viernes, 26 de julio de 2013

ENGAÑIFA Y RUINA


Recuerdo el argumentario reiterado, cansino, del constitucionalista para justificar el Estado Autonómico. Acercar la Administración al contribuyente (ciudadano por aquel entonces), etiqueta que quizás fuera un señuelo perfecto, componía la columna vertebral de su “esfuerzo”. Aquel ardor, aquella pasión de púlpito, sedujo -como no podía ser menos- a un español desprevenido, ansioso por conocer el sustento democrático. Auguraban, tras casi cuarenta años de penosa andadura por un desierto inhóspito, la tierra prometida. Percibiríamos un horizonte gozoso, cercano a esa Jauja paradisiaca y próspera. Gozaríamos de unos padres de la patria atentos y bizarros. Eso sí, nosotros seríamos sus hijos putativos. Lo aireaban -del rey abajo- quienes ofrecían nuevos tiempos, usos y oportunidades.

Llevamos en democracia el mismo tiempo que soportamos la dictadura. Cuatro decenios son suficientes para constatar si las hipótesis iniciales se ajustan a la realidad que nos  perfilaron o si, por el contrario, procede revisar el conjunto a fondo. Lejos de una pareidolia bastante cotidiana, tengo buenas razones para afirmar rotundamente que el Estado Autonómico -tal cual está instituido- no mejora, ni mucho menos enriquece, la gestión que se oferta al ciudadano. Al revés; diluida, codiciosa y agigantada (aunque algunos términos parezcan contradictorios, no lo son) la institución nacional y, en el mismo sentido, las autonómicas sumergen en el caos a un individuo poco acostumbrado a los devaneos administrativos.

Conozco el caso próximo de una señora casi centenaria. Nacida en Cuenca provincia, pasa el año -alternativamente- en Madrid y Valencia, excepto el mes de agosto que lo hace en Cuenca. Sus hijas están hartas de gestionar la cartilla sanitaria, las medicinas y, sobre todo, los pañales. Son tres comunidades aledañas pero divergentes en métodos y procedimientos sanitarios. Un absurdo desasosiego se adueña de la situación. Desconozco si el caso supone, o integra, la famosa excepción que confirma la regla. Me aventuraría a conjeturar multitud de ellos en otras áreas de la administración pública. Lo que aseguro es la veracidad del relato, pues se trata de mi suegra.

Parece evidente, por tanto, que las causas verdaderas, por las que se instauró un sistema autonómico, distan mucho de aquellas que constitucionalistas y gerifaltes en general proclamaron a pleno pulmón. Ese juez inapelable llamado Cronos, ha dictado sentencia y sus votos particulares dejan al descubierto demasiadas mentiras, asimismo felonías. Da igual. El político se ríe de las formas, incluso de las que asientan y fortalecen la democracia. Convierte su crédito liberal en una chistera de la que salen, ora palomas de paz ora ofrendas florales capaces de mistificar a un auditorio proclive.

Hay una discrepancia clara entre la morbidez que presenta una Administración bulímica y su inoperancia. De los tres millones de funcionarios que conforman tan descomunal entidad, más de la mitad provienen del enchufe, la arbitrariedad y la deuda satisfecha. Causa extrañeza que gobernantes de todo signo y estamento necesiten, verbigracia, asesores -algunos indocumentados- cuando disponen de expertos técnicos con oposición. Por esto, el lego más  obtuso en negocios prevé la inviabilidad económica del Estado Autonómico. Su única arma es el sentido común; cuya incuria e indigencia se manifiesta en políticos al uso. Probablemente hagan oídos sordos para no tirar piedras a su tejado; es decir, se resistan a matar la gallina de los huevos de oro.

Veo lógico que cada cual ambicione engordar su cartera, avivar un estadio ventajoso; en definitiva, convertir un presunto servicio a la Comunidad en modo y medio de vida. Aborrezco, sin embargo, el cinismo de quien, contra viento y marea, sostiene un afán de servicio pleno, sin otra consideración. El político, esa especie autoprotegida, en España genera una casta endógena que se retroalimenta sin ofrecer señales de enmienda. Los medios de comunicación junto a señalados periodistas y tertulianos, coparticipan en este proceso que atenta contra la soberanía popular. Unos pretenden eternizar el statu quo; otros, ayudan a su señor.

El Estado Autonómico tiene un origen incierto. Se adujeron razones históricas poco rigurosas para gestar algunas Comunidades. Las restantes surgieron al amparo de esa falsedad, ahora constatada, de acercar Administración y administrado. Nadie puede negar, a estas alturas, que el sistema pervierte e imposibilita la acción de gobierno auspiciada por el interés general. Hemos creado un adefesio ineficaz, caro y decadente. Su innecesaria existencia nos lleva a la ruina. Él o nosotros; no hay alternativa.

