sábado, 29 de enero de 2011

UNA DEMOCRACIA DESDEÑADA


Las recientes elecciones a la presidencia portuguesa se saldaron con la victoria de Cavaco Silva y una abstención del cincuenta y tres por ciento. Esta incidencia revela que, desde un punto de vista estrictamente democrático, el pueblo portugués suspende a todos los candidatos o, algo parecido, está desencantado de ellos. En cualquier país estrictamente democrático, el elegido debería acabar desprestigiado por ostentar una jerarquía ilegítima; los políticos ejercientes (incluso potenciales) estarían obligados a la autocrítica, a la reflexión profunda y a encontrar respuestas adecuadas. Sin embargo, amparándose en argumentos que chocan con los más nimios principios estrictamente democráticos, ocupan el poder burlando la soberanía popular. El juego y sus preceptos quedan, de este modo, en entredicho, corrompidos. Por su parte, los ciudadanos se sienten estafados, paneles del biombo tras el que auténticos vividores justifican, si no bendicen, mezquinos arrebatos.

 
Portugal  no es la excepción que confirma toda regla. El vicio parece extenderse al orbe, demostrando la maquinación de quien esgrime la soberanía popular para hacer el agosto a su sombra generosa. Tal verificación lleva necesariamente a la advertencia, progresiva, del sablazo al gobernado en cualquier sistema; salvo muy particulares épocas históricas y países concretos en que tuvieron (tienen) además acogida toda suerte de crímenes contra la humanidad. El ciudadano se considera impotente para enfrentarse a un contexto que supera sus debilitadas posibilidades de censura ante una vertebración social precaria, rota, destruida a través de gradual y planificada maniobra desde el poder. Por este motivo, la comunidad luce con espléndida magnificencia el extraño conformismo que se aprecia; una calma que no oculta altas dosis de rabia contenida.

 
España, al igual que otras muchas naciones del llamado primer mundo, pisa un polvo similar al portugués; por tanto camina por idéntico lodazal. La afirmación escapa al preliminar de una hipótesis aventurada cuya base implanta un ejercicio de suspicacia, quizás sospecha, visto el proceder frecuente de esa casta parásita. Atesoramos -que recuerde- un apunte, una prueba inequívoca: la participación del electorado catalán en el último referéndum celebrado para aprobar su Estatuto. El porcentaje de abstención superó la mitad del censo electoral y el mencionado Estatuto tuvo un respaldo del treinta y seis por ciento de catalanes con derecho a voto. A pesar del resultado (y de que un análisis objetivo de la dinámica mostrada en las tres consultas -época republicana, mil novecientos setenta y nueve y la actual- indica el creciente desinterés que la materia despierta en el individuo) los políticos de la Comunidad celebran la "sintonía" del pueblo con el Estatuto. Es la muestra palmaria de un exquisito "talante liberal"; tanto que la sentencia del Tribunal Constitucional, contraria a sus obcecados dogmas, les lleva a concitar el enfrentamiento entre Instituciones vertebrales del Estado. Superan al ciudadano y a la Ley. Sin complejos. Con un par.

 
Cada día se observa mayor desapego, más desilusión, por la Democracia. Nos la vendieron como el sistema de las libertades, de la justicia, de la igualdad ante la ley. Desde su nacimiento, a la muerte de Franco, los que podemos comparar una y otra etapa histórica venimos soportando (de hecho) parecida discrecionalidad, mayor nepotismo por la atomización del poder, corrupción generalizada y, desde luego, los mismos tics dictatoriales, incluso aumentados. Hoy sólo viven mejor, abanderan la ganga, los hijos de los franquistas (nuevamente en el machito) y escasos opositores supervivientes. Los demás, la gran masa, permanecemos de derecho en democracia, pero estos políticos -exhibiendo actitudes ajenas al sistema- la pervierten y aparece como única diferencia notable, aparte los ritos electorales, que es mucho más cara. Están haciendo bueno el régimen anterior. Lamentable y peligrosa sensación que gana adeptos de forma imparable.

 
Mientras, el español se harta de mentiras, de tanto iletrado insolente, de tanta desvergüenza, de tanto expolio. El político habla de legitimidad, estafando a sus electores, con un descaro inaudito. Previamente ha desvertebrado la sociedad, manejándola a su servicio. En el fondo desdeña la democracia.

 

 

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