martes, 14 de junio de 2011

UN RITUAL ENGORROSO


Se acerca, implacable, el plazo para formalizar la declaración de Hacienda; ese ritual que exige inmolarnos cada año. Utilizo conscientemente la forma pronominal del verbo inmolar porque su significado: dar la vida, la hacienda, el reposo, etc. en provecho de alguien o de algo, concuerda con el objetivo recaudatorio, casi despojador, del gobierno. Yo, deudor asiduo, suelo presentarla el último día; cuyo móvil, tal vez mal entendido, equiparo a un gesto de rebeldía. Constituye la modesta opción personal para mostrar (mostrarme) absoluto rechazo a tal canon.

 No tengo particular repugnancia al hecho de contribuir; me enfurece su derrama y, sobre todo, en cómo se aplica mi aporte. Es de dominio público que el aspecto progresivo del impuesto se limita, en realidad, a un voluntarismo inane; incluso a un pomposo chute opiáceo capaz de adormecer, aplacar, sentimientos subversivos. Las grandes fortunas se acomodan a leyes que les permiten el fraude efectivo, sin perjuicio de recorrer, el común, vericuetos confusos que terminan recortando el precepto e inútil para la gran mayoría sujeta a nómina. Semejante contexto provoca, por ruina, el ocaso; una desaparición progresiva y alarmante de la clase media, columna dorsal del Estado.  Mi umbral de hastío lo baso, no obstante, al proceder antojadizo, en ocasiones punible, con que se asigna el tesoro público. Prebostes de todo pelaje destilan arrogancia inclemente, al tiempo que pregonan falsos desvelos benefactores soslayando justicia y equidad. ¿Será preciso recapitular el extenso catálogo de conquistas sociales prometido por el ejecutivo e incumplido al paso del tiempo? ¿Olvidamos aquellos apoyos y subvenciones a élites "intelectuales", sindicales, empresariales o financieras con un montante de miles de millones de euros? Las vivencias que no aleccionan nos convierten en sujetos acríticos, marionetas del atropello.

 El déficit se consuma cuando gastamos más caudales que generamos. Este escenario conlleva el aumento de deuda pública. Sólo puede conseguirse el equilibrio aquilatando dispendios o aumentando ingresos con mayor exigencia impositiva. Los políticos, según constatan diarios y noticieros, rechazan cualquier propuesta que merme sus privilegios; antes bien, consiguen una insólita unanimidad al someter a votación subidas salariales o ventaja sustantiva. Reducir el derroche municipal, autonómico o estatal, parece improbable mientras los actuales partidos continúen demoledores, inmunes a los problemas ciudadanos. Han creado  monstruos voraces, sin freno, que terminarán por engullir a sus promotores si antes no los domestican; mejor aún, los aniquilan. Imposible, pues, disminuir el derroche; subirá, por tanto, el baremo impositivo hasta casi asfixiarnos. La atmósfera, por fas o por nefas, está algo cargada.  

 Egoísmo desmedido e insensibilidad, vicios tópicos (¿genuinos?) de nuestros prohombres, obligan al gobierno -inicuo, cómplice, permisivo- a sobrepasar con creces esa frontera que impone la ética, el mandamiento social propio de una democracia auténtica. Aquí se inicia el atajo que concluye pervirtiendo el Estado de Derecho. Al quebrar la división de poderes, toda democracia queda convertida en horrible caricatura; aparecen soterrados guiños dictatoriales y el individuo acaba sometido a intereses varios, indefenso, sojuzgado. Las esencias doctrinales, en estos casos, conforman auténticos señuelos a los que persiguen, con perseverancia, naciones ignorantes e ingenuas.

 Convencido del timo a trueque trilero, aferrado ilusamente a una libertad arrebatada en nombre de la democracia, vivimos (esclavos) bajo el caudillaje de un ejecutivo tiránico, absoluto, con el apoyo imprescindible de medios en alquiler. Este entorno colma mi indignación a la hora de liquidar a esa Hacienda que voces demagogas, falaces, afirman somos todos. Sufragamos no sólo la pérdida de nuestra libertad sino la desvertebración de España, cada vez más débil en el concierto internacional. Esquilman sudores propios y ajenos para conseguir apoyos insalubres o quebrantar instituciones judiciales, cuya independencia  legitima con exclusividad el Estado Democrático. Existe un refrán castizo que describe exactamente este horizonte. Tras suavizar el texto y negar toda interpretación miserable, dice así: Encima de  meretriz (dejo al albedrío del amable lector el sinónimo) hay que poner la cama.

 Extinta, en parte, por mor de estos renglones la aversión que me embarga año tras año, subordino mi espíritu (también mi bolsillo) a establecer la parte alícuota que he de ingresar. Así podrá costearse esa cama enorme, inmensa, donde cuatro aventureros sin escrúpulos violentan a un pueblo sometido, esclavo.   

 

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