viernes, 25 de octubre de 2013

NUREMBERG, ESTRASBURGO Y LLUVIA


Llevamos unos días en que la irritación social está alcanzando niveles excesivos. El español, desacostumbrado a confusos laberintos jurídicos y a torneos retóricos o gestuales, se desconcierta ante resoluciones cuya naturaleza (unidireccional, por tanto adicta y vejatoria) permite inquirir hacia qué lado inclinan la justicia. Estoy convencido -porque España, a excepción quizás de los políticos, extraña muertos ajenos pues todos le son propios- de que el país entero ha sido víctima del terrorismo. Tal escenario implica que estemos provistos de sentimientos hostiles al Tribunal causante de emociones invariablemente amargas. Encima silencia iniciativas o sugerencias que ayuden a romper ese trasfondo insensible en relación a la salvaguarda de ciertas compensaciones morales a las víctimas. Incauta actitud y alineamiento.

Desde mi punto de vista, justicia y resoluciones judiciales divergen con frecuencia. Incluso, a veces, se oponen. Cuando esto ocurre debemos considerar refractario al juez e inconsistente el texto legal. Justicia e iniquidad -cruz de la primera- son inmanentes al hombre, le acompañan formando un conjunto imbricado a su andadura terrena. Las disposiciones legales provienen del Estado (variopinto, mutable, capcioso) que debiera defender los derechos ciudadanos por encima de cualquier circunstancia inoportuna o agreste. Si no lo practica pierde toda razón de ser. Algún filósofo clásico enunció que: “La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho”. Constata  que las reflexiones anteriores son certeras. Disponemos de ejemplos vitales e históricos que exhiben discrepancias notables entre justicia y ley. Para que fueran semejantes, a esta le sobra la venda. Los puristas podrían calificar de irresponsable esta desiderata. Pudieran pensar -tales puristas- que la venda impide al juez cualquier sometimiento a sentidos, estímulos o afectos. ¿Acaso la venda asegura independencia y equilibrio? No, ¿verdad? Pues eso.

Nadie negará que el juicio de Núremberg, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, constituyó un desagravio de vencedores sobre vencidos. Con resultado contrario, hubieran sido reos los que ahora forman el Tribunal. Contra ellos se hubiera utilizado parejo basamento legislativo ad hoc. Semejante contexto  revela la contingencia legal. Doce penas de muerte y tres cadenas perpetuas jalonaron la “defensa de los Derechos Humanos”. Crímenes de Guerra, Crímenes contra la Humanidad y Guerra de Agresión sirvieron de sarcasmo, sobre todo a la participación Rusa. Nada importaron los millones de muertos, asesinados dentro y fuera del país, cuya responsabilidad correspondió sólo a Stalin. Resultó paradójico que juristas propuestos por el gobierno ruso juzgaran crímenes contra la Humanidad. Se aplicaron leyes a cuyo imperio debieron someterse parte de los mandatarios para darles apariencia de legitimidad. He aquí otro episodio que apunta la disensión ocasional entre ley, defensa de los derechos humanos y justicia. ¿Ardor? No; apaño. Una adecuación de la ley al momento sin más.

España, atormentada por malhechores de la peor calaña y terroristas, tenía un Código Penal desproporcionado, benigno, laxo. Diversos motivos, no siempre justificados con trasparencia, sirvieron de excusa para dar largas a una legislación algo más severa. Delitos que causaron gran alarma social, tras los arbitrajes jurídicos dejaron -al compás- insatisfacción penal. Fue el detonante de la doctrina Parot. Desde ese momento, los casos especiales se verían sometidos a un reparo equitativo y justo. El viejo procedimiento aseguraba los mismos beneficios carcelarios independientemente del número de delitos cometidos. El individuo corriente, que sabe de justicia pero no de leyes, inquiría qué tipo de Estado era capaz de dispensar tamaño desatino. Con la instrucción Parot, el reo sentenciado con múltiples penas estaría sujeto a beneficiarse una a una. Quedaría libre después de treinta años, tiempo máximo que permiten las leyes españolas, y no a los  veinte, o menos, de media.

Desde el lunes veintiuno, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos o Tribunal de Estrasburgo, resolvió que la Doctrina Parot no puede aplicarse a sentenciados con anterioridad a mil novecientos noventa y cinco. Parece evidente la irretroactividad de la ley, salvo beneficios penales. Sin embargo, el mencionado Tribunal -poco distributivo de esta guisa- debería vislumbrar con la misma nitidez la injusticia y desamparo a que acaban sometidas las víctimas de tan horrendos crímenes. Estas, presumo, necesitan una reparación justa que Estrasburgo les hurta al estimar sólo los derechos humanos de quienes protagonizaron actos que aterran al común. A la postre, nada impracticable; menos en quienes suelen utilizar con destreza el florete legal.

