viernes, 12 de abril de 2013

BIPARTIDISMO E INGOBERNABILIDAD


Ortega dijo aquello de “yo soy yo y mi circunstancia”, conciliando racionalismo y vitalismo, materia y fenómeno. Sin desdeñar un ápice el razonamiento de tan insigne maestro, he de exponer mi humilde desacuerdo con tal aserto. Creo que uno, sólo es lo que es sin más; la circunstancia ratifica virtudes o vicios, ya existentes, que de no ser por ella permanecerían ocultos pero formando parte inequívoca de su entraña. Ocurre algo parecido a lo que la luz, coyuntura, descubre de mate o brillo (cualidades intrínsecas) en los cuerpos y que las sombras renuncian a cotejar su vivencia.  

 
El hombre, a lo largo del devenir personal, pasa por diversas vicisitudes que le llevan a cambiar de estilo y de opinión. Años atrás, cuando las vacas venían rollizas, todo iba sobre ruedas. Atiborrados de holgura, desatendíamos la cosa pública, dejábamos que proliferasen políticos ineptos o corruptos, ignorábamos el concierto e impostura de la clase política, hoy convertida (a la sazón) en casta omnipotente, privilegiada y trincona. Europa sentía admiración por una España convertida en oasis de paz y ventura. Suscitaba, al tiempo, cierto germen de envidia insana que ahora parece evidenciarse sin límite. Quizás recibamos el desafecto de quienes -arruinados por una partición impuesta- recibieron auxilio solidario y amistoso. Éramos los mismos, pero ahora proferimos ácidas críticas e imputamos corrupción generalizada a quienes, hace poco, enaltecíamos juiciosa o equivocadamente. Ni políticos ni nosotros hemos cambiado; es cuestión de referencia.

 
La crisis económica, seis millones de parados, diez millones abatidos por la pobreza, junto a una corrupción general y fomentada, han encendido un escenario político-social inquietante. El individuo empieza a ver aquello que antes ocultaba la bonanza. Ahora advertimos nítidamente la opacidad de la Corona (injusta e intolerable), el presunto latrocinio de prebostes eternizados en el poder por un votante acérrimo, el derroche árido del dinero común, el nepotismo histórico, inmune a promesas falsas y compromisos vacuos. En fin, el incumplimiento reiterado, aun jactancioso, de la Ley por un nacionalismo prepotente, voraz e impune, al que dejan recrear una ley selvática cuyas motivaciones distan demasiado del interés general.

 
PP y PSOE, PSOE y PP, ambos a dos, son culpables únicos de los amargos momentos que estamos viviendo. El ciudadano, reducido a contribuyente, va descubriendo poco a poco el papel protagonizado por dichas siglas hasta llegar al callejón sin salida en que nos encontramos. La quiebra económica real se opone a la quimera de aquellos que ven signos optimistas ya o muy próximos. Una justicia (acompañada de sindicatos y patronal en el chalaneo al gobierno de turno, con mayor énfasis si es socialista) junto al resquebrajamiento de aquellos partidos mayoritarios -en horas bajas- acrecientan la sensación de naufragio. Los sucesivos gobiernos han mostrado una incapacidad total para hacer cumplir la Ley, para plegarse a la soberanía popular. Cargar sobre las exhaustas espaldas de la clase media toda estrategia que permitiese superar esta crisis, sumado a que aquí cada uno hace lo que le viene en gana (Cataluña y Andalucía) de forma impune y el abandono a su suerte del ciudadano, abona el desapego a los políticos.

 
Según la última encuesta del CIS, la caída de PP y PSOE en estimación de voto es notable. Entre los dos no llegan al cincuenta por ciento. Se evidencia, a la par, el aumento de IU y UPyD con porcentajes cercanos al quince. Algunos analistas y tertulianos proclaman a voz en grito el final del bipartidismo. Pareciera que tal constatación arroja el lastre necesario para la buena gobernanza; en todo caso, aniquilará definitivamente la arrogancia con que repartieron prebendas o aceptaron respaldos precisos previo pago y reconocimiento. Uno y otro se manifestaron firmes, implacables, con el débil pero sumisos, casi serviles, con el fuerte. Ahora pagan su error.

 
Una ojeada a la Historia nos dejaría alarmados. Cuando a principios del siglo XX se arrinconó la alternancia política entre liberales y conservadores, España quedó expuesta a tal grado de inestabilidad que favoreció la dictadura primorriverista para atajarla. Fue peor el remedio que la enfermedad a juzgar por los hechos posteriores. Se vislumbra, en la venidera cita electoral, un resultado tan incierto que pudiera provocar un Estado ingobernable, donde el pacto de dos partidos -incluso tres- será insuficiente para alcanzar una mayoría amplia. Inauguraremos un oscuro periodo fluctuante que añadido a la idiosincrasia del español puede acarrear nuevo y angustioso periplo anárquico, cuyos tics -de hecho- ya estamos observando en determinados colectivos y Comunidades Autónomas. 

 
El hundimiento de la cultura democrática atrajo siempre a los fascismos. A propósito, hemos de tener cuidado con salvadores y revoluciones constructivas. Los políticos, a su vez, deben pensar que la democracia ha de ser capaz de satisfacer cualquier deseo ciudadano, sus derechos e intereses aun contra toda merced particular o partidista. Si el individuo se siente maltratado, su desafección puede llevarle (comprensiblemente) a entrever en el gobierno único la fórmula eficaz para superar una situación abusiva. Los problemas que crea un prototipo de democracia no pueden resolverse con la misma por ese principio irrefutable de: “quien crea el problema no puede formar parte de su solución”. Sería bueno que los políticos dejaran de mirarse el ombligo y los ciudadanos apartaran cualquier dogma esclavizador.

  

 

 

 

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