
suponía -desde un punto de vista económico e institucional- dicho Estado? Estoy
convencido de que primaron ambiciones espurias frente a reiterados anhelos de acercar
al ciudadano una administración perversa y distante. ¿Por qué no se tomaron medidas
tajantes para evitar el adoctrinamiento identitario y el derroche de fondos
públicos? Aquellos polvos trajeron estos lodos. Ahora tenemos un quiste considerable
cuya extirpación seguramente ocasione demasiado dolor. PSOE y PP, PP y PSOE,
consideraron (por inadvertencia o comodidad) que era materia ajena. Transferidas
educación y sanidad, relegada su competencia nacional, ¿dónde queda la igualdad
de todos los españoles, dónde el Estado de Bienestar, dónde el Estado de Derecho?
Chusma.
Un proverbio turco
enseña que: “cuando el carro se ha roto, muchos dirán por dónde se debía pasar”.
No es el caso. Que íbamos directos al desastre lo vaticinaba un sentido común
poco explotado y una Historia proscrita como
maestra de vida. El primero nos lleva a la consideración inevitable de que este
país es el paradigma de la picaresca, del trinque. Somos dueños de virtudes
admirables, pero nos domina el vicio de afanar cuánto llega a nuestras manos. Por
este motivo, era previsible el dispendio,
el hurto, la inviabilidad económica del Estado Autonómico. Asimismo, nuestra historia
muestra el carácter traidor del político en general, especialmente del que
fundamenta Cataluña. Esta es la auténtica perturbación de España aunque se refleje
como un problema catalán.