viernes, 7 de agosto de 2015

QUIEN MAL ANDA, MAL ACABA


Los refranes, esa cultura empírica del pueblo, son inapelables. Vienen avalados por años, cuando no siglos, de verificación permanente. Alejados del método científico, presentan cotejo similar a las leyes físicas. Difieren también en los espacios de experimentación, ocupando mayor área el laboratorio popular. Pudiera entenderse que, desde un punto de vista moral, estas sentencias tienen una enjundia mayor que las jurídicas. El cuerpo legal se adecua frecuentemente a entornos que divergen con los principios más elementales de la justicia social. Semejante marco es imposible si se establecen las advertencias que apunta cualquier dicho popular.

Quien mal anda, mal acaba, ofrece pautas de comportamiento personal para evitar quebrantos futuros. Avizora nuestro carácter, enseña estratagemas, deja entrever qué consecuencias deberemos sufrir si nuestra vida discurriera por caminos inciertos, atiborrados de vicios o ruindades. Envidias, ambiciones desmedidas, deslealtad o felonía, constituyen lacras que incitan de manera innoble, indigna, a recorrer un camino inoportuno, atrabiliario. Quienes se decantan por transitar tales senderos, atajos en ocasiones, suelen tropezar -e incluso caer- con resultados desastrosos. Se observa cierto desprecio a la hora de dar pasos firmes. Uno piensa a menudo que los políticos, la sociedad en general, ansían acercarse al precipicio bien por renuncia bien por adicción a la adrenalina.

Partidos e instituciones comparten pugna, sin extremo ni cláusula, para ver quien logra auparse al puesto de honor. Ayuno de filias o fobias, no pondero a ninguno. Todos -sin excepción, en mayor o menor grado- merecen coronarse de laurel. Llegados a este punto, cabe un recuerdo afectuoso, especial, hacia una sociedad con evidente falta de juicio crítico. Sí, nuestros conciudadanos son los primeros que inician una andadura harto repleta de carencias y errores. El país, España, anda mal bajo la mirada complaciente de aquellos que pretenden su disgregación. Otros, no menos felices ante lo que el paisaje difuminado deja entrever, anhelan romper la Constitución para desarrollar otra compatible con lo que denominan democracia popular y que esconde, ni más ni menos, un renacimiento del marxismo decimonónico, superado hasta en China. Por cierto, nación donde se explota miserablemente al proletariado.

Aunque sea de pasada, esta alusión tácita a independentistas y Podemos pone al descubierto la iniquidad de ambos grupos. Si los primeros pueden reportar secuelas atroces, los segundos aumentan exponencialmente el grado de inquietud que supondría su victoria en las urnas. Por ellos o a través de pactos. Andamos mal, cierto, pero un gobierno con Podemos al frente nos depararía momentos novedosos en la Historia de España. Las prospecciones demoscópicas, modernos Oráculos, indican (menos mal) que ambos van a terminar como Cagancho en Almagro. El señor Mas, junto a diversos grupos heterogéneos, quiere ocultar una gestión fraudulenta y ruinosa emprendiendo el fatuo fuego soberanista, que ya no cree ni él. Pablo Iglesias -jaleado por los suyos, sobreexpuesto al foco mediático- aprovecha las debilidades de unos y otros para llevar a cabo su sucia guerra particular. Embiste contra “la casta” como si fuera un extraterrestre inmaculado, como si hubiese salido neto de esa estirpe universitaria (nada tolerante, antidemocrática e impermeable a cualquier candidato foráneo) que fue su venero político. Ahora persigue ocultar ese  perfil de “casta elitista” que incrimina la peor encarnadura pública. Además de jeta, hay que tenerla como el pedernal. ¡Menudo salvapatrias! Tan vividor como aquellos a los que denigra.

Rajoy empezó legislatura mintiendo de forma grosera. Tras ratificar un relevo político ejemplar, empezó a olvidarse de principios y estrategias que sacarían al país del caos. Asimismo, su buen hacer conseguiría la felicidad ciudadana. Aún recuerdo aquel insistente mensaje, cuando estaba en la oposición, de que era preciso bajar impuestos para generar riqueza. Luego hizo lo que hizo. Las razones que se inventó fueron orladas con un argumento baladí: el déficit real era muy superior al reconocido por el gobierno saliente. El PP gobernaba casi todas las autonomías y el desequilibrio contable provenía precisamente de ellas. Por lo tanto, o no se enteraba de la contabilidad general o mentía con un cinismo inigualable. Ahora, al final de legislatura, estamos en un círculo virtuoso. Tanta alharaca y quimera le ha hecho perder credibilidad, desde hace tiempo, y -en meses- tiene muchas probabilidades de perder el gobierno. Se lo ha ganado a pulso.

Pedro Sánchez, empezó su ascenso político frío, dando tiritones; esquivo, temeroso, a la larga sombra de Susana. Una socialista con buenos padrinos pero que, como él, venía de la nada. Tuvo un gesto fiero, enardecido, al desplazar a Tomás Gómez como Secretario General de la FSM. Semejante aliento dictatorial le viene pasando peaje. Es una fractura latente porque el esqueleto monolítico difumina el conflicto. La depuración de Carmona acelerará su caída inminente. Definitiva si no gana el gobierno y a medio plazo si pacta con Podemos. Sánchez, poco táctico y menos inteligente, ha seguido los sueños de Zapatero; también su vacuidad. Este con la Alianza de Civilizaciones, aquel con la España Federal. ¿Y qué hacemos con Cataluña, economía, sanidad, educación, pensiones, política exterior, inmigración, equilibrio presupuestario, impuestos, gasto público, etc., etc.? Como siempre, habrá respuesta después de la publicidad.

Alberto Garzón tiene un gran futuro si se deja de aventuras populares con más folklorismo gestual que inquietudes serias. Empieza un camino turbio, poco racional y totalmente ilusorio, aun delirante. Si sigue en él será absorbido por la vorágine. Debe liderar una izquierda sin dogmas ni sectarismos, con vocación de partido bisagra. Moderada, realista, democrática, con peso específico y protagonismo en la vida política española. Esta necesita un impulso de adecentamiento, uno de cuyos papeles bien podría desempeñar. Por otro lado, le restaría brindar sus inquietudes sociales al ciudadano, harto de tanto granuja.

Jesús facilitó a sus apóstoles un consejo para discriminar a los profetas verdaderos de los falsos: “por sus obras los conoceréis”. Existe, además, la presunción de que todos los políticos tienen mala reputación. Yo, estoy plenamente de acuerdo pero añado el matiz “desde un cierto nivel de responsabilidad hacia arriba”. Teniendo en cuenta a Rousseau sobre la bondad natural del hombre, hemos de concluir que la mala reputación es un atributo que el político eleva a categoría. Mientras, en el resto de humanos -según el perspectivismo orteguiano- no pasa de circunstancia.

 

 

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