sábado, 27 de abril de 2013

UTOPÍA Y FRUSTRACIÓN


Aunque Platón en La República (siglo IV a C) deja subyacer el término utopía, no es hasta el siglo XVI d C cuando Tomás Moro lo concibe al escribir Utopía. Etimológicamente puede entenderse como lo que no tiene ubicación, carece de lugar; aquello que no existe. La RAE define el vocablo: “Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece irrealizable en el momento de su formulación”. Asimismo, utópico califica a quien pertenece o tiene consonancia con la utopía. Sin embargo, su materialización, ese vano objetivo de dotarle asiento vertebral, va más allá de la literatura, de lo semántico.

El individuo recorre su existencia a lomos de la utopía. Cualquier empeño vital es un constante caminar a ninguna parte, una eterna cruzada para conseguir algo sin posibilidad de éxito. No impera el azar, somos esclavos del destino flemático, indeterminado e inaccesible. Desconozco si tal conclusión emana de la experiencia personal, propiciada por los años, o es inmanente a quienes gozamos (quizás penamos) reminiscencias de una cultura grecorromana teñida por influjos cristianos. Desde luego, somos un pueblo mitómano y, al final, nos asimilamos a las aves cuando fuerzan su aparición rompiendo la cáscara de forma mecánica, natural, ingénita.

Invertimos nuestras vidas en una búsqueda sempiterna e infructuosa. A nivel particular, buscamos la felicidad, ese estadio apetecido y juguetón. Conjuntamente, el hombre persigue un sistema de convivencia que aporte paz y armonía; anhelo complejo, huidizo, acreedor. Nada nos viene dado por casualidad, tampoco de forma antojadiza, menos aún gratuita. Salvo que nuestro prójimo acaricie o registre santidad, su auxilio hay que pagarlo a la manera de una transacción comercial. Tal vez sea esta la razón (sinrazón) que silencian políticos y adláteres para trincar a manos llenas, mientras consideran tal esquilme un reintegro extraoficial si bien atípico. Por si faltara algo, comunicadores y contertulios -a su servicio, sin duda- se desgañitan afirmando que los políticos ganan poco. Hago una pregunta. Si damos por cierta su remuneración, ¿les lleva a semejante sacrificio un espíritu de servicio, son majaderos integrales o el estipendio supera sus méritos? Responda el amable lector.

Cuando, en contadas ocasiones, me manifiesto intelectualmente ácrata (como único medio de sintetizar compromiso, convicción y libertad) se me tilda de ingenuo. Consideran, supongo, algún aspecto del dogma: socialismo científico y socialismo utópico.  Es evidente que el anarquismo es utópico, pero no más que cualquier otro sistema liberal. También aquel que Winston Churchill adjetivaba como el menos malo de los posibles. Se refería a la democracia, tan quimérica como la supresión del poder. Treinta años de experiencia democrática muestran en demasía la extraordinaria patraña organizada. Soberanía popular y subterfugio son alocuciones sinónimas, imbricadas; catalizadores -al unísono- que aprovechan los políticos para perpetuarse en el poder y vivir a lo grande.

De lo dicho, se desprende que sólo existen dictaduras; dominio del poder en sus diversas manifestaciones porque no consiente ninguna franquicia, aunque lo parezca. Imposibilita su desaparición al tiempo que elude compartir el provecho negando todo usufructo. Nazismo y totalitarismo protagonizan la expresión más execrable e inhumana del poder. Cercanas a ellos se encuentran las teocracias fundamentalistas, vestigio extemporáneo de un Medievo superado. Los regímenes autárquicos, bien personales ya elitistas, suelen generarse cuando una convivencia aceptable presenta rasgos que entran en conflicto, si no enfrentamiento suscitado por razones étnicas o clasistas inducidas. Las democracias liberales concilian asimétricamente (término muy ingenioso) derechos ciudadanos con ambiciones del poder. El sistema deja respirar al individuo mientras sea contribuyente pues le obsesiona mantener viva la gallina de los huevos de oro.

Si yo hubiese vivido bajo el régimen feudal o absolutista, mi situación -respecto a la garantía de derechos y libertades- hubiera sido mejor que en un estado nazi, totalitario e incluso teocrático. Parecida, si salvamos los avances naturales, a sistemas dictatoriales   y democracia. Veamos. Todos los “ismos” actuales deben dejarse aparte, cual apestados crueles e implacables. Feudalismo, absolutismo y dictadura se asientan en poderes regios, sobrenaturales o elitistas, que admiten la persecución del refractario, la arbitrariedad y el proselitismo. Las democracias pecan de los mismos excesos. Cambian los tomadores del poder. Ahora se apellidan globalización, agentes sociales y partidos políticos. Entes, en fin, impersonales, confusos, difíciles de controlar. Cambian con facilidad, al igual que los virus, su secuencia.

