Se afirma que si un problema tiene solución lo inmediato es
resolverlo y si no la tiene deja de ser problema. Esta obviedad resulta engorrosa
en numerosas ocasiones. El guion catalán, artificiosamente concebido o no,
viene de lejos; tanto que ha ido mutando hasta llegar al actual callejón sin
salida viable. Sin embargo, este deterioro se ha acelerado de forma
extraordinaria durante los cuarenta últimos años. Desde su inicio, quienes llevaron
la voz cantante fueron políticos cuyas prioridades (divulgadas por la justicia)
desmintieron cualquier servicio a la sociedad mientras procuraban, con los diferentes
gobiernos centrales, equilibrios no siempre apacibles.
Decía Chomsky: “No deberíamos estar buscando héroes, deberíamos
estar buscando buenas ideas”. Adolfo Suárez supo avenir al héroe, con ideas, en
la persona de Josep Tarradellas. Cierto que aquellos años (mil novecientos
setenta y siete) exigían el rescate de instituciones y partidos para forjar a
poco la democracia requerida por un pueblo ahíto de libertad. Pese a lo dicho,
Suárez tuvo el arrojo suficiente para enfrentarse a poderosos sectores -todavía
vivos- del anterior régimen. Entre abril y octubre del mencionado año, legalizó
el PCE y restableció la Generalidad Catalana. Este empeño significó para el presidente
pasar a los anales de la Historia con letras de oro.
Corría el año mil novecientos ochenta, cuando Jordi Pujol (Convergencia
y Unión) se hizo con la presidencia de Cataluña. Durante dos décadas, partiendo
de la Ley de Normalización Lingüística, fue introduciendo el catalán como
lengua vehicular de enseñanza, así como un adoctrinamiento escolar -continuados
posteriormente- cuyas consecuencias ulteriores se ven hoy en toda su trascendencia.
Desde Suárez hasta la actualidad, todos los presidentes del gobierno han
necesitado, antes o después, el apoyo de CiU para conseguir una mayoría
consolidada. Ni PSOE ni PP fueron capaces de proteger los derechos conculcados
por esta dictadura lingüística, pese a las denuncias realizadas por padres que
solicitaban educación en castellano.
Esta circunstancia permitió que la sociedad, nutrida por
eslóganes tramposos y falacias de todo tipo, se fuera radicalizando. Eran los
hijos de aquella invasión migrante, de quienes huían del hambre mientras se les
azotaba con aquel epíteto vil: charnego. Yo viví aquellos sesenta alfabetizando
obreros textiles provenientes de todos los rincones. Andaluces, gallegos,
aragoneses, extremeños, castellanos, murcianos; el conjunto cabía para los
catalanes en un gentilicio, castellanos. Significaba la resultante de confundir
lugar de procedencia e idioma común. Entonces no se habían desatado aún las
pasiones independentistas; unos y otros vivían en fraternidad, tal vez algo
impostada. Mis patrones (señora muy mayor, matrimonio e hija) eran catalanes rancios
-al punto que la abuela no hablaba castellano- y comentaban con frecuencia que
aquellos forasteros les quitaban el trabajo a los nativos. ¡Qué recuerdos tan gratos
vividos con veintiún años!
Lógicamente, constituida la Autonomía, ningún político era
independentista en puridad. Cierto que agitaban tal señuelo, con una mano, a la
vez que extendían la otra para recibir alguna compensación económica o traspaso
de competencias. Todos, sin excepción, durante varias décadas guardaron el
statu quo sin atreverse a superar semejante línea tácita de confluencia. Hace
unos años, cuando los primeros adoctrinados se hicieron adultos, la sociedad
violentó el rumbo previsto por CiU, ERC, CUP, e incluso PSOE y PP. Entonces los
dos primeros tuvieron que ponerse al frente de la manifestación, tal vez contra
su voluntad. PSOE, titubeando, junto a PP, tuvieron que dar un giro copernicano
y alejarse del mantra diálogo. Algunos tertulianos maniqueos, taimados, blanden
la rigidez del PP como causa indiscutible en el aumento progresivo de
independentistas.
Sí, PP y PSOE son corresponsables solidarios del fiero
independentismo, que enciende hoy Cataluña, por no atajar de raíz los primigenios
guiños identitarios e ilegales. Directamente culpables son el PSC, CiU y ERC
por alimentar extremas aventuras nacionalistas, sin medir su alcance en justa
medida, y por engañar a los catalanes haciéndoles virtuales habitantes de
Jauja. Pese al proceso judicial en curso, todavía gobernantes y gobernados
siguen albergando sueños que les llevan de forma inmisericorde a un laberinto
de penuria, enfrentamiento y/o frustración. Ni Europa ni España les va a
permitir (por muchas alusiones a la urdimbre democrática que empleen) quebrar
un país con muchos siglos de historia común.
Las importantes pulsiones independentistas que siente gran
parte de la sociedad catalana, se ven superadas por sentimientos adversos
mayoritarios de la sociedad típicamente española. Se habla del crecimiento
independentista, pero se obvia el agigantamiento españolista cuya realidad no
interfiere, de momento, en la convivencia de catalanes y resto de españoles,
sea cual el espacio de referencia. Esto, que se advierte a la legua, también
preocupa al conjunto de políticos con posibilidades de gobierno. Cualquier
error en la acción autonómica arrastraría al ostracismo, a una existencia
testimonial, si no a la desaparición casi definitiva del partido.
Cataluña tiene dos problemas difíciles, complejos: uno
interno y otro externo. Estoy convencido de que, al menos, PDCAT y ERC son
conscientes de la inviabilidad de independizarse nunca. Pese a ello -que no
tiene discusión- el colectivo independentista, muy activo, se volcaría con la
CUP y Puigdemont gestando peligrosos escenarios. Aunque les resultara casi
imposible normalizar semejante desequilibrio, PDCAT y ERC no pueden abandonar
un barco claramente a la deriva. Podemos, adscrito a dar utópicas soluciones
revolucionarias, no cuenta. Queda un PSOE que se tienta los machos porque es
diferente acometer la moción de censura a apuntalar una investidura con el
independentismo. Se impone la realidad utilitaria, tosca, del párrafo anterior.
Así, envuelta en una vorágine irreflexiva, onerosa, absurda, queda
Cataluña. Quienes mantienen esperanzas resolutivas de diálogo, en su fuero
interno comprenden que solo conseguirían dilatar sine die (huérfanos de asentar
soluciones factibles) un asunto purulento, sucio, insoluble. La polémica ha
llegado al punto de no retorno, de enquistamiento bajo la mirada perpleja de un
país que no se encuentra en las mejores condiciones de tragar carros y
carretas. Allá cada cual con sus acciones, promesas, cumplimientos e
incumplimientos. Desde luego, estos no les saldrán gratis.