Salvando las distancias temporales, naturaleza y objetivos últimos, percibo -entre el Tribunal de Estrasburgo y el de Núremberg- cierto paralelismo. Este juzgó sin ninguna autoridad moral (recuérdense las atrocidades de Stalin) los excesos nazis; dejó al descubierto un desprecio continuado y expreso de los derechos humanos. Si la victoria hubiese sonreído a los nazis, un tribunal parecido condenara a los aliados a parecidas penas aireando las mismas carencias. Constituye el ensamble, la sumisión, de la Ley a las circunstancias y discrecionalidad azarosa. Estrasburgo significa el ejemplo cercano de la observancia a una Ley eventual y el desaire a una justicia inmanente e inmutable.

Como en todo momento histórico, su esencia viene acompañada por la anécdota bufona, miserable, indigna. La autoría, asimismo el deshonor, recayó en el presidente del gobierno. Rajoy mostró cicatería, aun despecho, por todos los españoles; básicamente por esas víctimas (que él supo embaucar en propio rédito) de un terrorismo que, al estilo Núremberg, ha resultado ser la parte vencedora. Una lluvia efímera anegó el talante presidencial sin atenuar la aciaga jornada. ¡Qué epílogo!

 

viernes, 18 de octubre de 2013

TROPEZAMOS SIEMPRE EN LA MISMA PIEDRA


Un adagio, ahora olvidado, proclama que sólo el hombre tropieza dos veces en la misma piedra. Algún cachondo -quizás romántico acre- matizaría que lo inoportuno no es tropezar cuantas veces favorezca una idiocia reiterada, sino enamorarte de la piedra. Tal es el caso. Si identificamos hombre con individuo contumaz, rudo, de esta tierra -casi sin nombre- donde surgen héroes y villanos a la par, tenemos establecida media parte del entorno. Asimilar piedra y sigla política, para completar el marco del ecosistema nacional, se me hace complejo porque cualquiera de ellas encajaría a la perfección. Habrá, seguro, quienes pretendan apreciar un rasero subjetivo en futuras, hipotéticas e inevitables comparaciones. Nadie está libre de juicios poco o nada fundamentados. Desde luego, ni soy progenitor del refrán ni tengo implicación alguna en los recurrentes tropiezos electorales que cometen mis conciudadanos.

El individuo, para defender sus derechos, necesita imperiosamente un Estado capaz de salvaguardarlos. Aunque parezca asombroso, fue Winston Churchill -gran político conservador inglés- quien sentenció: “La democracia es el menos malo de los gobiernos posibles”. Hoy existen multitud de teorizantes prestos a tomar el púlpito social. Sobre todo clanes pertenecientes a la “izquierda divina” con perturbador rostro humano. Preconizan una democracia particular, inexistente fuera del venero que ellos rubrican. Determinan esencia, etiología básica e incluso cuerpo doctrinal en que suele habitar. Cualquier persona ajena a esta hermeneusis político-social (todos excepto la élite investida), debe abjurar de esquemas y actitudes contrarias al precepto que estampa su ortodoxia.    

Cada día vemos los medios audiovisuales atiborrados de políticos y comunicadores que esparcen consignas con objeto de cincelar la conciencia colectiva. Así van apareciendo pilares, tan generosos como falsos, del único sistema que permite la convivencia ciudadana. Se difunde, por ejemplo, que políticos y sindicatos son imprescindibles. Sin coto ni reserva. Abren, conscientes o no, un abismo entre pautas y emociones. Silencian, por el contrario, otros factores de especial constitución: división de poderes, igualdad ante una ley que debe ser inexorable y auténtica soberanía popular. Aparecen tan fundamentales que su ausencia niega cualquier vestigio democrático. Concepto, formas, aun apariencias, resultan insuficientes para conformar textura y proceder. Por tanto, más que un derecho es una exigencia renegar de falsos sistemas concebidos, alentados, por una casta que se enroca en clichés fatuos, artificiales, para medrar a su costa. Codicia inmensa y menosprecio al gobernado generan una irreversible corrosión que tanta altanería les obstaculiza apreciar.  