Conjugados (¿por qué no conjurados?) partidos, financieros, sindicatos y judicatura, consuman un escenario que disgusta a quienes, nacidos en dictadura, buscábamos mejorar en democracia. Desconcierta a aquellos que ignoran otros regímenes, pero este les postra y les destruye. A poco se dan cuenta que (más allá de las palabras, de los cánticos de sirena) la vida no se regala; por el contrario es una lucha eterna, sin final. El hombre busca justicia, paz, felicidad; definitivamente, persigue la utopía y se topa sin remedio con la frustración. Para evitarla, en el próximo proceso electoral piensen, analicen y actúen. 

sábado, 20 de abril de 2013

LAS CARAS DEL TOTALITARISMO


Por suerte, los españoles jamás padecimos, en conjunto, la terrorífica opresión que impone el totalitarismo. Si bien es cierto que grupos concretos sintieron los efectos de la vesania durante la Guerra Civil, tal escenario no puede considerarse rúbrica general e inequívoca de un régimen totalitario. Judíos, mencheviques, bolcheviques caídos en desgracia y otras etnias hostigadas, padecieron el horror y la muerte que llevan adosados nazismo y comunismo. Sus métodos, aun sus objetivos, tienden a confundirse porque, desde presupuestos diferentes, buscan el control de la sociedad al precio que sea. Quiméricos sus fines (extraídos del santuario doctrinal) los medios adquieren un protagonismo absoluto. La deshumanización, la incertidumbre y el exterminio adquieren carta de naturaleza, están ligados a su esencia. El fascismo italiano supuso una erupción juvenil, un acné, de los anteriores.

España es diferente, viene a constituir la reseña tópica no ya del país sino de sus moradores. Algunos comportamientos y estilos de vida constatan lo acertado del eslogan. Dos partidos mayoritarios hoy, y sus respectivas eminencias, han tomado la errónea costumbre de alimentarse unos con las viandas del complejo, mientras otros (amparados por tan llamativo fallo) explotan una hipotética autoridad moral ayuna de sustento, falsa. Así, sin impedimento, estos cuelgan a aquellos el consabido chorreo de etiquetas obsesivas: fascistas, fachas, ultras, nacionalcatólicos, antisociales, etc. Utilizan estrategias, cien por cien nazis, para desprestigiar al rival. Suelen conseguirlo y crean además una percepción ciudadana que admite el maniqueísmo como efluvio lógico, fuente inagotable de medida y justicia.

Últimamente se suelen culminar las palabras con la acción; indignos personajes consiguen coronar la retórica subvirtiendo el valor del escarnio y del acoso entre las gradaciones antidemocráticas. Cuando disminuye el número de ciudadanos seducidos por epítetos que los años hacen perder entidad histórica, ciertos estrategas enmiendan la táctica. Poco les preocupa restar crédito político o social al adversario para conseguir el poder, al socaire de las formas democráticas. Ahora no importa pisotear el ritual; los tiempos requieren tomarlo de inmediato. Por ello fomentan escaramuzas, desenfrenos; en definitiva, toman la calle. El personal, cansado de burlas, de olvidos, acepta un papel sumiso, derrotado; a veces -contra todo pronóstico- se envuelve de rebelde con causa y realiza una cruzada que extinga la aridez del campo político.

Venimos arrastrando, sin conciencia clara, ciertas carencias democráticas en quienes, curiosamente, se declaran defensores a ultranza de las mismas. Amantes confesos de aquellas normas que permiten una convivencia solidaria, justa y pacífica, acatan la Ley (por el contrario) sólo cuando les beneficia. Cada paso que nos separa del respeto a sentencias firmes, cada licencia que se perpetre sin correctivo, cada manifestación agria, inclemente, nos acerca al mundo totalitario. Muchos dicen detestarlo, pero sus venialidades descubren un talante opuesto, reprensible. Cuidémonos de ellos.

