Ortega dijo aquello de “yo soy yo
y mi circunstancia”, conciliando racionalismo y vitalismo, materia y fenómeno.
Sin desdeñar un ápice el razonamiento de tan insigne maestro, he de exponer mi humilde
desacuerdo con tal aserto. Creo que uno, sólo es lo que es sin más; la
circunstancia ratifica virtudes o vicios, ya existentes, que de no ser por ella
permanecerían ocultos pero formando parte inequívoca de su entraña. Ocurre algo
parecido a lo que la luz, coyuntura, descubre de mate o brillo (cualidades
intrínsecas) en los cuerpos y que las sombras renuncian a cotejar su vivencia.
El hombre, a lo largo del devenir
personal, pasa por diversas vicisitudes que le llevan a cambiar de estilo y de
opinión. Años atrás, cuando las vacas venían rollizas, todo iba sobre ruedas. Atiborrados
de holgura, desatendíamos la cosa pública, dejábamos que proliferasen políticos
ineptos o corruptos, ignorábamos el concierto e impostura de la clase política,
hoy convertida (a la sazón) en casta omnipotente, privilegiada y trincona. Europa
sentía admiración por una España convertida en oasis de paz y ventura. Suscitaba,
al tiempo, cierto germen de envidia insana que ahora parece evidenciarse sin
límite. Quizás recibamos el desafecto de quienes -arruinados por una partición impuesta-
recibieron auxilio solidario y amistoso. Éramos los mismos, pero ahora proferimos
ácidas críticas e imputamos corrupción generalizada a quienes, hace poco, enaltecíamos
juiciosa o equivocadamente. Ni políticos ni nosotros hemos cambiado; es
cuestión de referencia.
La crisis económica, seis
millones de parados, diez millones abatidos por la pobreza, junto a una
corrupción general y fomentada, han encendido un escenario político-social inquietante.
El individuo empieza a ver aquello que antes ocultaba la bonanza. Ahora advertimos
nítidamente la opacidad de la Corona (injusta e intolerable), el presunto latrocinio
de prebostes eternizados en el poder por un votante acérrimo, el derroche árido
del dinero común, el nepotismo histórico, inmune a promesas falsas y
compromisos vacuos. En fin, el incumplimiento reiterado, aun jactancioso, de la
Ley por un nacionalismo prepotente, voraz e impune, al que dejan recrear una
ley selvática cuyas motivaciones distan demasiado del interés general.
PP y PSOE, PSOE y PP, ambos a
dos, son culpables únicos de los amargos momentos que estamos viviendo. El
ciudadano, reducido a contribuyente, va descubriendo poco a poco el papel
protagonizado por dichas siglas hasta llegar al callejón sin salida en que nos
encontramos. La quiebra económica real se opone a la quimera de aquellos que ven
signos optimistas ya o muy próximos. Una justicia (acompañada de sindicatos y
patronal en el chalaneo al gobierno de turno, con mayor énfasis si es
socialista) junto al resquebrajamiento de aquellos partidos mayoritarios -en
horas bajas- acrecientan la sensación de naufragio. Los sucesivos gobiernos han
mostrado una incapacidad total para hacer cumplir la Ley, para plegarse a la
soberanía popular. Cargar sobre las exhaustas espaldas de la clase media toda
estrategia que permitiese superar esta crisis, sumado a que aquí cada uno hace
lo que le viene en gana (Cataluña y Andalucía) de forma impune y el abandono a
su suerte del ciudadano, abona el desapego a los políticos.
Según la última encuesta del CIS,
la caída de PP y PSOE en estimación de voto es notable. Entre los dos no llegan
al cincuenta por ciento. Se evidencia, a la par, el aumento de IU y UPyD con
porcentajes cercanos al quince. Algunos analistas y tertulianos proclaman a voz
en grito el final del bipartidismo. Pareciera que tal constatación arroja el
lastre necesario para la buena gobernanza; en todo caso, aniquilará definitivamente
la arrogancia con que repartieron prebendas o aceptaron respaldos precisos
previo pago y reconocimiento. Uno y otro se manifestaron firmes, implacables, con
el débil pero sumisos, casi serviles, con el fuerte. Ahora pagan su error.
Una ojeada a la Historia nos
dejaría alarmados. Cuando a principios del siglo XX se arrinconó la alternancia
política entre liberales y conservadores, España quedó expuesta a tal grado de
inestabilidad que favoreció la dictadura primorriverista para atajarla. Fue
peor el remedio que la enfermedad a juzgar por los hechos posteriores. Se
vislumbra, en la venidera cita electoral, un resultado tan incierto que pudiera
provocar un Estado ingobernable, donde el pacto de dos partidos -incluso tres-
será insuficiente para alcanzar una mayoría amplia. Inauguraremos un oscuro periodo
fluctuante que añadido a la idiosincrasia del español puede acarrear nuevo y angustioso
periplo anárquico, cuyos tics -de hecho- ya estamos observando en determinados
colectivos y Comunidades Autónomas.
El hundimiento de la cultura
democrática atrajo siempre a los fascismos. A propósito, hemos de tener cuidado
con salvadores y revoluciones constructivas. Los políticos, a su vez, deben
pensar que la democracia ha de ser capaz de satisfacer cualquier deseo
ciudadano, sus derechos e intereses aun contra toda merced particular o
partidista. Si el individuo se siente maltratado, su desafección puede llevarle
(comprensiblemente) a entrever en el gobierno único la fórmula eficaz para superar
una situación abusiva. Los problemas que crea un prototipo de democracia no
pueden resolverse con la misma por ese principio irrefutable de: “quien crea el
problema no puede formar parte de su solución”. Sería bueno que los políticos
dejaran de mirarse el ombligo y los ciudadanos apartaran cualquier dogma esclavizador.
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