No descubrimos nada nuevo al afirmar con rotundidad que la situación se muestra insostenible. Tampoco erraríamos si nos inclinamos por la urgencia de desmantelar un sistema que lesiona los derechos ciudadanos aparecidos a finales del siglo XVIII en la Revolución Francesa. No podemos seguir más tiempo sumergidos en esta podredumbre aniquiladora. O él o nosotros. Resulta ilusorio descubrir una conversación que se abstenga de poner a caldo a políticos -últimamente sin reservas- de todo signo. Se incluye, en la ajustada invectiva, al propio sistema (un totum revolutum) que dilapida a pasos agigantados hasta conspicuos defensores. Pareciera que -prebostes huérfanos de principios doctrinales, así como indigentes a la hora de servir al pueblo- introdujeran, plenamente concienciados, un estrafalario Caballo de Troya para aniquilar el sistema que ellos tanto aclaman.

Menos de cuatro décadas han bastado para conformar este régimen que satisface, por encima de otras firmes consideraciones, desmedidas avideces de aventureros políticos, sindicalistas, juristas, comunicadores y tecnócratas. Esgrimen hechuras democráticas pero encubren, cucos, comportamientos hegemónicos, dictatoriales. Los partidos clásicos -sin excepción- desvirtúan constantemente aquellos manuales que generan Estados de Bienestar y convivencia plena. Hemos caído en manos de auténticos desalmados, puros o conversos. Es difícil encontrar gobernantes u opositores (sirva la redundancia) que rechacen, con mayor o menor claridad, bochornosos actos de injusticia, cuando no de latrocinio. Propenden, por inercia, a la encubierta exculpación mutua.

¿Podemos hacer algo nosotros, ciudadanos de a pie? Sí. Contrarrestar su juego. ¿Cómo? Primero sacudiéndonos esclavitudes ideológicas que nos atan a las maniobras cotidianas de unos y otros. Si no estamos diestros en ahuyentar prejuicios doctrinales, jamás seremos libres. Justificar abusos porque son de los nuestros -porque la mente es un cordón umbilical- coarta tomar medidas imprescindibles. Analicemos las informaciones de nepotismo, enchufe, regalías, compras, ventas, injusticias, sentencias opuestas a la lógica (aun al derecho) e indultos en última instancia, cometidos por todos invocando intereses democráticos, razones de Estado y, en el colmo de la desfachatez, errores humanos.

Veo dos salidas. Abstención total que, a lo peor no resolvería demasiado pero deslegitimaría a estos sinvergüenzas, o votar plataformas e incluso partidos reformadores. Movimiento para la Ciudadanía (recién estrenado) merece mi crédito. También, pero con reservas, UPyD. Escoja el amable lector, el sufrido ciudadano, la opción que más le convenza. Abórdela en el próximo compromiso electoral o no. Lo importante es soslayar la piedra, prevenir un nuevo tropiezo.

 

viernes, 11 de octubre de 2013

POLÍTICA, POLÍTICOS Y VILIPENDIO


Hace ya algunos milenios, Aristóteles pronunció su famosa frase: “el hombre es un animal político”. Desde aquellas fechas, ríos de tinta pretendieron dejar sentada una interpretación, al menos, lógica. Todos los animales procuran organizarse, vivir en común, por diversas circunstancias o necesidades. Se deduce de tal pormenor irrebatible que el sabio griego dio al hombre, a su articulación, un carácter orgánico propio, sedentario, social: vivir junto a otros en la polis. Ningún ser vivo es capaz de agruparse y componer una organización tan específicamente humana.

Cuando la ciudad  puso de manifiesto esa vocación comunitaria del hombre, al instante aparecieron peculiaridades menos armoniosas: ambición e influencias. Atributos, unos y otros, que le inducen a protagonizar gestos generosos, solidarios, heroicos, mientras es capaz de los más bajos y ruines instintos para conseguir el poder. Poco a poco se va conformando un marco sórdido, irrespirable. Cuando la urbe debiera oscilar entre gestión y convivencia sin  distingos, excelsitudes ni prerrogativas, surgen los dirigentes.  Una casta. Son próceres -sabios, filósofos, mercaderes- que se constituyen en personajes aventajados, casi dueños de la polis. El resto es muchedumbre, chusma y esclavos. Posteriormente aparecieron los burgueses (habitantes de burgos) y, en épocas democráticas, los ciudadanos (habitantes de ciudades) cuya soberanía es subrogada por políticos de nuevo cuño -pero vetusto proceder- omnipotentes y omnipresentes.

Queda, pues, claro que el político no tiene ninguna justificación -en su estatus actual- como personaje imprescindible para recrear una sociedad equilibrada. Al contrario, la soberanía popular queda encorsetada, viciada, por quienes asimismo la temen. Sorprende que renuncien a ganarse su puesto desdibujando el verdadero papel para cuyo cometido fueron elegidos. Se equivocan cuando anteponen maquillajes, latrocinios y jactancias al mero acto de una gestión humilde, rigurosa e inmaculada. No es nada recomendable imponer, por mor de un poder advenedizo, la propia indignidad. El estadista convence, seduce, atrae; nuestros políticos, con honrosas excepciones, sufren el rechazo general.

