En ocasiones, remembranzas
y vivencias infantiles me llevan a los años cincuenta del pasado siglo. Corría la
época del obscurantismo más atroz que nos deparó la posguerra. A poco, las
relaciones bilaterales con Estados Unidos tras el Pacto de Madrid (1953) y el
llamado Contubernio de Múnich (1962), fueron suavizando la dictadura pese a generar,
el último, medidas drásticas. Todavía veo la plaza de mi pueblo. Configuraba un
espacio circular de suelo arcilloso. Polvoriento los días inclementes -ventosos-
y embarrado cuando llovía o nevaba; una auténtica adobera. Al frente se alzaba
el Ayuntamiento, un edificio con dos plantas. La superior albergaba los
servicios municipales y la inferior dos escuelas sin váter abiertas a un zaguán.
Eran clases segregadas. El edificio estaba franqueado por dos callejones
simétricos que entrañaban sendas servidumbres a viviendas particulares. A la
izquierda, en un centrado lateral, se izaba una pequeña construcción que guarecía
la báscula municipal. Hoy solo queda un rehabilitado Ayuntamiento, que ocupa el
edificio al completo, y una fuente en medio del espacio circular cubierto de azulejo.
Vienen a mi memoria reñidos
partidos de pelota, al amparo del frontis corporativo roto por cicateros boquetes
con pretensión de ventanales, junto a las tiradas de barrón. Destreza y
esfuerzo se conjugaban, básicamente los festivos, para mitigar la miseria
material (también moral) que reinaba por doquier. La plaza suponía solaz,
entretenimiento y diversión casi todo el año para grandes e incluso chicos.
Nosotros jugábamos al futbol en las eras. El balón habitual era una piedra
envuelta con borra y trapos atados. Las pedreas entre bandas rivales conformaban
la alternativa arriesgada. Cualquier joven lector pudiera plantearse que
semejante relato se acomoda a una percepción exagerada. Sin embargo, quienes
acumulamos algunos años sabemos que se trata de una realidad, aunque se juzgue
difícil de asimilar.
Huérfanos de políticos,
en sentido democrático del término, aparecían de vez en cuando unos personajes
curiosos, variopintos, divertidos: los charlatanes. Procedentes del cercano
levante u oriente, venían -cual Reyes Magos- con sus viejas camionetas cargadas
de abalorios y mantas. Su llegada constituía una alegre novedad para todos.
Unos se apresuraban para adquirir “gangas” y los menudos para extasiarnos ante
el torrente palabrero y estafador. Irradiaban un extraño embeleso; tanto, que les
resultaba factible vender, en un rizar el rizo, peines a los calvos. Con total
seguridad, la escena debía estar sobrevolada por algún duendecillo travieso, jaranero,
que ensamblara astucia e infantilismo. Jamás, hasta ahora, he vuelto a ver tan sistemáticas
y eficaces puerilidades. Tanta verborrea producía un efecto narcótico, sugerente,
que incitaba incluso a los más remisos a solicitar, casi desquiciados, el surtido
lote en pugna. Lote al que, por el mismo precio, todo buen charlatán no
terminaba de añadir objetos de escaso valor y poca utilidad. Por unas pesetas,
el timador timado cargaba como un burro diversos efectos bajo la envidia tonta
de quien no disponía para aprovechar tal momio. Luego, vueltos a la calma, a la
cordura, comprendían el engaño. Qué necios.
Hoy, el pueblo sigue
amarrado a parecida miseria. Quizás bata récords en el aspecto moral porque lo
agiganta su nivel cultural, soberbia y desenfreno. La guerra, sus consecuencias,
pesaban como una losa en el ánimo. Aquellas personas, llenas de remiendos por
fuera, arrastraban un carácter humilde -a lo peor humillado- junto a una
curiosidad anodina. Demasiadas presas idóneas para aventureros osados. ¡Cuánto
arribista surgió a la sombra de un país en estado de shock! Tras los muertos
quedó espacio y futuro solo para “vivos”. Quienes la memoria me impide ponerles
cara, eran unos vivales. Aquellas gentes subsistían por algo de fe pero, sobre
todo, por esperanza. La paz, aunque fuera tenebrosa, bien valía la pena gozarla.
Enmudecer significaba pervivir tranquilo, sin demasiadas turbaciones.
Ahora no hay
charlatanes procedentes del levante mediterráneo. Por doquier, abundan los
políticos originarios del rincón más apartado. Se les ve poco en directo.
Vienen en coches de alta gama cada cuatro años. Se nutren de televisiones amigas
para vender los mismos abalorios que sus predecesores de hace sesenta años. Son
los mismos perros con distintos collares. Se diferencian en que los de antes
trabajaban sus trampas, eran buenos en su oficio; los mejores. Estos de ahora -ya
digo, llamados políticos- reciben el producto del trabajo realizado por conmilitones
y son ineptos; los peores. La plaza pública, lugar de concentración, de asamblea,
es sustituida por esta ventana viciosa, postiza, que aclaman millones de
cerebros desnortados e indigentes. Son las ciencias que han adelantado una
barbaridad.
Yo, al igual que antes,
alucino. Los charlatanes, antaño, conformaban un espectáculo curioso,
particular. Se mostraban cercanos, afines. A veces actuaban como auténticos amigos
con personas concretas. Eran pueblo. Un poco su vanguardia. Estos de ahora
ocupan tribunas y púlpitos audiovisuales marcando distancias. Subscriben
créditos, asimismo currículos, de los que nadie sabe su procedencia. Muestran
buenas dotes para sacar conejos de una chistera ajada, en ciertos casos, así
como una ambición sin límites. No quiero ni puedo hacer distingos. No ya por
filias o fobias sino por imposibilidad metafísica. Ciertos árbitros de la
ética, de los tribunales populares, de las sentencias rigurosas, mandan sus
propias “puñetas”, su justicia ortodoxa, a hacer puñetas. Acomodan bajo su mano
implacable el pelotón que ejecuta conceptos. Pretenden ahuyentar de sí mismos
semejantes calificativos. Ya saben, le dijo la sartén al cazo… Lo peor, lo
preocupante, es el aplauso del circo.
Sí, España va mal.
Sesenta años después, hemos trocado amables charlatanes por políticos onerosos,
farsantes y ladrones.