 

 

viernes, 19 de julio de 2013

CON BE DE BÁRCENAS


Resulta comprensible, más allá del límite que señala el marco consuetudinario y familiar, no haber oído la expresión: “con be de burro”. Nuestras mentes infantiles, escolares, se nutrían -se nutren- de ese tópico que el educador esgrime con contundencia e incluso contumacia. Las complejidades ortográficas requieren giros cuya carga nemotécnica ayude a su comprensión y recuerdo. Con be de burro se convierte, soslayando el continente pegadizo, en un mensaje casi onomatopéyico al implicar vocablo y naturaleza cerril. Ello no significa necesariamente que se identifiquen atributo y educando provisional, cuya duda gire alrededor de letra tan comprometedora.

Burro, enseña el DRAE en su acepción primera, significa animal solípedo. Reitero que el objetivo inmediato sobrepasa tal calificativo para ceñirse al tópico que adquiere carácter de información genética. Al menos, ese es el recuerdo que -a pesar del tiempo transcurrido- se mantiene lozano. Pudiera ser, en segundo término, que la mención asnal fuera una simple evocación a tan carismática bestia.

Bárcenas (a quien se le atribuye apodo poco honorable), hoy, se ha vuelto un personaje infame, breve, repelido. Se transmuta con presteza al decir de gentes cercanas, bien conocedoras del portento. De contable modélico, asimismo dechado de cuantiosas virtudes a pesar del alias, pasa en pocos meses a ser el paradigma de todos los desatinos que puedan liberarse. Personifica, gustoso, una larga retahíla de “cualidades” que la picaresca desgrana en cada ratero descrito. Es, sin ningún género de dudas, un villano que acapara mayor desprecio por la casta política que ayer lo encumbraba sin pudor.

Desconozco si el otrora “Luis el cabrón”, hogaño hace honor a su apéndice. La probabilidad existe, pero todo parece indicar que la situación se reduce a una certidumbre que aprehende el subconsciente colectivo  y detalla preciso aquel curioso título de Rojas Zorrilla: “entre bobos anda el juego”. El bombardeo diario de dimes y diretes, verdades corregidas, a medias o matizadas, llevan al convencimiento de que aquí hay tomate, en famoso eslogan publicitario.

La prensa se divide cuando ha de juzgar los famosos “papeles”. Mientras algunos defienden -hasta rebasar lo juicioso- la inocencia de Rajoy junto al resto de presuntos acaparadores, otros -atenazados por idénticas terquedades- deslizan una dimisión presidencial inevitable, según ellos, por insolvencia política. El conflicto está servido. Lo bueno o lo malo (depende del prisma) es que ambas apreciaciones gozan de parecidas probabilidades en relación a su certeza e inexactitud. Cualquier desenlace merece asemejarse a la realidad, aunque sólo una determine la justicia. Hasta es posible un abismo discrepante entre pueblo y juez. El veredicto solemne, definitivo, lo sancionará la calle.

Tertulianos -al compás de los medios- despliegan filias y fobias radicales, sin asomos de encuentro. Insisten en airear preferencias que manan a veces de oscuros veneros. Se dejan llevar más por la avidez que por la consistencia argumental. Dejan al descubierto las entrañas de un dogmatismo tan salvaje como el simpático asno que abría estos renglones. Forjan, al tiempo, comportamientos individuales y colectivos divergentes en lugar de acompasar actitudes que puedan conjugar objetivos irreemplazables. Sin embargo, fruto de su irresponsabilidad, damos la espalda al impulso común y nos quedamos sin fuerza moral para fiscalizar los yerros políticos.

El PP sale en tromba, casi agresivo, defendiendo a Rajoy. La teneduría (sin determinar a qué letra del abecedario responde, porque no hace falta) establece que el presidente, y unos cuantos prohombres del partido, cobró sobresueldos cuando ostentaba cargos gubernamentales. Ahí reside la sutileza al trasgredir la Ley de Incompatibilidades. A mí me parece una estrategia burda basar el crédito de dos personas en supuestos recorridos morales. Se dice de Bárcenas que es un “chorizo” pero Rajoy debía saber el nombre del donante y la magnitud de lo conferido. En estos casos, no existen entregas anónimas ni oferentes encapuchados. ¿Quién atesora más ética, el chorizo o el consentidor? Ambos dejan parecidos pelos en la gatera, viene a condensar tan nauseabundo escenario.

La privación de transparencia contable y el vacío de documentos firmados por quienes recibieron óbolos, no debe considerarse prueba segura de engaño. Tal supuesto supone constatar una disyuntiva plena entre delito y veracidad. Encima, algunos miembros de la cúspide del PP han confesado ser ciertos los apuntes publicados; en concreto los que se aludían a ellos

Zarzuela y costumbre se aglutinan para legitimar ciertos modos. Si las ciencias adelantan que es una barbaridad, también pueden (y deben) avanzar los usos. He aquí el fundamento para cambiar la onomatopeya léxica: hoy toca admirar u odiar el cinismo, la sisa, el disimulo y la desvergüenza que luce la be de Bárcenas.