Es innecesario que estos especímenes, habitualmente parásitos, vengan con paños calientes. Asumimos, como realidad inferida, que hemos de soportarlos, bien por concienciación acomodaticia bien por impotencia extrema; nunca debido a un ineludible activo del sistema. Sé que los defectos humanos generan minorías que, apartándose del límite ético, ponen en grave riesgo bienes e integridad. Concibo que, para defenderse, el individuo se agrupe en Estados a cuyo frente terminan por colocarse otras minorías tan desdeñosas del límite como aquellas. Pensemos. La codicia y el poder cuelgan del mismo extremo. Perro no muerde a perro. Estamos instalados entre una delincuencia furtiva y otra más o menos consentida. El individuo sólo es ciudadano en las verdaderas democracias. Desde un punto de vista empírico, no he conocido ninguna. Tengo lejanas referencias de alguna que presenta confusa analogía.

Lucubraciones teóricas y sesudos análisis son demasiado benignos si los comparamos con la realidad cotidiana. Ayer, verbigracia, el ministro de Hacienda se atrevió a asegurar que “los salarios no están bajando, están moderando su subida”. Este eufemismo achulado -aun de ser cierto, que no lo es- constituye una agresión a diecisiete millones de trabajadores; aparte los seis que gustarían atesorar alguno. El ejemplo constata la indigencia e indecencia que anidan en la casta política. Cuando productividad y contención del gasto público se vertebran sólo en recortar salarios y personal, expresiones de este calado causan vergüenza ajena por ausencia de la propia. Luego se preguntan, llenos de estúpido asombro, qué razones alega el ciudadano para desarrollar tanto desafecto.

Donde desdoro e iniquidad se funden con una política irresponsable y rastrera, es en la huelga llevada a cabo -durante un mes- por el profesorado de las Baleares. Politizar la enseñanza degrada por igual a instituciones, profesores y familias. Imponerla resulta un mal negocio pero peor es la intriga y el fraude. Nacionalistas, PSOE e IU jamás acordarán con el PP un sistema de enseñanza común, duradero. Aquellos consideran la educación (también la cultura) un pretexto clásico para adoctrinar, un mecanismo de poder; mientras el PP, con aciertos y errores que deben depurar sin complejos, ve en ellas un medio de formación, libertad y desarrollo económico-social.

Si la política -a veces- adolece de específicas particularidades o factores truculentos, otras presenta sin embargo rasgos pintorescos, casi esperpénticos. El Congreso de los Diputados, cualquier parlamento autonómico, debe ser el centro del debate por excelencia. Con demasiada frecuencia se divisa el hemiciclo vacío mientras un orador estoico libera del paro al taquígrafo correspondiente. Resulta chocante cotejar cómo la presidenta del parlamento catalán impide a un diputado “refractario” responder al insulto proveniente de un parlamentario “compinchado”. La acerba impudicia dialéctica emerge del señor Gallardón cuando, interrumpida su intervención por el estimulante despelote físico de tres jóvenes abortistas, apela al respeto que merece la sede de la Soberanía Nacional y que con tan poco ahínco acostumbran a salvaguardar políticos de todo signo y pelaje.  De la Soberanía Popular, ¡para qué vamos a hablar!

 

 

viernes, 4 de octubre de 2013

ETIQUETAS CENSURABLES


De las diferentes acepciones que definen el vocablo etiqueta interesa al epígrafe aquella cuyo significado dice: “Calificación que se aplica a una persona y suele hacer referencia a su forma de pensar o que la identifica con una determinada postura ideológica”. Reservo si otros países practican semejante registro al prójimo. Por estos lares nuestros, llega a ser deporte nacional. Nos cabe el honor de cultivarlo con verdadera profusión y maestría. Atesoramos un desvelo -ilimitado, enfermizo- por nuestros semejantes, no siempre con actitud magnánima. Sentimos extraña querencia a consumar aquel aforismo tan acusador: “no advertir la viga en ojo propio y ver la paja en ojo ajeno”. Tal marco describe perfectamente la idiosincrasia que domina y atenaza el proceder español. Siglos de culturas que dejaron su impronta, junto a una orografía agreste, inhóspita, conformaron al espécimen actual que despliega -a lo que se ve- escasos empeños de pulirse. La muchedumbre gusta regodearse con el epíteto que se expide contra el vecino. Evita así (es creencia general) verse identificada en él. Los políticos utilizan esta marca inquisitorial -original martillo de herejes- para consagrar su “alistamiento”.

