Nos encontramos
insertos -entre otros igualmente infaustos- en los aberrantes dominios de la
palabra. Por doquier abundan coloquios, debates y tertulias, donde quien
triunfa es el tertuliano de verbo fácil, discursivo. Poco importa, a veces
nada, ni el magisterio, ni el rigor. Triunfa la verborrea enfatizada, con
empaque de ex cátedra, aunque truequen retórica y semántica. Suele existir un
abismo insondable entre conocimiento y facultad oratoria. Grandes genios fueron
parcos en la expresión. A la contra, indocumentados notables sedujeron con su
palabra a masas ingentes. Hoy, nos topamos con parecido escenario porque la
crisis y la corrupción hacen enmudecer la sinceridad mientras hace su agosto
una insidia tan indigna como hipócrita.
Los avances
audiovisuales, de telefonía móvil e informáticos, condicionan las relaciones
comunicativas. Recuerdo mis lejanos ocho años en que existía, a lo sumo, un
receptor de radio. Comidas y reuniones familiares a lo largo del crudo invierno,
eran un continuo ejercicio de conversación. Destacaban temas domésticos,
religiosos, algún chisme local, amén de retrospecciones bélicas. De vez en
cuando, los niños participábamos de manera selectiva. Eran fechas de relación
humana, pues había tiempo para hablar y escuchar. Me pregunto por qué motivos sucumbieron
tantas horas de animada charla en la calle, bajo el tórrido sol o en los
atardeceres gratificantes. Dialogar, cuando las privaciones y el trabajo lo
permitían, era vida para aquellas gentes de la postguerra. Hoy, ordenadores,
tabletas y móviles han reducido la comunicación a elipsis y pseudoencriptamientos
permanentes. Whatsapps, correos, junto a notas elaboradas bajo la ley del mínimo
esfuerzo, hacen del lenguaje “ese gran desconocido”.
Observo un contraste de
políticos y profesionales de la comunicación respecto a la sociedad. Entre el
periodista, inclusive el no avezado, y el ciudadano normal existe un abismo de
competencia lingüística. Ese abismo se cubre de hipocresía, de farsa, de estafa
medio encubierta, cuando se relaciona el individuo con el político. Por este
motivo se hace necesario aclarar la diferencia entre palabra y significado.
Sabemos que el español es un idioma rico, polisémico. Esta circunstancia
positiva es aprovechada por desalmados, bien comunicadores bien políticos, para
salirse por la tangente de forma impune. Palabra
es el sonido articulado que representa una idea. También significa promesa de
que una cosa es verdad o se piensa hacer lo que se dice. Significado es el sentido o concepto que representa esa palabra. El
significado legitima la palabra y no al revés.
Los políticos siempre
han utilizado las palabras de forma ilegítima, artera, porque la Historia nos
muestra que nunca intentaron ajustarlas al significado. Pareciera su vicio más
preciado hacer divergir una y otro. Solo unos pocos intelectuales -que por
supuesto cayeron en el mismo y común defecto- hicieron de la palabra, en edictos
o intervenciones parlamentarias, una verdadera exaltación de lo estético. El
resto, y fueron (son) incontables, parecen charlatanes de feria, medio autómatas
medio farsantes. En definitiva, indignos representantes del ciudadano; oportunistas
de buen vivir y mejor yantar. No es descabellado mantener la tesis de que
Parlamento es una palabra ilegitimada por lo que significa, un charco de ranas
(cuando las hay), en lugar de lo que debiera, un recinto donde se da culto al discurso
sereno, juicioso.
Algunos carecen de
límite o medida. El señor Iglesias, don
Pablo, después de clamar que ellos no son izquierda ni derecha -una forma de
quitarse con el juego retórico la raíz corruptora- aprovechaba para llamar al
resto casta; rasgo que, evidentemente, centraba en ambas doctrinas. Ahora, chistera
en mano, se propone ocupar el espacio propio de la socialdemocracia escandinava.
Solo un milagrero -más que mago- podría maravillar al personal para hacerle ver
que un partido totalitario constituye en el fondo una socialdemocracia
septentrional. Como no creo en milagros, tampoco creo que un autócrata llegue de
ningún modo a ser demócrata. No me sirven pronunciamientos personales ni mascaradas
ad hoc. Es una prueba palpable de la diferencia astronómica que hay entre
palabra (política) y significado. Se parecen como un huevo a una castaña.
El señor Sánchez, don
Pedro, afirma rotundo que quiere protagonizar los nuevos tiempos políticos,
nuevos aires, nuevas necesidades y urgentes cambios de rumbo. Quien pretenda
liderar esta quintaesencia, debiera ser un político de consenso, sin exclusiones
previas, ajeno a sectarismos disgregadores. ¿Cómo se las va a arreglar quien
basa su tentativa en no pactar con el PP; es decir, gobernar sin media España?
Su otra medida extra es el Estado Federal o sea, la nada asimétrica por
exigencia de Cataluña. Propuestas propias del político palabra, sosias del
hombre orquesta, Zapatero redivivo.
El señor Rajoy, don Mariano,
afirma sin sonrojo que hemos entrado en un círculo virtuoso. Aparte la
corrupción generalizada que existe en el PP -y que no la minimiza la que existe
en el PSOE- los datos económicos no se ajustan a lo tangible. Todos los apuntes
supuestamente positivos tienen una explicación muy lejana al hecho bullicioso
de que todo va bien, es decir el virtuosismo loado. ¿Qué dicen del déficit y la
deuda? Tema tabú. Vayámonos preparando para un aumento de impuestos notable el
próximo año. Dejemos pasar el Rubicón electoral.
¿Entonces? pensarán ustedes.
¿Dónde ponemos el voto si todo está como está? Déjenlo en su casa, para mejor
ocasión. Por dos razones. Yo solo expongo la diferencia abismal que estos políticos
nuestros se empeñan en plasmar entre palabra y significado. Por otro lado, y
siguiendo un dicho bastante arraigado, es necesario que todo se ponga muy mal
para que se pueda arreglar. Lo peor es “marear la perdiz” y ya llevamos
perdidas demasiadas esperanzas en ello.
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