No imagina el amable
lector lo que me ha costado encontrar la cabecera y concebir un contenido inspirador
del artículo en ciernes. Cierto que el país se encuentra en una situación angustiosa,
muy deteriorada, por ello la dificultad que supone escoger alguna faceta o cara
que sistematice tal coyuntura y ayude algo a sobrellevar su percepción. El
momento es complejo y adentrarse en sus entrañas requiere esfuerzo y liberalidad
para no dejarse llevar por ningún desafecto que obstaculice, todavía más, entrever
los temas con mesura. Solamente de esta forma conseguiremos el efecto balsámico
imprescindible para sobrellevar tanto ajetreo.
Los colores siempre han
sido signos, códigos, que ilustran la realidad adelantándose al horror descarnado
o a la destrucción pavorosa. El rojo, verbigracia, describe al fuego e incandescencia
mientras indica a los animales peligro o toxicidad. Incluso, en variadas circunstancias,
sugiere lo mismo a quienes tienen dos patas. Todos conocemos qué advertencia tácita
nos guía al ver una bandera roja en la playa. A nivel mundial, el color rojo simboliza
peligro importante, dramático: botón rojo. Contrariamente al mal hado expuesto,
los españoles, asimismo, suelen utilizarlo entre metáfora, juego y tragedia,
como color central en la llamada “fiesta nacional”, debido no ya a la muleta
sino a los borbotones sangrientos lanzados por toro y, a veces, torero.
El negro es un color
paradójico, contrahecho, imperfecto. Lo mismo hunde sus raíces en desgracias inmensas
que suministra distinción y sutil elegancia. Desde el punto de vista físico
niega toda posibilidad de fotorrecepción, básicamente por falta o escasez de luz.
Debería tener connotaciones negativas, pero en ocasiones simboliza sentimientos
de pesar, prescritos por ideales incumplidos, alejados de trayectorias a que
llevan sublimes aflicciones patrióticas, doctrinales. Resulta curioso que los
colores rojo y negro, en diferente distribución, formen parte fundamental de
enseñas tan aparentemente encontradas como Falange Española y Confederación
Nacional del Trabajo (CNT). José Antonio Primo de Rivera y Ángel Pestaña tenían
muchas cosas en común, sobre todo desvelos sociales y amor a España, aparte de ser
anticomunistas declarados.
Más allá del simbolismo
cromático, inundándonos de realidad, nos encontramos en una coyuntura horripilante.
Todo el mundo parece informado, menos quien debiera estar al cabo de la calle.
Sé que el gobierno posee amplio conocimiento de los problemas, pero miente y
los edulcora con falsedades planificadas. Al final, pese a Tezanos y sus fábulas,
vislumbro un balance electoral severo si no desastroso, letal. El ejecutivo compendia
todo lo escrito hasta el momento. Su faz ideológica -entre la izquierda frente
populista y el comunismo extremo, totalitario, de Podemos- queda plasmada en el
rojo único de sus banderas, bien con el puño y la rosa (lema belicoso-ornamental)
o la hoz y el martillo (mueca mordaz a la unión de obreros y campesinos).
Ahora mismo navegamos a la
deriva ante sonrojantes inepcias cuando no derroches inaceptables. Oposición e inopia
caminan tendiendo la mano a un presidente felón apoyado interesadamente por una
izquierda extrema, independentistas, afectos al terrorismo como método político
y el aluvión particular, aislado, extraño. Me resulta curioso la falta de respuesta de PP
y Ciudadanos cuando otras siglas impuras, manchadas objetivamente y absueltas
por partidos que ven la paja en ojo ajeno, se atreven a calificaciones desenfrenadas,
infames. Espero censuras sólidas, llenas de hastío, protagonizadas por una sociedad
a punto de exigir su papel estelar. Pandemia y recesión hacen que la propaganda
gubernamental, antes o después, se convierta en bumerán justiciero, castigador.
Sí, este gobierno
bermellón -a Sánchez le preocupa la deslealtad de un Iglesias imprevisible e imprescindible,
cada vez más amargo, impertinente- nos lleva a una España enlutada, de sepelio.
Observo que Pedro (presidente o pastor del cuento del lobo, me da lo mismo que
lo mismo me da) cada día se ladea con mayor obscena fruición a Podemos. Hasta tal
punto, que observadores precisos disocian el poder ministerial y el mando real
de un Iglesias jactancioso, chuleta, cuya influencia parece innegable. Es tan
totalitario que, desprovisto de inteligencia, conforma siendo gobierno su
propia oposición. Insisto, solo el instinto totalitario le insta a tener un
poder omnímodo; asentándolo sobre atributos intelectuales le llevarían al fracaso
de manera irremediable.
Vivimos en un mundo
tiránico a la vez que fantasioso. Iglesias (sujeto embaucador, botarate, al que
educadamente mandaría a su casa de Vallecas, evitando, como hizo él con los
mayores, mandarlo a la mierda) apoya la ocupación de viviendas mientras tiene
decenas de servidores públicos -guardia civil o policía nacional- custodiando el
chalet de Galapagar veinticuatro horas diarias. Su masa votante la constituye,
tras lo dicho, un amplio colectivo de cretinos al decir de Pedro Castro
(exalcalde de Getafe) cuando se preguntaba: “¿Por qué hay tanto tonto de los
cojones que vota al PP?”. Es la prueba palpable, incontrovertible, de incoherencia
populista.
Ignoro cuál será el color
de mentiras, farsas y compadreos, pero si hubiera un color concreto sería
sosias de los políticos patrios. Sobre todo, de quien nos gobiernan. Su
desfachatez les lleva a ocultar la evidencia. Cuando la muestra exhibe signos
claros, ellos se empeñan en revestirla con ropaje farisaico. Europa, ajena a las
tragaderas nativas, anuncia, por ejemplo, veinte mil muertos más por
coronavirus que la cifra ofrecida por el ministerio de sanidad. También que el
PIB ha disminuido, al menos, un veinte por ciento o que la ayuda de la Comisión
Europea (ciento cuarenta mil millones) lleva aparejada unas condiciones
rigurosas, impropias de loas y aplausos ministeriales, de autobombos necios. Si
no hay problema, sobra el planteamiento y la solución. De cajón.
Sin turismo, por irresponsabilidad
social, caos organizativo y negligencia gubernamental, con el ladrillo agarrotado
por inseguridad jurídica y falta de inversión extranjera, vamos directos a la
miseria atroz. Tal coyuntura no puede ocultarse pese a los esfuerzos de Iván
Redondo y Sánchez. Ni siquiera con ayuda desesperada de Tezanos o medios
orondos, atiborrados de subvenciones, que son casi todos. La realidad puede ocultarse
durante un tiempo determinado, luego los hechos se imponen y las proclamas
publicitarias constituyen el escenario donde, sin importar actores, la platea
siente la farsa en carne propia. Pandemia y ruina económica acabarán con el
teatro, pasaremos del rojo al negro. Queda desear que aparezcan pronto otros
colores alegres, dichosos, ilusionantes.