Las terapias grupales basan su eficacia revelando conductas desordenadas, vicios individuales -a veces con alcance social- ante otros individuos en parecida situación. Corroboramos, asimismo, que descargar preocupaciones y defectos a los íntimos resulta tranquilizador, sedante. Sin embargo, en ocasiones pretendemos el mismo éxito asignando a otros nuestros particulares demonios. Es humano, excusable, hacerlo como lenitivo aunque vulnere la barrera de lo digno. Peor disculpa ofrecería parecido comportamiento con el único objetivo de conseguir ventajas políticas o electorales. Algo que, cualquier sigla, realiza con asombroso desparpajo y resultado.

Todos los partidos sin excepción utilizan viejas artes -incluso ayunas de ética- para conseguir beneficios notables sobre sus rivales. Ninguno parece encontrar líneas que se deban respetar. Someten formas, conciencia y estética a un determinado fin. Guardar las maneras es un camelo para uso del común y otros remilgados. Procuran desprestigiar al adversario más que afianzar méritos personales de los que suelen escasear o carecer. El boxeo es noble, honra al rival y castiga los golpes bajos. La pelea política apesta a vileza o admite normas demasiado laxas. Son combates incruentos a pesar de la saña, y elevadas dosis de profanación, con que se materializan. Por el concierto observado tras la vorágine electoral, cabe asegurar que todo se circunscribe a una pantomima tragicómica desarrollada con una tramoya ad hoc. Constituye el golpe de efecto que proporcionan al ritual para seguir asidos a la ubérrima e inagotable teta.

Si bien es cierto el uso indiscriminado de tan indigna e inmoral empresa, tenemos que tasar las especificidades de cada ideología incluyendo matices. La izquierda parte de una ostentación moral infundada, falsa. La derecha se deja dominar por complejos cuyo origen parece encontrarse en episodios recientes con los que jamás tuvo complicidad. Diferente es que asuma el papel definido, aireado, por una izquierda codiciosa e incómoda. El PSOE, así, mata dos pájaros de un tiro. Acusa al PP de una participación inexistente -que le procura jugosos réditos electorales- y arroja ciertas reservas respecto a su verdadero acomodo durante la Guerra Civil. Resulta sencillo manipular la Historia, pero los hechos, pese a quien pese, son inmutables.

Nadie pierde la ocasión de utilizar y aprovechar las etiquetas que injustamente se aplican al antagonista. El PP toma su base social de la CEDA por lo que hunde sus raíces en una derecha ajena al golpismo. Desde el punto de vista religioso, sus afiliados y votantes ofrecen dispares actitudes respecto al Dogma y la Moral. Sin embargo, y a su pesar, exhiben plena incapacidad para arrojar de sí esas etiquetas que la izquierda expectora más que culpa: fachas, fascistas, ultras, et. Como colofón a la estrategia falsaria, lucrativa, la izquierda aplica a fondo ese refrán popular, plástico: “Dijo la sartén al cazo, apártate que me tiznas”. Lo curioso es que el PP parece asumir esos trazos que conforman una caricatura ominosa e infundada.

La izquierda española -no la socialdemocracia europea sin nada en común- elude su origen marxista, totalitario. Durante la Segunda República, mediados los años treinta y que evocan con hartura, la sumisión a Stalin alcanzó cotas insólitas. Tanto que gobiernos socialistas y conservadores (Francia e Inglaterra) apostaron por Franco para evitar -a las puertas de la Guerra Mundial- un Estado satélite de Rusia, amiga de Alemania al concluir la década. Tras perder una guerra fratricida, le da un giro social a la Historia. Ahora resulta que hubo un único culpable, uno y trino: ejército, iglesia, derecha. ¿Acaso Gil Robles fue franquista? ¿Reconoció a Franco o se opuso? ¿ Ha de conllevar la iglesia una izquierda anticlerical y violenta? ¿Por qué se identifica izquierda con República? ¿Era de izquierdas Alcalá Zamora? ¿Por qué se (con)funden República y Democracia? Con estos argumentos llegaremos a la conclusión errónea, prevista, instigada, de que quien prefiere izquierda colabora a construir la Democracia cuando en realidad son vocablos contrapuestos. Es difícil oponer datos y hechos que demuestren lo contrario.

Al igual que “entre dicho y hecho hay mucho trecho”, entre etiqueta y realidad puede haber una inmensidad. Nuestra ocupación -quizás obligación- es intentar la certidumbre. El análisis sosegado y la crítica libre de dogmas puede ser un camino aconsejable e idóneo.