jueves, 20 de enero de 2011

UN PAÍS DE MONSTRUOS


El vocablo monstruo, precisa el diccionario, describe una criatura que exagera la realidad, causando pánico a la persona que lo observa o piensa o sueña con el mismo. La cotidianidad constata, extinguidos los dinosaurios, una existencia circunscrita a la mitología o al mundo mágico de los sueños. En ambos universos se les dota de un carácter maligno y de un proceder terrorífico: devoran al humano.

 No sé si la España actual está poseída por una especie de impulso fabuloso, metafísico, o sus gobernantes integran el anacrónico espacio (absurdo más que difuso) de contenido onírico. Lo que parece indiscutible es que vivimos sumisos, subyugados, al eje maléfico cuyos tentáculos aniquilan a poco los mecanismos que constituyen la médula del Estado de Derecho y bienestar social: solvencia económica, estructura territorial, acción laboral e independencia judicial. Este país soporta desde tiempos pretéritos, insólitamente colosales a última hora, las dentelladas certeras de seres pavorosos que constituyen un grupo terrible bajo la denominación común de engendros. Hagamos su disección.

 Corresponde a Alfonso Guerra el dudoso honor de generar el primer monstruo: el sometimiento del poder judicial al ejecutivo en aquel parto espurio y que tan bien sintetizó la frase famosa "Montesquieu ha muerto". Desde entonces unos y otros han alimentado la fiera con tal eficacia que ya adulta ha engullido sin remisión, asimismo sin impedimento, el Estado de Derecho. Voces, proclamas, aseveraciones tajantes, vendidas en sentido contrario sólo intentan esconder una falacia rastrera. Observemos ciertos hechos y su recorrido jurídico para constatar la precisión de este criterio, incómodo para el poder autocalificado "democrático". ¿Somos todos iguales ante la ley? ¿Acaso esta es ciega? ¿Necesita el amable lector más argumentos tras contestar los interrogantes precedentes? La inseguridad jurídica prevalece como una perversión predilecta.

 El monstruo sindical es un ejemplo patente de evolución degenerativa por contaminación genética inspirada en meticuloso y fructífero proceso adaptativo; achacable -por cierto- al PSOE con la colaboración necesaria del PP. Salvado el impedimento que encarnaban Marcelino Camacho (CCOO) y Nicolás Redondo (UGT), el sindicalismo inició un movimiento de desafección obrera en la misma cadencia que el giro burocrático, convenido por líderes emergentes, en perfecta sintonía con el ejecutivo. Hoy es un monstruo que se alimenta de la subvención. Apenas le queda cimiento obrero y ha perdido el poco crédito que le restaba. Actualmente es un estorbo para el trabajador, más para el cesante. Cuando lo sea para el gobierno, perecerá.

 La Segunda República gestó (in vitro) un pequeño adefesio al transigir sendos reconocimientos autonómicos en Cataluña y País Vasco. Tras cuarenta años de letargo, la democracia, a su calor, ha despertado una fiera deforme, con diecisiete cabezas. El mayor riesgo, no obstante, se advierte en su voracidad sin límites, hasta el punto que puede engullir incluso su propia fuente de vida; no le importa auto extinguirse. Se precisa con urgencia cortar esa inclinación ilimitada hacia la gula.

 En época reciente ha aparecido una extraña criatura carroñera, pues se nutre de despojos económicos. No es la primera vez que enseña el rostro horripilante. Aparece y desaparece de vez en cuando, pero sus visitas son siempre terribles. Ahora presenta una viva inclinación en prolongar su estancia odiosa. Respeta a los poderosos y se ceba en los débiles por los que siente un hechizo especial. Es tremendamente injusta. Se llama crisis y, desde luego, no conoce ni se somete a generación espontánea.

 El sistema no permite la defensa ciudadana y los prohombres, cómplices necesarios, aquí y ahora, apuntan una inhibición total, cuando no querencia en alumbrar ciertos engendros. El instinto vital exige una lucha sin cuartel contra ellos, no únicamente del pueblo llano. ¿Podemos esperar algún apoyo con estos antecedentes? Estamos solos entre tanto monstruo.       

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