Recuerdo el argumentario reiterado,
cansino, del constitucionalista para justificar el Estado Autonómico. Acercar
la Administración al contribuyente (ciudadano por aquel entonces), etiqueta que
quizás fuera un señuelo perfecto, componía la columna vertebral de su
“esfuerzo”. Aquel ardor, aquella pasión de púlpito, sedujo -como no podía ser
menos- a un español desprevenido, ansioso por conocer el sustento democrático.
Auguraban, tras casi cuarenta años de penosa andadura por un desierto
inhóspito, la tierra prometida. Percibiríamos un horizonte gozoso, cercano a
esa Jauja paradisiaca y próspera. Gozaríamos de unos padres de la patria
atentos y bizarros. Eso sí, nosotros seríamos sus hijos putativos. Lo aireaban
-del rey abajo- quienes ofrecían nuevos tiempos, usos y oportunidades.
Llevamos en democracia el mismo tiempo
que soportamos la dictadura. Cuatro decenios son suficientes para constatar si
las hipótesis iniciales se ajustan a la realidad que nos perfilaron o si, por el contrario, procede
revisar el conjunto a fondo. Lejos de una pareidolia bastante cotidiana, tengo
buenas razones para afirmar rotundamente que el Estado Autonómico -tal cual
está instituido- no mejora, ni mucho menos enriquece, la gestión que se oferta
al ciudadano. Al revés; diluida, codiciosa y agigantada (aunque algunos
términos parezcan contradictorios, no lo son) la institución nacional y, en el
mismo sentido, las autonómicas sumergen en el caos a un individuo poco
acostumbrado a los devaneos administrativos.
Conozco el caso próximo de una señora
casi centenaria. Nacida en Cuenca provincia, pasa el año -alternativamente- en
Madrid y Valencia, excepto el mes de agosto que lo hace en Cuenca. Sus hijas
están hartas de gestionar la cartilla sanitaria, las medicinas y, sobre todo,
los pañales. Son tres comunidades aledañas pero divergentes en métodos y
procedimientos sanitarios. Un absurdo desasosiego se adueña de la situación.
Desconozco si el caso supone, o integra, la famosa excepción que confirma la regla.
Me aventuraría a conjeturar multitud de ellos en otras áreas de la
administración pública. Lo que aseguro es la veracidad del relato, pues se
trata de mi suegra.
Parece evidente, por tanto, que las
causas verdaderas, por las que se instauró un sistema autonómico, distan mucho
de aquellas que constitucionalistas y gerifaltes en general proclamaron a pleno
pulmón. Ese juez inapelable llamado Cronos, ha dictado sentencia y sus votos
particulares dejan al descubierto demasiadas mentiras, asimismo felonías. Da
igual. El político se ríe de las formas, incluso de las que asientan y
fortalecen la democracia. Convierte su crédito liberal en una chistera de la
que salen, ora palomas de paz ora ofrendas florales capaces de mistificar a un
auditorio proclive.
Hay una discrepancia clara entre la
morbidez que presenta una Administración bulímica y su inoperancia. De los tres
millones de funcionarios que conforman tan descomunal entidad, más de la mitad
provienen del enchufe, la arbitrariedad y la deuda satisfecha. Causa extrañeza
que gobernantes de todo signo y estamento necesiten, verbigracia, asesores
-algunos indocumentados- cuando disponen de expertos técnicos con oposición.
Por esto, el lego más obtuso en negocios
prevé la inviabilidad económica del Estado Autonómico. Su única arma es el
sentido común; cuya incuria e indigencia se manifiesta en políticos al uso.
Probablemente hagan oídos sordos para no tirar piedras a su tejado; es decir, se
resistan a matar la gallina de los huevos de oro.
Veo lógico que cada cual ambicione
engordar su cartera, avivar un estadio ventajoso; en definitiva, convertir un
presunto servicio a la Comunidad en modo y medio de vida. Aborrezco, sin
embargo, el cinismo de quien, contra viento y marea, sostiene un afán de
servicio pleno, sin otra consideración. El político, esa especie autoprotegida,
en España genera una casta endógena que se retroalimenta sin ofrecer señales de
enmienda. Los medios de comunicación junto a señalados periodistas y
tertulianos, coparticipan en este proceso que atenta contra la soberanía
popular. Unos pretenden eternizar el statu quo; otros, ayudan a su señor.
El Estado Autonómico tiene un origen
incierto. Se adujeron razones históricas poco rigurosas para gestar algunas
Comunidades. Las restantes surgieron al amparo de esa falsedad, ahora
constatada, de acercar Administración y administrado. Nadie puede negar, a
estas alturas, que el sistema pervierte e imposibilita la acción de gobierno
auspiciada por el interés general. Hemos creado un adefesio ineficaz, caro y decadente.
Su innecesaria existencia nos lleva a la ruina. Él o nosotros; no hay
alternativa.