Sheril Kirshenbaum, científica americana, acaba de
divulgar un estudio cuya conclusión es rotunda: "el primer beso supone una
de las experiencias más interesantes de la vida. Mejor incluso que perder la
virginidad". Supongo a la juventud columna indiscutible del análisis,
salvo deseo lúcido de ofrecer gato por liebre. Estamos estimando sentimientos y
emociones íntimos de un pueblo que lleva dos siglos de constante conflicto;
prueba arraigada de legitimidad, colofón de anhelos y esperanzas
La curiosa
noticia, publicada como rareza en un medio escrito, me llevó -cual máquina del
tiempo- a los años cincuenta, bien entrados, del pasado siglo. Mozalbete por
aquellos tiempos, conseguir tu primer
beso (en esta tierra de nuestros pecados) no era una de las experiencias más
interesantes, que lo era; se convertía con asiduidad en aventura muy excitante,
novelesca. Romeo y Julieta, a veces El Burlador de Sevilla, padecieron menos
oposición familiar, manejaron la espada con suprema maestría, pero (me consta)
no penaron el imperio de nuestros lances. Probablemente el puritanismo
estadounidense, manantial que libera gozoso el sabor del primer ósculo,
mantenga un santuario anejo al nacionalcatolicismo español de la época. El
estudio patrio, en aquel entonces, hubiese deparado idéntico colofón. El tiempo y los hábitos se
miden con relojes distintos. Cosas.
EEUU
permanece virgen, no cambia; aún mantiene la
Constitución primigenia. Presenta, no obstante, matices que permiten
comprender, hasta obviar, mínimas e inicuas alteraciones acometidas por insanos
protagonismos. España, por contra, ha mandado el "himen" a hacer
puñetas, bulle en un pasional caldo de cultivo. Pasamos del cero al infinito
con inusitadas desenvoltura y velocidad, a la manera que el día sobreviene a la
noche. Somos un pueblo de mártires o verdugos, sin saldar por ello cuenta alguna
de alabanza o reprensión social. Como
iba diciendo, a finales de los cincuenta y años posteriores besar a la amada se
convertía en todo un poema. Menos complicado pareciera obtener plaza de notario
o juez -paradigmas ambas de dificultad absoluta- aunque nunca intenté concurrir
a ninguna de estas opciones; si fui aspirante firme de esa grata oposición al
primer beso.
Hoy, chicas
quinceañeras valoran su primer beso como cualquier otro objeto coleccionable.
Cuando compiten, sólo cuentan piezas de caza mayor. El beso no es siquiera
pieza, a lo sumo técnica. Abandonado el misterio, nos deslizamos a lo exotérico
sin pestañear; de cantar al beso, a la pornografía audiovisual sin solución de
continuidad. El deseo deviene en hastío, la apariencia en chasco. Tabúes -junto
a traumas- de ayer, han alumbrado desvarío y exceso ahora. Desde el punto de vista político social, el
canje, la voladura, sigue los mismos derroteros. El franquismo despertaba
amaneceres de libertad. La realidad, una vez experimentada, aporta pocas luces
a un espacio en penumbra permanente; se vislumbra perseverante la entelequia
con ribetes de tragedia anunciada. Los políticos han construido una democracia
hosca, sin atractivos. Además cara.
España, la
del beso, se muerde la lengua irresponsable ante la píldora del día siguiente.
España, la de Franco, expía exhausta la penosa contemplación de una democracia
postrada, con politraumatismo severo.
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