 

sábado, 6 de julio de 2013

DE LA FARSA, EL PASMO Y LA DESVERGÜENZA


Permítame el gentil lector que, previo al desarrollo del artículo, manifieste cierto apuro a la hora de conceptuar con precisión los espinosos acontecimientos que hoy apunta toda reseña en cualquier medio audiovisual. Aun realizando ímprobos esfuerzos, resulta complicado decidirse por uno u otro vocablo para ajustar la realidad objetiva o para maridar contexto y pálpito. En ocasiones, un sentimiento inducido -más si procede de procesos fraudulentos- provoca  pasmo casi en proporciones equivalentes a aquellos juicios arbitrarios que concitan actitudes paralizantes, desdeñosas; inmutables al vaivén o la opacidad.

Sea cual sea el escenario donde germine, la noticia termina por ubicarse adherida al entorno de un poder multidisciplinar, repelente pero con arrebatadoras propiedades narcóticas. Sólo así puede explicarse el comportamiento parco, irresoluto, absurdo, de una sociedad que fía su suerte no sabe a qué o a quién. Muestra a las claras una parálisis extraña, cimentada -quizás- con fundamentos cuya columna vertebral se compone, casi en exclusiva, de ingredientes inhóspitos. Un muro de incomprensión se levanta poderoso entre electores, gobernantes (casi siempre lejanos) y algún comunicador que rebasa sus líneas naturales para atrincherarse en las cómodas posiciones enemigas. El espíritu del ciudadano/contribuyente naufraga víctima del fuerte oleaje que genera la inconsistencia, el disfraz y la ambición.

No tardamos mucho en sufrir la primera falacia. Tuvo un desarrollo único pero afectó a dos aspectos de la llamada Transición. Si ambos matices del timo causaron pasmo, uno se reduce a consecuencias hipotéticas. El otro lo venimos padeciendo desde entonces y su desenlace se vislumbra engorroso, si no conflictivo. Nos mintieron cuando vertieron sobre Suárez todo tipo de maledicencias sobre su talante y apresto para conducir el cambio de régimen que se le asignó. Este desprestigio malicioso provocó pugnas intestinas, la hecatombe de UCD y el abandono de un político valorado, a posteriori, en su justa medida, a años luz de sus sucesores. No podemos aventurarnos a tasar el efecto Suárez si hubiera continuado algunos años presidiendo el ejecutivo. Su impronta, empero, marcará un hito en la Historia de España.

El Título Octavo de la Constitución, aun presumiendo error, concierto o debilidad, no es negativo en sí mismo. Su desarrollo posterior y una Ley Electoral, que pone al bipartidismo a los pies de mayorías absolutas o de nacionalismos desleales y mercachifles, han impuesto el escenario alarmante en que nos encontramos. Sin embargo, la responsabilidad exclusiva la comparten por igual PP y PSOE. Este oneroso disparate tiene su origen en los años treinta del pasado siglo. Si elucubramos un poco, el PSOE sigue anclado -cuanto menos-  en épocas republicanas. Su estrategia se opone a los intereses nacionales y cree revitalizarse haciendo oposición a un franquismo inexistente. Por su parte, el PP es incapaz de arrojar complejos sin causa. Teme demasiado a etiquetas franquistas y eso les atenaza. Si persisten en tan torpe enfrentamiento extemporáneo, desaparecerán los dos porque Franco es Historia para la mitad de los españoles.

Este primer fraude -a su vez- marca estilo en la política posterior, democrática o no tanto. Resulta de imposible olvido los excesos verbales de un Alfonso Guerra siempre dispuesto a marcar distancias astronómicas entre palabra y obra. Evidenció, además, la mediocridad política cuando la gran masa pasó por el aro que marcara aquel famoso lema: “Quien se mueva no sale en la foto”. A la par, se encontraba un presidente con pátina de estadista y que terminó devorado por una corrupción general. Aznar protagonizó otro colosal fraude al incumplir su promesa de reformar la democracia viciada que le había dejado Felipe González. La mayoría absoluta terminó por endiosar al político cuyo prestigio -liviano- se forjó en el campo económico. De Zapatero y Rajoy mejor corramos un tupido y misericordioso velo.

Hoy, la farsa -tras cuarenta años de padecerlas- ha perdido virulencia en sus efectos sociales pero sigue ocasionando aturdimiento. Ya no importa el señuelo sino la obcecación del político, o comunicador, rendido a la hipocresía más cruda e impúdica. Tertulianos que muestran limitaciones intelectuales, asimismo intolerantes achaques dogmáticos, se empeñan en pergeñar ideas, doctrinas, que atraigan prosélitos a una realidad que anida sólo bajo los aleros de ensueños y quimeras. Despliegan un papel pernicioso y ocupan el vacío crediticio que va dejando el político de turno. Creo que también le viene sobrado ese empleo autoimpuesto de  custodiar la pureza democrática. Yo, en fin, voy de pasmo en pasmo.

Valderas, paradigma de la prédica falsaria, es el canon último, inmediato, inmarcesible, del abismo que suele abrir quien hace de su vida pública profesión definitiva. El respaldo de IU: “Lo hacían miles de ciudadanos” es una declaración ramplona sin soporte ético, preñada de desvergüenza institucional.