El gobierno catalán lleva décadas incumpliendo sentencias de diferentes estamentos judiciales. Resulta difícil entender que, quienes contraen obligación de acatar y hacer cumplir la Ley, son los primeros en escarnecerla. Una sentencia del TSJC que obliga a garantizar la enseñanza en castellano, ha sido el último motivo de burla por parte de la señora Rigau, consejera del departamento. Sin embargo, más grave que triturar el Estado de Derecho es esa recalcitrante actitud consentidora del ejecutivo hasta hoy, pues aparece en el horizonte una mínima e insólita posibilidad de su inhabilitación por parte de la fiscalía. Yo, no me lo creo. Veremos.

En España tenemos malos políticos, asimismo peores consejeros. Somos, no obstante, expertos - delicados, quizás- evasores (qué duda cabe) de vocablos directos, agresivos o diáfanos. Escrache, no es un término; es una filigrana y su importador un genio. Casi homófono de escabeche, líquido para teñir las canas en su tercera acepción, la palabra colorea de mesura auténticas hordas, infamias y agresiones; porque, como ya sabemos, del dicho al hecho hay un trecho. Sería inútil rebatir la miseria que embarga el entorno. Innecesario jurar la existencia de gente que no puede pagar su hipoteca. Indignante desconocer la multitud que puede quedarse sin techo. Del mismo modo, es injusto aunar culpables y tiempos. ¿Acaso alguien pretende dividendos a la ida y a la vuelta?

Acérrimo seguidor de coloquios y debates políticos, observo con inquietud el aumento exponencial de estilos turbulentos, muestra palpable de necedad, dogmatismo e intolerancia. Complementan, seguro, estos vicios altas dosis de soberbia. Creo innecesario concretar programas o personas, pues quienes ocupamos parte de nuestro tiempo en acopiar puntos para posterior análisis y reflexión, conocemos detalles, maneras, argumentos e individuos. Sí, reitero. Nosotros no sentimos los totalitarismos, su locura; pero, al igual que una vacuna, nos están inoculando rasgos rebajados del terror, apogeo de la verdadera manifestación.  

 

          

viernes, 12 de abril de 2013

BIPARTIDISMO E INGOBERNABILIDAD


Ortega dijo aquello de “yo soy yo y mi circunstancia”, conciliando racionalismo y vitalismo, materia y fenómeno. Sin desdeñar un ápice el razonamiento de tan insigne maestro, he de exponer mi humilde desacuerdo con tal aserto. Creo que uno, sólo es lo que es sin más; la circunstancia ratifica virtudes o vicios, ya existentes, que de no ser por ella permanecerían ocultos pero formando parte inequívoca de su entraña. Ocurre algo parecido a lo que la luz, coyuntura, descubre de mate o brillo (cualidades intrínsecas) en los cuerpos y que las sombras renuncian a cotejar su vivencia.  

 
El hombre, a lo largo del devenir personal, pasa por diversas vicisitudes que le llevan a cambiar de estilo y de opinión. Años atrás, cuando las vacas venían rollizas, todo iba sobre ruedas. Atiborrados de holgura, desatendíamos la cosa pública, dejábamos que proliferasen políticos ineptos o corruptos, ignorábamos el concierto e impostura de la clase política, hoy convertida (a la sazón) en casta omnipotente, privilegiada y trincona. Europa sentía admiración por una España convertida en oasis de paz y ventura. Suscitaba, al tiempo, cierto germen de envidia insana que ahora parece evidenciarse sin límite. Quizás recibamos el desafecto de quienes -arruinados por una partición impuesta- recibieron auxilio solidario y amistoso. Éramos los mismos, pero ahora proferimos ácidas críticas e imputamos corrupción generalizada a quienes, hace poco, enaltecíamos juiciosa o equivocadamente. Ni políticos ni nosotros hemos cambiado; es cuestión de referencia.

 
La crisis económica, seis millones de parados, diez millones abatidos por la pobreza, junto a una corrupción general y fomentada, han encendido un escenario político-social inquietante. El individuo empieza a ver aquello que antes ocultaba la bonanza. Ahora advertimos nítidamente la opacidad de la Corona (injusta e intolerable), el presunto latrocinio de prebostes eternizados en el poder por un votante acérrimo, el derroche árido del dinero común, el nepotismo histórico, inmune a promesas falsas y compromisos vacuos. En fin, el incumplimiento reiterado, aun jactancioso, de la Ley por un nacionalismo prepotente, voraz e impune, al que dejan recrear una ley selvática cuyas motivaciones distan demasiado del interés general.

