viernes, 30 de enero de 2015

POLÍTICOS Y CHARLATANES



En ocasiones, remembranzas y vivencias infantiles me llevan a los años cincuenta del pasado siglo. Corría la época del obscurantismo más atroz que nos deparó la posguerra. A poco, las relaciones bilaterales con Estados Unidos tras el Pacto de Madrid (1953) y el llamado Contubernio de Múnich (1962), fueron suavizando la dictadura pese a generar, el último, medidas drásticas. Todavía veo la plaza de mi pueblo. Configuraba un espacio circular de suelo arcilloso. Polvoriento los días inclementes -ventosos- y embarrado cuando llovía o nevaba; una auténtica adobera. Al frente se alzaba el Ayuntamiento, un edificio con dos plantas. La superior albergaba los servicios municipales y la inferior dos escuelas sin váter abiertas a un zaguán. Eran clases segregadas. El edificio estaba franqueado por dos callejones simétricos que entrañaban sendas servidumbres a viviendas particulares. A la izquierda, en un centrado lateral, se izaba una pequeña construcción que guarecía la báscula municipal. Hoy solo queda un rehabilitado Ayuntamiento, que ocupa el edificio al completo, y una fuente en medio del espacio circular cubierto de azulejo.

Vienen a mi memoria reñidos partidos de pelota, al amparo del frontis corporativo roto por cicateros boquetes con pretensión de ventanales, junto a las tiradas de barrón. Destreza y esfuerzo se conjugaban, básicamente los festivos, para mitigar la miseria material (también moral) que reinaba por doquier. La plaza suponía solaz, entretenimiento y diversión casi todo el año para grandes e incluso chicos. Nosotros jugábamos al futbol en las eras. El balón habitual era una piedra envuelta con borra y trapos atados. Las pedreas entre bandas rivales conformaban la alternativa arriesgada. Cualquier joven lector pudiera plantearse que semejante relato se acomoda a una percepción exagerada. Sin embargo, quienes acumulamos algunos años sabemos que se trata de una realidad, aunque se juzgue difícil de asimilar.

Huérfanos de políticos, en sentido democrático del término, aparecían de vez en cuando unos personajes curiosos, variopintos, divertidos: los charlatanes. Procedentes del cercano levante u oriente, venían -cual Reyes Magos- con sus viejas camionetas cargadas de abalorios y mantas. Su llegada constituía una alegre novedad para todos. Unos se apresuraban para adquirir “gangas” y los menudos para extasiarnos ante el torrente palabrero y estafador. Irradiaban un extraño embeleso; tanto, que les resultaba factible vender, en un rizar el rizo, peines a los calvos. Con total seguridad, la escena debía estar sobrevolada por algún duendecillo travieso, jaranero, que ensamblara astucia e infantilismo. Jamás, hasta ahora, he vuelto a ver tan sistemáticas y eficaces puerilidades. Tanta verborrea producía un efecto narcótico, sugerente, que incitaba incluso a los más remisos a solicitar, casi desquiciados, el surtido lote en pugna. Lote al que, por el mismo precio, todo buen charlatán no terminaba de añadir objetos de escaso valor y poca utilidad. Por unas pesetas, el timador timado cargaba como un burro diversos efectos bajo la envidia tonta de quien no disponía para aprovechar tal momio. Luego, vueltos a la calma, a la cordura, comprendían el engaño. Qué necios.

Hoy, el pueblo sigue amarrado a parecida miseria. Quizás bata récords en el aspecto moral porque lo agiganta su nivel cultural, soberbia y desenfreno. La guerra, sus consecuencias, pesaban como una losa en el ánimo. Aquellas personas, llenas de remiendos por fuera, arrastraban un carácter humilde -a lo peor humillado- junto a una curiosidad anodina. Demasiadas presas idóneas para aventureros osados. ¡Cuánto arribista surgió a la sombra de un país en estado de shock! Tras los muertos quedó espacio y futuro solo para “vivos”. Quienes la memoria me impide ponerles cara, eran unos vivales. Aquellas gentes subsistían por algo de fe pero, sobre todo, por esperanza. La paz, aunque fuera tenebrosa, bien valía la pena gozarla. Enmudecer significaba pervivir tranquilo, sin demasiadas turbaciones. 

