Se acerca,
implacable, el plazo para formalizar la declaración de Hacienda; ese ritual que
exige inmolarnos cada año. Utilizo conscientemente la forma pronominal del
verbo inmolar porque su significado: dar la vida, la hacienda, el reposo, etc.
en provecho de alguien o de algo, concuerda con el objetivo recaudatorio, casi despojador,
del gobierno. Yo, deudor asiduo, suelo presentarla el último día; cuyo móvil,
tal vez mal entendido, equiparo a un gesto de rebeldía. Constituye la modesta
opción personal para mostrar (mostrarme) absoluto rechazo a tal canon.
No tengo
particular repugnancia al hecho de contribuir; me enfurece su derrama y, sobre
todo, en cómo se aplica mi aporte. Es de dominio público que el aspecto
progresivo del impuesto se limita, en realidad, a un voluntarismo inane;
incluso a un pomposo chute opiáceo capaz de adormecer, aplacar, sentimientos
subversivos. Las grandes fortunas se acomodan a leyes que les permiten el
fraude efectivo, sin perjuicio de recorrer, el común, vericuetos confusos que
terminan recortando el precepto e inútil para la gran mayoría sujeta a nómina.
Semejante contexto provoca, por ruina, el ocaso; una desaparición progresiva y
alarmante de la clase media, columna dorsal del Estado. Mi umbral de hastío lo baso, no obstante, al
proceder antojadizo, en ocasiones punible, con que se asigna el tesoro público.
Prebostes de todo pelaje destilan arrogancia inclemente, al tiempo que pregonan
falsos desvelos benefactores soslayando justicia y equidad. ¿Será preciso
recapitular el extenso catálogo de conquistas sociales prometido por el
ejecutivo e incumplido al paso del tiempo? ¿Olvidamos aquellos apoyos y
subvenciones a élites "intelectuales", sindicales, empresariales o
financieras con un montante de miles de millones de euros? Las vivencias que no
aleccionan nos convierten en sujetos acríticos, marionetas del atropello.
El déficit
se consuma cuando gastamos más caudales que generamos. Este escenario conlleva
el aumento de deuda pública. Sólo puede conseguirse el equilibrio aquilatando
dispendios o aumentando ingresos con mayor exigencia impositiva. Los políticos,
según constatan diarios y noticieros, rechazan cualquier propuesta que merme
sus privilegios; antes bien, consiguen una insólita unanimidad al someter a
votación subidas salariales o ventaja sustantiva. Reducir el derroche
municipal, autonómico o estatal, parece improbable mientras los actuales
partidos continúen demoledores, inmunes a los problemas ciudadanos. Han
creado monstruos voraces, sin freno, que
terminarán por engullir a sus promotores si antes no los domestican; mejor aún,
los aniquilan. Imposible, pues, disminuir el derroche; subirá, por tanto, el
baremo impositivo hasta casi asfixiarnos. La atmósfera, por fas o por nefas,
está algo cargada.
Egoísmo
desmedido e insensibilidad, vicios tópicos (¿genuinos?) de nuestros prohombres,
obligan al gobierno -inicuo, cómplice, permisivo- a sobrepasar con creces esa
frontera que impone la ética, el mandamiento social propio de una democracia
auténtica. Aquí se inicia el atajo que concluye pervirtiendo el Estado de
Derecho. Al quebrar la división de poderes, toda democracia queda convertida en
horrible caricatura; aparecen soterrados guiños dictatoriales y el individuo
acaba sometido a intereses varios, indefenso, sojuzgado. Las esencias
doctrinales, en estos casos, conforman auténticos señuelos a los que persiguen,
con perseverancia, naciones ignorantes e ingenuas.
Convencido
del timo a trueque trilero, aferrado ilusamente a una libertad arrebatada en
nombre de la democracia, vivimos (esclavos) bajo el caudillaje de un ejecutivo
tiránico, absoluto, con el apoyo imprescindible de medios en alquiler. Este
entorno colma mi indignación a la hora de liquidar a esa Hacienda que voces
demagogas, falaces, afirman somos todos. Sufragamos no sólo la pérdida de
nuestra libertad sino la desvertebración de España, cada vez más débil en el
concierto internacional. Esquilman sudores propios y ajenos para conseguir
apoyos insalubres o quebrantar instituciones judiciales, cuya
independencia legitima con exclusividad
el Estado Democrático. Existe un refrán castizo que describe exactamente este
horizonte. Tras suavizar el texto y negar toda interpretación miserable, dice
así: Encima de meretriz (dejo al
albedrío del amable lector el sinónimo) hay que poner la cama.
Extinta, en
parte, por mor de estos renglones la aversión que me embarga año tras año, subordino
mi espíritu (también mi bolsillo) a establecer la parte alícuota que he de
ingresar. Así podrá costearse esa cama enorme, inmensa, donde cuatro
aventureros sin escrúpulos violentan a un pueblo sometido, esclavo.
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