 
PP y PSOE, PSOE y PP, ambos a dos, son culpables únicos de los amargos momentos que estamos viviendo. El ciudadano, reducido a contribuyente, va descubriendo poco a poco el papel protagonizado por dichas siglas hasta llegar al callejón sin salida en que nos encontramos. La quiebra económica real se opone a la quimera de aquellos que ven signos optimistas ya o muy próximos. Una justicia (acompañada de sindicatos y patronal en el chalaneo al gobierno de turno, con mayor énfasis si es socialista) junto al resquebrajamiento de aquellos partidos mayoritarios -en horas bajas- acrecientan la sensación de naufragio. Los sucesivos gobiernos han mostrado una incapacidad total para hacer cumplir la Ley, para plegarse a la soberanía popular. Cargar sobre las exhaustas espaldas de la clase media toda estrategia que permitiese superar esta crisis, sumado a que aquí cada uno hace lo que le viene en gana (Cataluña y Andalucía) de forma impune y el abandono a su suerte del ciudadano, abona el desapego a los políticos.

 
Según la última encuesta del CIS, la caída de PP y PSOE en estimación de voto es notable. Entre los dos no llegan al cincuenta por ciento. Se evidencia, a la par, el aumento de IU y UPyD con porcentajes cercanos al quince. Algunos analistas y tertulianos proclaman a voz en grito el final del bipartidismo. Pareciera que tal constatación arroja el lastre necesario para la buena gobernanza; en todo caso, aniquilará definitivamente la arrogancia con que repartieron prebendas o aceptaron respaldos precisos previo pago y reconocimiento. Uno y otro se manifestaron firmes, implacables, con el débil pero sumisos, casi serviles, con el fuerte. Ahora pagan su error.

 
Una ojeada a la Historia nos dejaría alarmados. Cuando a principios del siglo XX se arrinconó la alternancia política entre liberales y conservadores, España quedó expuesta a tal grado de inestabilidad que favoreció la dictadura primorriverista para atajarla. Fue peor el remedio que la enfermedad a juzgar por los hechos posteriores. Se vislumbra, en la venidera cita electoral, un resultado tan incierto que pudiera provocar un Estado ingobernable, donde el pacto de dos partidos -incluso tres- será insuficiente para alcanzar una mayoría amplia. Inauguraremos un oscuro periodo fluctuante que añadido a la idiosincrasia del español puede acarrear nuevo y angustioso periplo anárquico, cuyos tics -de hecho- ya estamos observando en determinados colectivos y Comunidades Autónomas. 

 
El hundimiento de la cultura democrática atrajo siempre a los fascismos. A propósito, hemos de tener cuidado con salvadores y revoluciones constructivas. Los políticos, a su vez, deben pensar que la democracia ha de ser capaz de satisfacer cualquier deseo ciudadano, sus derechos e intereses aun contra toda merced particular o partidista. Si el individuo se siente maltratado, su desafección puede llevarle (comprensiblemente) a entrever en el gobierno único la fórmula eficaz para superar una situación abusiva. Los problemas que crea un prototipo de democracia no pueden resolverse con la misma por ese principio irrefutable de: “quien crea el problema no puede formar parte de su solución”. Sería bueno que los políticos dejaran de mirarse el ombligo y los ciudadanos apartaran cualquier dogma esclavizador.

  

 

 

 

sábado, 6 de abril de 2013

MAESTROS Y CONSEJO PARA LA TRANSICIÓN NACIONAL CATALANA


Los males nunca vienen solos, aclara un dicho popular. En esta ocasión, debiéramos cambiar el contenido para ajustarlo a la realidad y sugerir que las noticias cómicas, bufas, suelen llegar como las damas al baño: de dos en dos. Días atrás, se revelaron con muy mala leche (perdón, sin apreciar su inclemencia) detalles concluyentes de las Oposiciones para maestros celebradas en Madrid hace dos años. Un examen asequible, simple, generó excesivo porcentaje de suspensos; estampa repetida, pasmosa e insólita. Ciertas respuestas, si bien anecdóticas, debieran avergonzar no a los protagonistas -que también- sino al Ministerio responsable del desbarajuste. Sin embargo, acostumbrados a la mediocridad que inunda el entorno, admitimos con gracia el incidente, quizás síntoma monstruoso.

