Objetivo fundamental de
mi actividad docente (casi cuatro décadas) era conseguir entre el alumnado que
fueran capaces de vislumbrar el presumible trasfondo en proposiciones
aparentemente triviales o absurdas dichas por un compañero. Es natural -al
igual que en una caída- la hilaridad más o menos contenida ante respuestas, tal
vez interrogantes, que consideramos fuera de toda justificación. El hecho, amén
de revelar cierta prepotencia, ligereza y crueldad, ridiculiza al protagonista atribuyéndole
además (aun sin quererlo) rasgos poco amigables cuando no tendenciosos e inciertos.
Porque, lo mismo que se aprende más de los errores que de los aciertos, siempre
puede encontrarse, al menos, una pizca de agudeza en las expresiones
previsiblemente esperpénticas. Enseñaba y aprendía, como un ejercicio participativo
e interdisciplinar, a ser tolerante, comprensivo, con quienes están alejados de
nuestros esquemas mentales.
Fuera de mi ministerio,
he intentado llevar a la práctica con toda severidad y honradez dicha pauta
social -ese meterte en la piel del otro- que se aprecia flexible, amistosa. Sin
embargo, no siempre uno es capaz de arrancarse el poso primitivo, congénito.
Según Bobbio, la ley natural prescribe buscar la paz. Eso justo me ha pasado a
mí. El sábado veintiuno al extenso mitin de Sánchez lo dejé sin sonido; al del
día siguiente, apagué el televisor. Dado mi carácter conciliador, concienzudo,
jamás pude imaginar que llegaría a medidas tan contundentes, pero es que el
personaje, ante tanta desfachatez y petulancia con la que está cayendo, merece
cualquier respuesta por desdeñosa que sea. Estar encerrado ya casi dos semanas
mientras uno de los culpables (Sánchez y el virus) monopoliza las televisiones,
imitando al rey, para no decir nada salvo echar culpas a todo bicho viviente, me
reverdece el poso originario en dos sentidos: hostilidad infinita y rebote iracundo.
Mi escepticismo
sempiterno, inquebrantable, aderezado con ingredientes eclécticos, quería
plantearse cuáles fueron las razones que llevaron a Sánchez a decretar el
Estado de Alarma con tanta dilación. Porque, a su pesar, el veinticuatro de
febrero un informe del Departamento de Seguridad Nacional (DSN), manifestaba:
“Según las estimaciones del Centro Europeo de Control de Enfermedades (ECDC),
el riesgo de que se produzcan brotes similares al que está teniendo lugar en
Italia, en otros países de Europa, se considera medio-alto. Si esto ocurriera
en España, tenemos mecanismos suficientes de contención que incluyen protocolos
clínicos, una red asistencial y de salud pública coordinada y capacidad
suficiente para el diagnóstico y tratamiento de los casos”. Con anterioridad,
no se tomaba ninguna cautela ni filtro previsor a viajeros chinos e italianos,
se permitió (seis, siete y ocho de marzo) jugar la Liga Nacional y la
manifestación feminista del día ocho. Todo, en loor de multitudes, para encomio
de los jefes.
El último renglón de lo
expresado por el DSN -una excelente cuchufleta- me produjo tal carcajada que mi
señora acudió inquieta, tensa, donde yo estaba. Quién mentía con tanta chispa,
¿el Departamento, Sánchez o los dos? Desde luego, el presidente seguro a tenor
de sus múltiples antecedentes. Un servidor (y supongo que millones de
españoles) no necesita prédicas del gobierno; tampoco de subalternos y medios satélites
cuyas nóminas dan cobertura a periodistas, tertulianos y esbirros diversos. Desde
hace tiempo predigo, adelanto, sus mensajes sin esfuerzo; el resto, siempre que
sean ciudadanos no dogmáticos, al menos tienen “la mosca tras la oreja”. Sin
duda, el poshumanismo trocó todo cimiento divino de la autoridad hacia una
visión del estado civil como cuerpo político. Surgen las Constituciones y
regímenes democráticos bajo el predominio burgués, aun perviviendo, que los
modela con matices ponzoñosos, desaprensivos.
Howell mantenía que el
estado melancólico lleva irremediablemente a la licantropía; es decir, al
momento en que, según Plauto, el hombre se convierte en lobo para el hombre.
Nuestro gobierno, espina dorsal del Estado, está melancólico; se ha tornado
salvajemente peligroso para los españoles. El análisis nos lleva
irremediablemente al Leviatán de Hobbes, quien deja una puerta abierta para que
individuos y Estado puedan recobrar la compostura pese a sus divergencias casi
irreconciliables. Hobbes, en teoría, resuelve dicha situación planteando la
soberanía como hallazgo terapéutico. Hablamos del siglo XVII y todavía padecemos
coyunturas similares, transgresiones y abusos por parte de un poder desaforado,
degradante. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero este
gobierno concede pocas expectativas al optimismo. En solo dos años ha dado
muestras suficientes para desterrar cualquier aliento.
Superado con creces el
margen de espera, abandonada la cuota candorosa, ingenua, que toda sociedad permite
al poder, es hora (dejando aparte, suspendidas, las muchas cuentas pendientes que
cortejan este instante crucial) de exigir respeto y ascendiente democráticos.
Reclamamos verdad o silencio; que se deje la proclama, el panfleto, el eslogan,
exclusivamente para los que gusten del estrado electoral, mitinero, donde cada
cual dispone de un cheque en blanco. Sin embargo, gobierno, grupos mediáticos
perjuros y comunicadores fervientes, ejercen la falacia -a veces medias
verdades o mentiras pueriles- desorientando a la sociedad y corrompiendo
nuestra soberanía. Precisamente quienes se exceden evocando una democracia plena,
son los que pisotean sus fundamentos originarios. Maquiavelo, en el siglo XVI,
afirmaba: “La política es el arte de engañar”. Quizás escape al criterio
general que cinco siglos después nos encontramos igual o peor, agregando además
la complicidad maliciosa de bastantes medios.
Dentro del acuerdo tácito
para unir esfuerzos contra la terrible pandemia, hay demasiados hechos
sometidos al hermetismo oficial. ¿Escondía Sánchez información sobre el peligro
real del coronavirus antes del 8-M? ¿Por qué, al parecer, Interior pretendía
ocultar datos referidos a incautación de material sanitario? ¿Es cierto que
diputadas socialistas analizan el coronavirus con perspectiva de género? ¿Por
qué se advierte que el gobierno central dedica todos sus esfuerzos a
culpabilizar en exclusiva al gobierno de Madrid para ocultar responsabilidades
e inutilidad propias? ¿Por qué presidente y ministros hablan cual cotorras para
no decir nada? Sánchez e Iglesias terminarán sin crédito; uno por irresponsabilidad,
por arañar el delito con diferentes visos, y otro por apostasía ética.
Pete Townshend, era el extraordinario
guitarrista de la famosa banda The Who cuyos conciertos gozaban del aplauso mundial.
En cierta ocasión, derrochó tanto entusiasmo que le llevó a romper su guitarra
ocasionando un efecto fascinante. A partir de ese momento, destrozar la
guitarra era el broche de oro en cada gala. Figuradamente, España conforma una
guitarra cuyos ejecutores no saben rasgarla, son incapaces de ejecutar ninguna melodía.
Hacerla añicos -espectáculo triste, vergonzoso, caro- es lo único que se les
ocurre para obtener alguna ovación, para aferrarse al extravagante (a la vez
que siniestro) “centelleo” de su exiguo currículum.