El vocablo
monstruo, precisa el diccionario, describe una criatura que exagera la
realidad, causando pánico a la persona que lo observa o piensa o sueña con el
mismo. La cotidianidad constata, extinguidos los dinosaurios, una existencia
circunscrita a la mitología o al mundo mágico de los sueños. En ambos universos
se les dota de un carácter maligno y de un proceder terrorífico: devoran al
humano.
No sé si la
España actual está poseída por una especie de impulso fabuloso, metafísico, o
sus gobernantes integran el anacrónico espacio (absurdo más que difuso) de
contenido onírico. Lo que parece indiscutible es que vivimos sumisos, subyugados,
al eje maléfico cuyos tentáculos aniquilan a poco los mecanismos que
constituyen la médula del Estado de Derecho y bienestar social: solvencia
económica, estructura territorial, acción laboral e independencia judicial.
Este país soporta desde tiempos pretéritos, insólitamente colosales a última
hora, las dentelladas certeras de seres pavorosos que constituyen un grupo
terrible bajo la denominación común de engendros. Hagamos su disección.
Corresponde
a Alfonso Guerra el dudoso honor de generar el primer monstruo: el sometimiento
del poder judicial al ejecutivo en aquel parto espurio y que tan bien sintetizó
la frase famosa "Montesquieu ha muerto". Desde entonces unos y otros
han alimentado la fiera con tal eficacia que ya adulta ha engullido sin
remisión, asimismo sin impedimento, el Estado de Derecho. Voces, proclamas,
aseveraciones tajantes, vendidas en sentido contrario sólo intentan esconder
una falacia rastrera. Observemos ciertos hechos y su recorrido jurídico para
constatar la precisión de este criterio, incómodo para el poder autocalificado
"democrático". ¿Somos todos iguales ante la ley? ¿Acaso esta es
ciega? ¿Necesita el amable lector más argumentos tras contestar los
interrogantes precedentes? La inseguridad jurídica prevalece como una perversión
predilecta.
El monstruo
sindical es un ejemplo patente de evolución degenerativa por contaminación
genética inspirada en meticuloso y fructífero proceso adaptativo; achacable
-por cierto- al PSOE con la colaboración necesaria del PP. Salvado el
impedimento que encarnaban Marcelino Camacho (CCOO) y Nicolás Redondo (UGT), el
sindicalismo inició un movimiento de desafección obrera en la misma cadencia
que el giro burocrático, convenido por líderes emergentes, en perfecta sintonía
con el ejecutivo. Hoy es un monstruo que se alimenta de la subvención. Apenas
le queda cimiento obrero y ha perdido el poco crédito que le restaba.
Actualmente es un estorbo para el trabajador, más para el cesante. Cuando lo
sea para el gobierno, perecerá.
La Segunda
República gestó (in vitro) un pequeño adefesio al transigir sendos
reconocimientos autonómicos en Cataluña y País Vasco. Tras cuarenta años de
letargo, la democracia, a su calor, ha despertado una fiera deforme, con
diecisiete cabezas. El mayor riesgo, no obstante, se advierte en su voracidad
sin límites, hasta el punto que puede engullir incluso su propia fuente de
vida; no le importa auto extinguirse. Se precisa con urgencia cortar esa
inclinación ilimitada hacia la gula.
En época
reciente ha aparecido una extraña criatura carroñera, pues se nutre de despojos
económicos. No es la primera vez que enseña el rostro horripilante. Aparece y
desaparece de vez en cuando, pero sus visitas son siempre terribles. Ahora
presenta una viva inclinación en prolongar su estancia odiosa. Respeta a los
poderosos y se ceba en los débiles por los que siente un hechizo especial. Es
tremendamente injusta. Se llama crisis y, desde luego, no conoce ni se somete a
generación espontánea.
El sistema
no permite la defensa ciudadana y los prohombres, cómplices necesarios, aquí y
ahora, apuntan una inhibición total, cuando no querencia en alumbrar ciertos engendros.
El instinto vital exige una lucha sin cuartel contra ellos, no únicamente del
pueblo llano. ¿Podemos esperar algún apoyo con estos antecedentes? Estamos
solos entre tanto monstruo.
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