Quienes nos ubicamos
lejos de los laberintos jurídicos, advertimos a veces extrañas pasiones. Cuán
difícil es apartar de nosotros la sensación de que Ley constituye el sinónimo
perfecto de abuso, discrecionalidad o desamparo. Probablemente seamos
arrastrados por ese ardor humano que nos incita a proteger al débil, al
desvalido. Nuestra reacción resulta ser el efecto lógico de una rebeldía pueril
alimentada por la ignorancia más que por la justeza. No sé, ni me preocupa demasiado,
la génesis de este sentimiento tan generoso y a la vez tan agrio. Las personas
normales, el ciudadano de a pie, realizaron una conexión plena con la abuela
canaria. ¡Todos somos Josefa! fue ocupando espacios y silencios. Un grito sordo
cubrió el absurdo legal; al menos, su incomprensible laguna. Porque la cárcel
de Josefa rompe toda lógica, todo sentido común. Conforma, a partes iguales,
ligereza e inmoralidad, dos vicios atroces.
Fue y es noticia
sugestiva, no importante. Josefa Hernández, a cuyo cargo se encuentra una chica
y tres menores, construyó parte de su vivienda en suelo protegido. Por negarse
a abandonarla, fue condenada a seis meses de prisión. Al final, tuvo que entrar
en ella. Sin conocer circunstancias agravantes, se vislumbra un trato
discriminatorio respecto de otros casos, sin duda, de inmenso más calado. Una infinidad
de hoteles, junto a edificios sociales o particulares, se levantan -sin orden ni concierto- en zonas
protegidas por diversas leyes. Una gran mayoría sigue en pie contraviniendo la
Ley de Costas u otras que protegen el Medio Natural. Además de semejante trato
discriminatorio, nadie suele entrar en la cárcel, en primera instancia, con
sentencias inferiores a dos años.
Tras lo dicho,
apreciamos una diferencia notable según quien sea sujeto de derecho. Podríamos
referirnos a varios delincuentes de guante blanco que no pisaron celda alguna.
De origen anterior a la norma, el
derecho emerge cuando nace el individuo. Se denomina derecho natural y no puede
ser restrictivo ni sometido a consideración popular. A poco, y dado el carácter
social del individuo, aparece una convivencia espinosa, conflictiva. Así nace
la primera norma, mínima pero rigurosa, con el objetivo de corregir, aun
orientar, cuantas discrepancias puedan aparecer en un horizonte inexplorado. Es
el embrión del legislador que debe dar respuesta a cualquier lance. Van
apareciendo normas (tácitas o expresas), estatutos, declaraciones, que regulan
la vida comunal. Todo este ordenamiento legal se recopila en Códigos cuya
influencia ha llegado hasta nuestros días.
Hay dos tipos de
derecho: subjetivo y objetivo. El primero corresponde a la persona como tal y termina en ella. Es racional,
primigenio e intocable. El segundo es irracional porque se supedita a intereses
políticos, sociales o de otro tipo. Se ajusta a las circunstancias y exige
textos más o menos hermenéuticos que el
legislador elabora a plena conciencia. Uno y otro no son dispares pero la
práctica habitual los hace demasiado adyacentes. Incluso, algunos con etiqueta
progresista, creen que el bien común
condiciona, cundo no quebranta, el derecho subjetivo. El bien común es la suma
de derechos subjetivos, jamás un derecho objetivo del conjunto. Los sistemas
democráticos lo tienen muy claro. Totalitarismos y fascismos -sirva la
redundancia- también.
Los últimos tiempos
vienen cargados, verbigracia, de intolerancia religiosa. Yo, que soy agnóstico,
sostengo que declararse católico, musulmán, judío o ateo, es un derecho
subjetivo que nadie, en justicia, puede conculcar. Distinto sería, cuanto a
consideración, el alarde público porque entonces el derecho trascendería al
propio sujeto y pudiera invadir ciertos derechos subjetivos ajenos. El ejemplo
puede entenderse algo sutil, pero no por ello pierde contundencia ni valor.
Quien atente contra la libertad religiosa está violando un derecho personal y
atacando la esencia de la democracia.
Aunque la justicia, los
jueces, dejen por el camino altas dosis de crédito, me parece un cuerpo
sacrificado, cuya actividad puede calificarse de áspera. Quizás la élite sea
cargo de defectos indignos. Ignoro si fue antes el huevo o la gallina. La
evidencia confirma que los textos legales son tan difusos que con el mismo
contenido alguien puede ir a la cárcel o quedar absuelto. Tal discrecionalidad
hace de la Ley un vehículo inseguro, sujeto a vaivenes personales o
ideológicos. Creo que las leyes, sin aditamentos resbaladizos, introducen por
sí solas inseguridad jurídica tal como están redactadas. El juez debe aplicar
la Ley, no interpretarla. Ahora aplica su interpretación. Demasiada carga y
exiguo resultado.
Cicerón, obviando
enrevesadas hipótesis teoréticas y reglamentarias, en su tiempo ya dijo:
“Summum ius summa injuria”. Es decir, aplicar la Ley al pie de la letra a veces
puede convertirse en la mayor forma de injusticia. Las leyes tienen, al menos,
dos defectos: su circunstancia y la ambigüedad. Recordemos el proceso de
Nuremberg así como la ingente cantidad de recursos que le sustraen vivacidad.
Si hubiera una única lectura, el recurso quedaría convertido en algo vano, insensato.
Aquellos jueces a los que se refiere Cicerón, suelen dictar sentencias injustas
y la justicia, por encima de cualquier consideración, debe ser justa. Cualquier
Ley que lleve a la injusticia debe revisarse porque se convertiría en semilla
de maldad, enemiga de la concordia y de la convivencia. El pueblo, con Platón,
“no sabe qué es la justicia, pero sí que es la injusticia”.