Lejos de mi intención cualquier lectura lesiva o
exégesis injuriosa, el epígrafe que antecede contiene una carga alegórica sin
más. A lo sumo constituye el ejercicio democrático de la censura obligada al
prócer cuando su gestión, o sus manifestaciones, se enmarcan en la torpeza.
Ambos hechos son actos donde el decoro queda maltrecho e incluso puede
advertirse cierto tufo mordaz, dominador, consecuencia directa de ese supuesto,
en ocasiones cimentado, de la idiocia generalizada del pueblo español. Nuestros
prohombres, por indoctos e inútiles que se revelen, deben ver el monte plagado
de orégano. Con toda su "jeta" (que es nutrida), con todo su afane
(que no es escaso), me recuerdan ¡pobrecillos! a aquel personaje televisivo
que, tras diversas peripecias, admitía por medio de gigantesca pizarra:
"el tonto soy yo".
Reitero el
tenor inocuo de estos renglones. El vocablo "pirao" (según el habla
habitual de mi pueblo) pudiera arrastrar una servidumbre turbia. Su acepción
coloquial (tomada para la oportunidad) se refiere a persona alocada, aturdida;
carente de destreza en el buen juicio. Cuando diserta provoca en quien lo escucha
un extraño proceder risible, maquinal y
penoso. Caídas, piruetas, lapsus o alucinaciones (aun histriónicas) traen
consigo fatalmente la hilaridad, a veces, poco aséptica.
La presente
situación (espeluznante) no es origen, por insólito que pudiera parecer, de
comportamientos agresivos, ni tan siquiera de virulencia dialéctica. Antes
bien, la sociedad practica una conducta cercana al hartazgo, a la tensa calma,
mientras otea acontecimientos temibles. Al ciudadano, exhausto, maltrecho,
empobrecido, le produce náuseas el escamoteo impúdico, ilimitado, de quienes
deberían contribuir a ejemplarizar la gerencia pública y, sin embargo, ahogan
enseguida cualquier impulso ético o de austeridad.
Días atrás
la prensa se hizo eco de que Juan Carlos Rodríguez Ibarra, ex presidente de la
Junta extremeña, ocupaba una imponente oficina; predio imputable al gobierno
autonómico. También tenía a su disposición -al menos- dos automóviles, chofer,
secretaria, gastos, dietas y prebendas varias incluidas. Ello al amparo de una
ley que él mismo promulgó en dos mil siete. Sacar a la luz esta circunstancia
privilegiada, más ahora, obligó a suspender temporalmente tal prerrogativa, tan
extemporánea como ilegítima. No quedó desnudo el ex, pues de inmediato se le
nombró vocal del Consejo de Estado; una concesión dorada (hecha al amigote) que
conlleva coche oficial, chofer, secretaria y emolumentos cercanos a los noventa
mil euros anuales. El exceso transfigura al señor Ibarra en loro, ese animal
con bello plumaje capaz de atiborrarse de chocolate, al decir de comunicadores
unidireccionales. Otra afrentosa desvergüenza.
La palma de
frases lapidarias en la histórica colección del disparate, haciendo añicos
récords anteriores, lleva el nombre de Zapatero al manifestar hueco:
"adelantaré el final de la crisis porque lo exige el pueblo español. Así
mismo, priorizaré la economía productiva sobre la financiera". ¿Merece o
no ese epíteto de "pirao" en el mejor y caritativo sentido? Hay, sin
embargo, otra probabilidad que mantendría el mismo nivel de ligereza. Se
refiere al hecho factible de que nuestro presidente atribuya a las autoridades
de Kazajistán (mandatarios y financieros en general) un grado de indigencia
intelectual semejante al de la sociedad española.
Rubalcaba,
el candidato, pone un broche de atrevida evacuación como acostumbra. Padre de
la LOGSE y de sus funestas secuelas, reivindica ahora el cambio del sistema
educativo como elemento dinamizador de la economía. A buenas horas mangas
verdes. Propone además un MIR para profesores. Como enseñante jubilado, la
última ocurrencia me parece una broma; sí, pero de mal gusto. Dudo que Alfredo atesore
la aureola precisa para teorizar sobre educación, menos para reformarla. Las
ocurrencias insípidas son evanescentes, auténticos brindis al sol.
Los
escuetos ejemplos conforman sólo la punta del iceberg. En este contexto, pedir
socorro sirve para poco. Hace tiempo opté por la indignación contestataria, al
margen de toda mesura que preconicen políticos y satélites.