Llevamos unos días en que la irritación
social está alcanzando niveles excesivos. El español, desacostumbrado a
confusos laberintos jurídicos y a torneos retóricos o gestuales, se
desconcierta ante resoluciones cuya naturaleza (unidireccional, por tanto adicta
y vejatoria) permite inquirir hacia qué lado inclinan la justicia. Estoy
convencido -porque España, a excepción quizás de los políticos, extraña muertos
ajenos pues todos le son propios- de que el país entero ha sido víctima del
terrorismo. Tal escenario implica que estemos provistos de sentimientos
hostiles al Tribunal causante de emociones invariablemente amargas. Encima
silencia iniciativas o sugerencias que ayuden a romper ese trasfondo insensible
en relación a la salvaguarda de ciertas compensaciones morales a las víctimas.
Incauta actitud y alineamiento.
Desde mi punto de vista, justicia y
resoluciones judiciales divergen con frecuencia. Incluso, a veces, se oponen.
Cuando esto ocurre debemos considerar refractario al juez e inconsistente el
texto legal. Justicia e iniquidad -cruz de la primera- son inmanentes al
hombre, le acompañan formando un conjunto imbricado a su andadura terrena. Las
disposiciones legales provienen del Estado (variopinto, mutable, capcioso) que
debiera defender los derechos ciudadanos por encima de cualquier circunstancia inoportuna
o agreste. Si no lo practica pierde toda razón de ser. Algún filósofo clásico
enunció que: “La justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno
su derecho”. Constata que las
reflexiones anteriores son certeras. Disponemos de ejemplos vitales e
históricos que exhiben discrepancias notables entre justicia y ley. Para que
fueran semejantes, a esta le sobra la venda. Los puristas podrían calificar de
irresponsable esta desiderata. Pudieran pensar -tales puristas- que la venda
impide al juez cualquier sometimiento a sentidos, estímulos o afectos. ¿Acaso
la venda asegura independencia y equilibrio? No, ¿verdad? Pues eso.
Nadie negará que el juicio de Núremberg,
al finalizar la Segunda Guerra Mundial, constituyó un desagravio de vencedores
sobre vencidos. Con resultado contrario, hubieran sido reos los que ahora
forman el Tribunal. Contra ellos se hubiera utilizado parejo basamento legislativo
ad hoc. Semejante contexto revela la
contingencia legal. Doce penas de muerte y tres cadenas perpetuas jalonaron la “defensa
de los Derechos Humanos”. Crímenes de Guerra, Crímenes contra la Humanidad y
Guerra de Agresión sirvieron de sarcasmo, sobre todo a la participación Rusa.
Nada importaron los millones de muertos, asesinados dentro y fuera del país,
cuya responsabilidad correspondió sólo a Stalin. Resultó paradójico que juristas
propuestos por el gobierno ruso juzgaran crímenes contra la Humanidad. Se
aplicaron leyes a cuyo imperio debieron someterse parte de los mandatarios para
darles apariencia de legitimidad. He aquí otro episodio que apunta la disensión
ocasional entre ley, defensa de los derechos humanos y justicia. ¿Ardor? No;
apaño. Una adecuación de la ley al momento sin más.
España, atormentada por malhechores de
la peor calaña y terroristas, tenía un Código Penal desproporcionado, benigno,
laxo. Diversos motivos, no siempre justificados con trasparencia, sirvieron de
excusa para dar largas a una legislación algo más severa. Delitos que causaron gran
alarma social, tras los arbitrajes jurídicos dejaron -al compás- insatisfacción
penal. Fue el detonante de la doctrina Parot. Desde ese momento, los casos
especiales se verían sometidos a un reparo equitativo y justo. El viejo
procedimiento aseguraba los mismos beneficios carcelarios independientemente del
número de delitos cometidos. El individuo corriente, que sabe de justicia pero
no de leyes, inquiría qué tipo de Estado era capaz de dispensar tamaño desatino.
Con la instrucción Parot, el reo sentenciado con múltiples penas estaría sujeto
a beneficiarse una a una. Quedaría libre después de treinta años, tiempo máximo
que permiten las leyes españolas, y no a los veinte, o menos, de media.
Desde el lunes veintiuno, el Tribunal
Europeo de Derechos Humanos o Tribunal de Estrasburgo, resolvió que la Doctrina
Parot no puede aplicarse a sentenciados con anterioridad a mil novecientos
noventa y cinco. Parece evidente la irretroactividad de la ley, salvo
beneficios penales. Sin embargo, el mencionado Tribunal -poco distributivo de
esta guisa- debería vislumbrar con la misma nitidez la injusticia y desamparo a
que acaban sometidas las víctimas de tan horrendos crímenes. Estas, presumo,
necesitan una reparación justa que Estrasburgo les hurta al estimar sólo los
derechos humanos de quienes protagonizaron actos que aterran al común. A la
postre, nada impracticable; menos en quienes suelen utilizar con destreza el
florete legal.
Salvando las distancias temporales,
naturaleza y objetivos últimos, percibo -entre el Tribunal de Estrasburgo y el
de Núremberg- cierto paralelismo. Este juzgó sin ninguna autoridad moral
(recuérdense las atrocidades de Stalin) los excesos nazis; dejó al descubierto
un desprecio continuado y expreso de los derechos humanos. Si la victoria
hubiese sonreído a los nazis, un tribunal parecido condenara a los aliados a
parecidas penas aireando las mismas carencias. Constituye el ensamble, la
sumisión, de la Ley a las circunstancias y discrecionalidad azarosa. Estrasburgo
significa el ejemplo cercano de la observancia a una Ley eventual y el desaire
a una justicia inmanente e inmutable.
Como en todo momento histórico, su
esencia viene acompañada por la anécdota bufona, miserable, indigna. La
autoría, asimismo el deshonor, recayó en el presidente del gobierno. Rajoy
mostró cicatería, aun despecho, por todos los españoles; básicamente por esas
víctimas (que él supo embaucar en propio rédito) de un terrorismo que, al
estilo Núremberg, ha resultado ser la parte vencedora. Una lluvia efímera anegó
el talante presidencial sin atenuar la aciaga jornada. ¡Qué epílogo!