Ahora no hay charlatanes procedentes del levante mediterráneo. Por doquier, abundan los políticos originarios del rincón más apartado. Se les ve poco en directo. Vienen en coches de alta gama cada cuatro años. Se nutren de televisiones amigas para vender los mismos abalorios que sus predecesores de hace sesenta años. Son los mismos perros con distintos collares. Se diferencian en que los de antes trabajaban sus trampas, eran buenos en su oficio; los mejores. Estos de ahora -ya digo, llamados políticos- reciben el producto del trabajo realizado por conmilitones y son ineptos; los peores. La plaza pública, lugar de concentración, de asamblea, es sustituida por esta ventana viciosa, postiza, que aclaman millones de cerebros desnortados e indigentes. Son las ciencias que han adelantado una barbaridad.

Yo, al igual que antes, alucino. Los charlatanes, antaño, conformaban un espectáculo curioso, particular. Se mostraban cercanos, afines. A veces actuaban como auténticos amigos con personas concretas. Eran pueblo. Un poco su vanguardia. Estos de ahora ocupan tribunas y púlpitos audiovisuales marcando distancias. Subscriben créditos, asimismo currículos, de los que nadie sabe su procedencia. Muestran buenas dotes para sacar conejos de una chistera ajada, en ciertos casos, así como una ambición sin límites. No quiero ni puedo hacer distingos. No ya por filias o fobias sino por imposibilidad metafísica. Ciertos árbitros de la ética, de los tribunales populares, de las sentencias rigurosas, mandan sus propias “puñetas”, su justicia ortodoxa, a hacer puñetas. Acomodan bajo su mano implacable el pelotón que ejecuta conceptos. Pretenden ahuyentar de sí mismos semejantes calificativos. Ya saben, le dijo la sartén al cazo… Lo peor, lo preocupante, es el aplauso del circo.

Sí, España va mal. Sesenta años después, hemos trocado amables charlatanes por políticos onerosos, farsantes y ladrones.

viernes, 23 de enero de 2015

PRENSA Y SOCIEDAD


Los tiempos que vivimos son poco propicios para la prensa escrita, cuya existencia se limita casi exclusivamente a revistas y semanarios de humor. Estos últimos proyectan una curiosa terapia para superar, sin graves lesiones psíquicas, la crisis que nos atenaza. Conforma la famosa sopa boba virtual que no llena estómagos pero entretiene. La prensa escrita, digo, afianza el paralelismo perfecto con esta situación de indigencia generalizada. Sin embargo, los medios audiovisuales -radio y televisión- atraen a aquellos colectivos alejados de la reflexión que suscita una lectura sosegada. Quienes permutan el esfuerzo por la incuria recurren a debates y tertulias intoxicados, que hacen gala de sus preferencias. En principio, nadie puede llamarse a engaño pues diales y sintonizaciones carecen del automatismo preciso para arrebatar voluntades, aun menguadamente definidas.

Yo, producto del momento, acumulo defectos, vicios, comunes a mis congéneres. Quizás pudiera establecer algún matiz vertebral que añade mi vocación lectora. Ocurre  que esta sustancia humana -tosca, defectiva- nos confunde y entremezcla a todos. Ellos, políticos y comunicadores, lo saben; son conscientes de la materia que moldean en una innoble labor (re)creadora. El ciudadano suele ser considerado un elemento informe para quien aspira a auparse al poder de manera presuntamente democrática; es decir, alegando la soberanía del individuo (los demagogos desaprensivos quieren presentarla como soberanismo popular). Así, de esta guisa, se autoproclaman paladines exclusivos en un miserable ejercicio de sinécdoque política.

Hay frases que definen formas, costumbres e incluso hábitos. Se dice que la suerte -u otros imponderables- va por barrios para indicar una ubicación precisa y cierta como consecuencia de procesos ininteligibles. El dogmatismo afecta al individuo más allá de las ideologías; pero, como la suerte, se afianza sobre todo en el sector de la izquierda. Se me ocurre como conjetura el hecho de que la izquierda se basa en postulados que reclaman la fe más que las leyes biológicas formuladas por Darwin. Desde luego, no absuelvo de semejante rémora mental a nadie que milite, de forma activa, en cualquier partido, porque se desconoce entre ellos nexo de existencia común o correspondencia biunívoca.