Un sufrido opositor, en crónica que publicó cierto diario escrito, calificaba la prueba de “encerrona” porque ellos, añadía, se habían preparado para algo “normal”; calificativo, cuanto menos beligerante, acogido por compañeros cuyas opiniones, expuestas en forma de sondeo, complementaron el reportaje. A mí, particularmente, me inquietó el vocablo “normal” asignado a la naturaleza de su preparación opositora. Recorrí, hace ya demasiado tiempo, el mismo camino y nunca se me ocurrió pensar que un tribunal (hermético pero no marrullero, creo) sometiera a mis condiscípulos opositores -y a mí mismo, claro- a un concurso “anormal”, con esa carga tácita cercana a los horrores que pudiera propiciar cualquier medieval potro de los tormentos.

Nadie osaría, aun subordinado a talante subjetivo e irascible, clasificar la prueba de enrevesada o tramposa. Antes bien, podría considerarse -dado el nivel de conocimientos necesario para dar adecuada respuesta- la incuestionable constatación de por qué estamos donde estamos, según los diferentes informes PISA y la ausencia de universidades españolas en esa relación que conforman las doscientas mejores del mundo. Corriendo un tupido e indulgente velo sobre tan increíbles y chuscas respuestas de que la gallina es un mamífero o de que el Duero pasa por Madrid, disculpo con sonrojo a los examinandos ajeno a sentimientos de compasiva afabilidad o cautivado por una disparatada apología corporativista. La LOGSE y las competencias autonómicas que contribuyeron a la incuria cultural y a la disgregación tribal del conocimiento humanístico, respectivamente, comparten el triste estigma de generar tan invocada dualidad causa-efecto.

Por azar, la pasada semana llegó a mi alcance otra noticia chocante. Opuesta a la anterior, esta integraba una carga (cuanto menos dramática) que pudiera transformarse a la postre en trágica. Mas, don Arturo, presentaba al catalanismo -vestía de largo- el Consejo para la Transición Nacional, compuesto por trece prebostes y “prebostas” (en particular y original contribución lingüística de la señora Aido) que regalan sus selectos servicios a tan eximia causa. Si el escenario pedagógico da pie al retortijón (dicho en tono jocoso), el marco soberanista ahuyenta la realidad, probablemente la cordura, para originar un venero de ensueños caóticos; tal vez una explosión de quimera, de arcadia utópica; a lo sumo, o no tanto, una neurosis colectiva pergeñada en treinta años de competencia educativa. Al final, ambas novedades conllevan el mismo punto de partida.

Releyendo aportaciones y currículos, observo que la lista prima (dado el número de integrantes) está copada por letrados y economistas que dan cabida a empresarios, filólogos y algún experto en ética y liderazgo, términos hoy gaseosos. Leo con extrañeza que a uno de ellos le gusta la fiesta nacional. Es el verso suelto o la rúbrica oscilante -quién sabe- de tolerancia a toro pasado, nunca mejor dicho. Resulta, además, un valioso asidero por si necesitaran legitimar cualquier opción. Exhiben, sin excepción, un rasgo común, armónico con el perfil deseado: son independentistas. Atesoran, no obstante, otros atributos menos atractivos, en principio, aunque rocen la excelencia intelectiva y profesional. Alguno, al parecer, vislumbra una indeterminada amenaza en el ejército. Hace bien, pues la respuesta del general Batet en mil novecientos treinta y cuatro, adiestra al gato escaldado a huir del agua fría.

Prejuzgo que ninguno de los trece suspendería la tan traída y llevada prueba de la Oposición madrileña por dos razones. Primera, porque no ingirieron el potingue de la escuela comprensiva y segunda porque el compendio cultural carece de enjundia para vencer a tan ilustres mentores, miembros de ese consejo parejo al de ancianos indio. Asimismo, no me cabe duda de que su trabajo, las conclusiones que se plasmen en el documento-proyecto, merecerán (ante ese tribunal constituido por muchos catalanes y el resto de españoles) no sólo un suspenso sin paliativos, sino una repulsa total cuando no un desafecto definitivo proveniente del hartazgo pecuniario.

España, a lo que se ve, lamenta el bajo nivel cultural de quienes pretenden impartir enseñanza, por tanto el de toda la colectividad. Le produce, al compás, cierto regocijo porque no hay peor censor que el necio. A la vera, le preocupa y enerva la deriva soberanista de Cataluña, vestigio efectivo de la ceguera histórica de nuestros gobernantes, execrable si se atrincheran en cicaterías tribales. España, en esta ocasión, pierde la sonrisa pero aprieta la cartera con la mano, por si acaso.