Las recientes elecciones a la
presidencia portuguesa se saldaron con la victoria de Cavaco Silva y una
abstención del cincuenta y tres por ciento. Esta incidencia revela que, desde
un punto de vista estrictamente democrático, el pueblo portugués suspende a
todos los candidatos o, algo parecido, está desencantado de ellos. En cualquier
país estrictamente democrático, el elegido debería acabar desprestigiado por
ostentar una jerarquía ilegítima; los políticos ejercientes (incluso
potenciales) estarían obligados a la autocrítica, a la reflexión profunda y a
encontrar respuestas adecuadas. Sin embargo, amparándose en argumentos que
chocan con los más nimios principios estrictamente democráticos, ocupan el
poder burlando la soberanía popular. El juego y sus preceptos quedan, de este
modo, en entredicho, corrompidos. Por su parte, los ciudadanos se sienten
estafados, paneles del biombo tras el que auténticos vividores justifican, si
no bendicen, mezquinos arrebatos.
Portugal no es la excepción que
confirma toda regla. El vicio parece extenderse al orbe, demostrando la
maquinación de quien esgrime la soberanía popular para hacer el agosto a su
sombra generosa. Tal verificación lleva necesariamente a la advertencia,
progresiva, del sablazo al gobernado en cualquier sistema; salvo muy
particulares épocas históricas y países concretos en que tuvieron (tienen)
además acogida toda suerte de crímenes contra la humanidad. El
ciudadano se considera impotente para enfrentarse a un contexto que supera sus
debilitadas posibilidades de censura ante una vertebración social precaria,
rota, destruida a través de gradual y planificada maniobra desde el poder. Por
este motivo, la comunidad luce con espléndida magnificencia el extraño conformismo
que se aprecia; una calma que no oculta altas dosis de rabia contenida.
España, al igual que otras muchas naciones del llamado primer mundo,
pisa un polvo similar al portugués; por tanto camina por idéntico lodazal. La
afirmación escapa al preliminar de una hipótesis aventurada cuya base implanta
un ejercicio de suspicacia, quizás sospecha, visto el proceder frecuente de esa
casta parásita. Atesoramos -que recuerde- un apunte, una prueba inequívoca: la
participación del electorado catalán en el último referéndum celebrado para
aprobar su Estatuto. El porcentaje de abstención superó la mitad del censo
electoral y el mencionado Estatuto tuvo un respaldo del treinta y seis por
ciento de catalanes con derecho a voto. A pesar del resultado (y de que un
análisis objetivo de la dinámica mostrada en las tres consultas -época
republicana, mil novecientos setenta y nueve y la actual- indica el creciente
desinterés que la materia despierta en el individuo) los políticos de la
Comunidad celebran la "sintonía" del pueblo con el Estatuto. Es la
muestra palmaria de un exquisito "talante liberal"; tanto que la
sentencia del Tribunal Constitucional, contraria a sus obcecados dogmas, les
lleva a concitar el enfrentamiento entre Instituciones vertebrales del Estado.
Superan al ciudadano y a la
Ley. Sin complejos. Con un par.
Cada día se observa mayor desapego, más desilusión, por la Democracia. Nos la
vendieron como el sistema de las libertades, de la justicia, de la igualdad
ante la ley. Desde
su nacimiento, a la muerte de Franco, los que podemos comparar una y otra etapa
histórica venimos soportando (de hecho) parecida discrecionalidad, mayor
nepotismo por la atomización del poder, corrupción generalizada y, desde luego,
los mismos tics dictatoriales, incluso aumentados. Hoy sólo viven mejor,
abanderan la ganga, los hijos de los franquistas (nuevamente en el machito) y
escasos opositores supervivientes. Los demás, la gran masa, permanecemos de
derecho en democracia, pero estos políticos -exhibiendo actitudes ajenas al
sistema- la pervierten y aparece como única diferencia notable, aparte los
ritos electorales, que es mucho más cara. Están haciendo bueno el régimen
anterior. Lamentable y peligrosa sensación que gana adeptos de forma imparable.
Mientras, el español se harta de mentiras, de tanto iletrado insolente,
de tanta desvergüenza, de tanto expolio. El político habla de legitimidad,
estafando a sus electores, con un descaro inaudito. Previamente ha
desvertebrado la sociedad, manejándola a su servicio. En el fondo desdeña la
democracia.