Establecidos los anteriores puntos, veamos el papel que la prensa tiene asignado en relación al gobierno y el ciudadano. Siempre se ha asegurado que los medios -cuarto poder- desempeñan (o debieran) un cometido fiscalizador del jerarca, un ministerio irrenunciable del propio sistema democrático. Su deontología obliga a informar con verdad y autenticidad. Al periodista corresponde tasar si quiere servir a la persona o ser un puente viciado entre esta y las respectivas siglas. Arthur Miller observaba: “El buen periódico es una nación hablándose a sí misma”. Ocurría en el siglo XX, siglo de oro por excelencia de la información. Si bien es verdad que los albores del XXI marcaron un heroísmo encomiable, la crisis de los medios ha obligado a algunos a buscar los paraísos que ofrece el poder, bien político ya financiero sirva la redundancia. Los  medios tienen gran predicamento, de ahí su influencia en el choque electoral. Cuando la equidad deja paso a conductas subjetivas o arbitrarias, aflora el juego sucio y se quiebra la democracia.    

La televisión se ha transformado en un oasis dentro de la aridez mísera que envuelve a la actividad periodística. Pocos profesionales se atreven a exhibirse íntegros, imparciales, sin arancel. Pagan su incorruptible espíritu con la depuración. Esa coyuntura marginal, honorífica, les impide prestar una ayuda imprescindible para la ciudadanía, sometida al laberinto de intereses que pululan por copiosos espacios nacionales. Debates y tertulias muestran cada día el vergonzante peaje ético que pagan quienes se someten a los trapicheos del poder por comunión ideológica o afición al óbolo corruptor. Luego se permiten atribuir pedestales cuando no arrojar a la hoguera del olvido en renovadas consideraciones inquisitoriales. Constituyen la pléyade de santones con licencia para sacralizar peligrosos mesianismos mientras proyectan una división maniquea entre diferentes ideologías políticas. Alguien estimula sordamente -con sibilinas intenciones- tal marco de enfrentamiento electoral.

Ignoro si, por unas eventualidades u otras, son conscientes del daño que perpetran al sistema y a los españoles. Pergeñan vicios y deficiencias con mayor o menor legitimidad. El problema surge cuando opinan sobre líderes y horizontes capaces de resolver las diferentes crisis que afectan al país: económica, institucional, política o ética. Resulta imposible ocultar los males que aquejan a los españoles en todos los órdenes. Esta circunstancia -lamentable, onerosa- no debiera servir de excusa para que cualquier advenedizo (sin ningún equipaje) pretenda endosarnos, a través de distintos canales, un campo y unas reglas de juego hace años desterrados de la Europa democrática. Estas emisoras son claramente responsables de su entroncamiento. Arrecian las críticas, algo teatrales desde mi punto de vista, sobre la Cuatro y la Sexta pero no debemos olvidar que los primeros pasos se produjeron en Intereconomía. Ahora, Veo 13 acometiendo un aventurado empleo de oráculo, excita el tándem PP-Podemos. Parece propiciar esa terrible disyuntiva “yo o el caos” olvidando otras opciones más reales como PSOE, UPyD, Ciudadanos e incluso Vox. Flaco servicio a la pluralidad democrática. Luego realizan panegíricos teatrales al ocaso del bipartidismo.

Sin ninguna duda, hay que sanear modos y personas, erradicar corrupción y corruptores; pero para ello no sirven todos los medios. Solo espero dos epílogos. El primero me lleva a desear que quienes traicionen a la sociedad reciban su desprecio. Pronostico asimismo que aun cuantificando dos millones de lerdos irreflexivos y casi seis de parados, los electores sepan discriminar entre caos y reforma o exceso de fe, quimera y última oportunidad.

 

 

                         

viernes, 9 de enero de 2015

DEMOCRACIA FRENTE A TOTALITARISMO


Mientras filósofos y sociólogos persiguen sin descanso -con ahínco- llegar al conocimiento de la realidad objetiva y humana, el político intenta su rediseño. Aquellos, esgrimen el método cartesiano, argumentan los avances epistemológicos. Estos, manosean a su antojo conceptos vertebrales; fabrican y desvirtúan verdades (o tenidas por tales) para conseguir un poder que, de otra manera, se les escaparía de las manos. Unos proporcionan mentes lúcidas. Otros reclaman una disposición personal del ciudadano a acatar presuntos desvelos cuyo peaje es siempre la pérdida de libertad. De los primeros cabe leer su labor desprendida, casi misional. La desconfianza debiera ser pauta social en el análisis a que nos lleva el enmascaramiento incesante de los segundos. Altruismo y rédito confirman la contradicción que las tesis marxistas preconizan como ingrediente dinamizador de numerosas convulsiones que transforman la sociedad.

