Aunque Platón en La República (siglo IV a C) deja subyacer el término
utopía, no es hasta el siglo XVI d C cuando Tomás Moro lo concibe al escribir
Utopía. Etimológicamente puede entenderse como lo que no tiene ubicación,
carece de lugar; aquello que no existe. La RAE define el vocablo: “Plan,
proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece irrealizable en el momento
de su formulación”. Asimismo, utópico califica a quien pertenece o tiene consonancia
con la utopía. Sin embargo, su materialización, ese vano objetivo de dotarle
asiento vertebral, va más allá de la literatura, de lo semántico.
El individuo recorre su existencia a lomos de la utopía. Cualquier empeño
vital es un constante caminar a ninguna parte, una eterna cruzada para
conseguir algo sin posibilidad de éxito. No impera el azar, somos esclavos del
destino flemático, indeterminado e inaccesible. Desconozco si tal conclusión
emana de la experiencia personal, propiciada por los años, o es inmanente a
quienes gozamos (quizás penamos) reminiscencias de una cultura grecorromana
teñida por influjos cristianos. Desde luego, somos un pueblo mitómano y, al
final, nos asimilamos a las aves cuando fuerzan su aparición rompiendo la
cáscara de forma mecánica, natural, ingénita.
Invertimos nuestras vidas en una búsqueda sempiterna e infructuosa. A nivel
particular, buscamos la felicidad, ese estadio apetecido y juguetón. Conjuntamente,
el hombre persigue un sistema de convivencia que aporte paz y armonía; anhelo
complejo, huidizo, acreedor. Nada nos viene dado por casualidad, tampoco de
forma antojadiza, menos aún gratuita. Salvo que nuestro prójimo acaricie o
registre santidad, su auxilio hay que pagarlo a la manera de una transacción
comercial. Tal vez sea esta la razón (sinrazón) que silencian políticos y
adláteres para trincar a manos llenas, mientras consideran tal esquilme un
reintegro extraoficial si bien atípico. Por si faltara algo, comunicadores y
contertulios -a su servicio, sin duda- se desgañitan afirmando que los
políticos ganan poco. Hago una pregunta. Si damos por cierta su remuneración,
¿les lleva a semejante sacrificio un espíritu de servicio, son majaderos
integrales o el estipendio supera sus méritos? Responda el amable lector.
Cuando, en contadas ocasiones, me manifiesto intelectualmente ácrata (como
único medio de sintetizar compromiso, convicción y libertad) se me tilda de ingenuo.
Consideran, supongo, algún aspecto del dogma: socialismo científico y
socialismo utópico. Es evidente que el
anarquismo es utópico, pero no más que cualquier otro sistema liberal. También
aquel que Winston Churchill adjetivaba como el menos malo de los posibles. Se
refería a la democracia, tan quimérica como la supresión del poder. Treinta
años de experiencia democrática muestran en demasía la extraordinaria patraña
organizada. Soberanía popular y subterfugio son alocuciones sinónimas,
imbricadas; catalizadores -al unísono- que aprovechan los políticos para
perpetuarse en el poder y vivir a lo grande.
De lo dicho, se desprende que sólo existen dictaduras; dominio del poder en
sus diversas manifestaciones porque no consiente ninguna franquicia, aunque lo
parezca. Imposibilita su desaparición al tiempo que elude compartir el provecho
negando todo usufructo. Nazismo y totalitarismo protagonizan la expresión más
execrable e inhumana del poder. Cercanas a ellos se encuentran las teocracias
fundamentalistas, vestigio extemporáneo de un Medievo superado. Los regímenes
autárquicos, bien personales ya elitistas, suelen generarse cuando una
convivencia aceptable presenta rasgos que entran en conflicto, si no
enfrentamiento suscitado por razones étnicas o clasistas inducidas. Las
democracias liberales concilian asimétricamente (término muy ingenioso)
derechos ciudadanos con ambiciones del poder. El sistema deja respirar al
individuo mientras sea contribuyente pues le obsesiona mantener viva la gallina
de los huevos de oro.
Si yo hubiese vivido bajo el régimen feudal o absolutista, mi situación
-respecto a la garantía de derechos y libertades- hubiera sido mejor que en un
estado nazi, totalitario e incluso teocrático. Parecida, si salvamos los
avances naturales, a sistemas dictatoriales
y democracia. Veamos. Todos los “ismos” actuales deben dejarse aparte,
cual apestados crueles e implacables. Feudalismo, absolutismo y dictadura se
asientan en poderes regios, sobrenaturales o elitistas, que admiten la
persecución del refractario, la arbitrariedad y el proselitismo. Las
democracias pecan de los mismos excesos. Cambian los tomadores del poder. Ahora
se apellidan globalización, agentes sociales y partidos políticos. Entes, en
fin, impersonales, confusos, difíciles de controlar. Cambian con facilidad, al
igual que los virus, su secuencia.
Conjugados (¿por qué no conjurados?) partidos, financieros, sindicatos y
judicatura, consuman un escenario que disgusta a quienes, nacidos en dictadura,
buscábamos mejorar en democracia. Desconcierta a aquellos que ignoran otros
regímenes, pero este les postra y les destruye. A poco se dan cuenta que (más
allá de las palabras, de los cánticos de sirena) la vida no se regala; por el
contrario es una lucha eterna, sin final. El hombre busca justicia, paz,
felicidad; definitivamente, persigue la utopía y se topa sin remedio con la
frustración. Para evitarla, en el próximo proceso electoral piensen, analicen y
actúen.