Los obstáculos observados en la configuración de una mayoría
que culmine la investidura de Sánchez, nos lleva a colegir divergencias
irreconciliables entre las diferentes siglas. Por lógica, solo cabe una
respuesta: se ha perdido el sentido de Estado. Tal certeza ofrece un escenario maldito,
oneroso. Muchos, todavía recordamos aquellos pactos monclovitas -al principio
de los ochenta del pasado siglo- entre liberales, socialdemócratas,
conservadores, y eurocomunistas; es decir comunistas democráticos, en teoría
una contradicción. Suárez, Felipe González (abandonado el marxismo), Fraga, y
Carrillo (cargado de experiencias terribles) fueron capaces de limar
diferencias, de ofrecer un patriotismo inédito que los abocó a toda suerte de
infamaciones. Sin embargo, sirvieron bien a aquella sociedad sedienta de
libertad y esperanza.
Pese al epígrafe y a su cotejo, tal vez hubiera debido
agregar una excepción: el neocomunismo del siglo XXI, tan totalitario,
antidemocrático y despótico como su raíz. Donde se impone deja un rastro
reconocible de opresión y miseria, pues este comunismo engendrado -no creado-
conserva intactos todos los atributos inquietantes que lo han hecho indeseable,
monstruoso. Con todo, también él aplica el vocablo “transversalidad” al objeto
de mimetizarse (cual camaleón encubierto) con las siglas de hipotético pedigrí
democrático, pese a engreída identificación. Yo alucino cuando Podemos proyecta
coaligarse con el PSOE para lograr un gobierno “progresista”. Por lo que intuyo
también lo hace Sánchez, tras el resultado de la investidura, por mucho que se
parezcan uno y otro en sus políticas de garabatos, estrategias y artimañas.
Los nacionalismos, más o menos independentistas, no han perdido
ningún sedimento doctrinal porque, fuera de un postureo crediticio, jamás exhibieron
ninguna etiqueta ideológica patente. El ejemplo incontestable lo vienen dando
la antigua CiU (burguesía catalana corrupta) y el sempiterno PNV (burguesía
vasca adscrita al Concierto insolidario). Ambos partidos niegan su tamiz muy
conservador para divergir, si quiera, con su rancio franquismo hoy refractario.
ERC -tintada de rojo suave, socialdemócrata- presume de un antiespañolismo
inaceptable para quien quiera presidir el gobierno de España. Sin embargo, no
le hace ascos a los privilegios que conlleva tener asiento en el Parlamento patrio.
Grave incoherencia dogmática superada por su asenso y sumisión al refrán: “por
dinero baila el perro”.
Sí, el resto de partidos ha perdido su ideología primigenia. Esta
globalización que nos secuestra, amilana y desorienta, ha dado al traste con el
mundo tradicional, cotidiano. Ha traído cambios, un trasiego, de principios
económicos, morales, psíquicos, entre otros, que nos ha pillado a traspiés. La
socialdemocracia (izquierda moderada) que ha gobernado gran parte de la
posguerra europea, está en horas bajas, prácticamente desaparecida, salvo aquí
y en Portugal. Su política de concierto, armonizadora -y me refiero a nuestro
país- se ha convertido en un afán ilimitado de corromper la conciencia ciudadana
demonizando a sus rivales mientras sacraliza los propios dichos y hechos. Tal
escenario, junto a la Ley de Memoria Histórica, Ley de Género y Ley sobre el
Cambio Climático, coronan el cuerpo doctrinal de un PSOE vacío cuyo único éxito
radica en potenciar la quiebra social. En realidad, solo se consiguió darle
encarnadura socialdemócrata con Felipe González. Zapatero y Sánchez han rivalizado
en llevarlo a un callejón marxista.
Conservadores y liberales padecen parecidos peajes. Perdido
el andamiaje económico (y muy dudoso el ético, contra aseveraciones injustas, insolidarias,
inicuamente aventadas) cunde la desbandada electoral. Casado fue penitente
putativo de un Rajoy huidizo, algo cobardón. Encima tiene que soportar con
total ignominia la maledicencia antidemocrática de quienes favorecen el viejo sustento
de la corrupción como argumentario político. Rivera, novel inmaculado, debe
mantenerse ajeno a reseñas interesadas y mostrar reciedumbre amén de confianza
en sí mismo. Su juventud, hoy por hoy políticamente imprecisa, puede resultar
impulso hacedor a medio plazo. Tal vez le conviniera mirar con ojos escrutadores
a Vox en lugar de condenarlo sin meditar pros y contras, no solo a nivel particular
sino avistando dividendos generales. Es peligroso caer en el laberinto de la
dialéctica ficticia, postiza. Menos trabas tiene Sánchez para pactar con
Podemos cuyo extremismo no tiene comparación.
Sánchez no quiere pactar con Podemos el Gobierno; yo tampoco
lo haría para evitar el abrazo del oso. Sabe perfectamente, porque se mueve en
el mismo campo de la triquiñuela, que sentar -aunque sea de forma indirecta- a
Pablo Iglesias en la mesa ministerial, significa dar carta de naturaleza a alguien
peligroso, casi letal, en un contexto capitalista. Ya lo dijo Michel Foucault: “La
conceptualización del objeto a analizar necesita una conciencia histórica de
las circunstancias actuales”. Pese a ese juego de analogías y distancias, es
evidente que lo conoce mejor que sus votantes. Ahora se impone el relato para
inculcar alevosamente al ciudadano quién ha de cargar con todas las culpas por
el espectáculo grotesco, esperpéntico, gravoso, representado en la Cámara. Es
el final lógico cuando intervienen dos actores cautivados por la pompa y la codicia.
Si agregamos encima altas dosis de egolatría, similares a ambos, se perfila un
adelanto electoral cuyos resultados, pronostican las encuestas, serán catastróficos
para Podemos.
Creo que el sectarismo fanático se entronca básicamente en
los medios audiovisuales tomados por la izquierda. Algunos de sus tertulianos braman
porque se ha marchitado la investidura. Podemitas defraudados se ubican en el
ara de las ofrendas, abocados al paroxismo, mientras esperan inestables que alguien
los redima con el cabrito sacrificial. Esta semana, consumida por el tiempo y
la insatisfacción, he escuchado barbaridades intelectuales e históricas cuya
base dialéctica, poderosa, descansa en la visceralidad; es decir, en el absurdo.
Sus infortunios intentan superarlos colgando al adversario etiquetas que se adecuarían
con total propiedad a los conmilitones. Una prueba rotunda sobre el ánimo que
inspira a quienes se han autoconcedido la patrimonización de todas las cualidades
éticas y sociales.
La muerte ideológica lleva aparejada el exterminio social del
hombre y orgánico de las naciones.