Días atrás, la casualidad puso a mi alcance un artículo de Pablo Iglesias titulado “La democracia frente al miedo”. Gramsci y su frase: “El Estado es apenas una trinchera avanzada tras la que se asienta la robusta cadena de fortalezas de la sociedad civil” constituía el arranque y basamento de su tesis. El complemento argumental lo integraban las élites transnacionales impuestas por la globalización y la Unión Europea, de la que él es parte adicional y benefactora como eurodiputado (aquí ladrar y cabalgar conciernen al mismo empleo). Sobre ellas descansa el presunto control en detrimento de la soberanía popular a la que tan ardientemente evoca e invoca. Acude al gastado procedimiento de ocultar deficiencias mediante un empaste retórico. Termina loando justicia social y soberanía popular como las bases de la evidente democracia -en su ampulosa visión- que sabrá imponerse al miedo. Perdón, pero vista la Historia, y otras referencias cercanas, prefiero un sistema liberal con rostro humano.

Varias acotaciones a tan onírico, a la vez que falaz, texto. Empezaré, por complaciente paralelismo, asimismo con Gramsci. También él sentenció: “El entusiasmo no es más que una externa adoración de fetiches. El único entusiasmo justificable es el acompañado por una voluntad inteligente, por un trabajo perspicaz y una riqueza inventiva de iniciativas concretas que modifiquen la realidad existente”, no que la disfracen, añado yo. En parecidos términos se manifestaba Maximiliano Korstanje al concluir: “El populismo permite una mayor participación política a costa de un proceso de desinversión. Como consecuencia aparece la dictadura como mecanismo político empleado para que las élites mantengan su legitimidad”. El señor Iglesias atribuye -cual marxista convencido- a las élites económicas todos los abusos y excrecencias del mundo. Olvida que el político (aun estricto, revolucionario, novedoso) conforma una estirpe con pareja encarnadura a las que él acostumbra estigmatizar.

Si el individuo -gobernante o gobernado- procede de idéntico aglutinante, ¿por qué ha de manifestar diferentes propiedades? ¿Por qué hemos de confiar en quienes carecen de singularidades y crédito empíricos? Solicitan un proceso de fe cuando se declaran ateos abiertamente. Protagonizan, exhiben, una absoluta incoherencia entre palabras y hechos. La popular moraleja: “haz lo que yo digo pero no lo que yo hago” desprende desamor, desprecio; más a quien se dirige. Implica un reconocimiento a la informalidad, a la ausencia de ética, de honradez personal. Invita de forma tácita a huir de semejantes salvadores. El romo e inhábil sujeto sigue fiel -necio- las prédicas arteras, demagógicas, de tan onerosos mesías.

La teoría política merece considerarse una especie de piedra filosofal, una alquimia dialéctica, un venero argumental, que puede utilizarse -como señala el tópico popular- lo mismo para un roto que para un descosido. El líder de Podemos invita a imponerse al miedo para construir la democracia. Sin embargo, parece que es el temor la pulsión que lleva al hombre a constituirse en República; es decir, en democracia según la versión clásica. Hobbes mantuvo que el poder más efectivo no es la espada sino el poder de la religión. Indicaba que: “si el gobernante puede infligir la muerte física, el clero blande la amenaza de la muerte eterna al mismo tiempo que nos hace ver anticipadamente una eternidad en el paraíso. Esta mezcla de promesa y amedrentamiento es más eficaz que el instrumental desencantado con el que el poder lego intenta controlar las conductas”. Por este motivo, Marx sentenció que “la religión es el opio del pueblo”, pero además  cualquier dictador se ocupa, con prioridad, de desterrar del hombre las prácticas religiosas en espacioso sentido.

Es hora de exigir una reforma del actual sistema. No debe seducirnos ese embrollo decimonónico de democracia popular. Queremos una democracia limpia, sin epítetos. Una democracia donde puedan convivir financieros, empresarios, profesionales, trabajadores, hombres y mujeres bajo el imperio de una ley independiente, igual para todos en la praxis, no en los postulados teoréticos. Separación real de poderes ya. Traigo a colación la siguiente frase de Lenin: “Mientras exista propiedad privada nuestro Estado, aunque sea una república democrática, no es otra cosa que una máquina en manos de capitalistas destinada a aplastar a los obreros, y cuanto más libre sea el Estado, con tanto mayor claridad se manifiesta este hecho”. Sin propiedad privada ni existe Estado ni Ley. China comunista es el paraíso de la explotación obrera.

Concluyo con una máxima de Blas Pascal: “La pluralidad que no es reducida a la unidad es confusión; la unidad que no depende de la pluralidad es tiranía”.