Un
adagio, ahora olvidado, proclama que sólo el hombre tropieza dos veces en la
misma piedra. Algún cachondo -quizás romántico acre- matizaría que lo
inoportuno no es tropezar cuantas veces favorezca una idiocia reiterada, sino
enamorarte de la piedra. Tal es el caso. Si identificamos hombre con individuo
contumaz, rudo, de esta tierra -casi sin nombre- donde surgen héroes y villanos
a la par, tenemos establecida media parte del entorno. Asimilar piedra y sigla
política, para completar el marco del ecosistema nacional, se me hace complejo
porque cualquiera de ellas encajaría a la perfección. Habrá, seguro, quienes
pretendan apreciar un rasero subjetivo en futuras, hipotéticas e inevitables
comparaciones. Nadie está libre de juicios poco o nada fundamentados. Desde
luego, ni soy progenitor del refrán ni tengo implicación alguna en los
recurrentes tropiezos electorales que cometen mis conciudadanos.
El
individuo, para defender sus derechos, necesita imperiosamente un Estado capaz
de salvaguardarlos. Aunque parezca asombroso, fue Winston Churchill -gran
político conservador inglés- quien sentenció: “La democracia es el menos malo
de los gobiernos posibles”. Hoy existen multitud de teorizantes prestos a tomar
el púlpito social. Sobre todo clanes pertenecientes a la “izquierda divina” con
perturbador rostro humano. Preconizan una democracia particular, inexistente
fuera del venero que ellos rubrican. Determinan esencia, etiología básica e
incluso cuerpo doctrinal en que suele habitar. Cualquier persona ajena a esta
hermeneusis político-social (todos excepto la élite investida), debe abjurar de
esquemas y actitudes contrarias al precepto que estampa su ortodoxia.
Cada
día vemos los medios audiovisuales atiborrados de políticos y comunicadores que
esparcen consignas con objeto de cincelar la conciencia colectiva. Así van
apareciendo pilares, tan generosos como falsos, del único sistema que permite
la convivencia ciudadana. Se difunde, por ejemplo, que políticos y sindicatos
son imprescindibles. Sin coto ni reserva. Abren, conscientes o no, un abismo
entre pautas y emociones. Silencian, por el contrario, otros factores de
especial constitución: división de poderes, igualdad ante una ley que debe ser
inexorable y auténtica soberanía popular. Aparecen tan fundamentales que su
ausencia niega cualquier vestigio democrático. Concepto, formas, aun
apariencias, resultan insuficientes para conformar textura y proceder. Por
tanto, más que un derecho es una exigencia renegar de falsos sistemas concebidos,
alentados, por una casta que se enroca en clichés fatuos, artificiales, para
medrar a su costa. Codicia inmensa y menosprecio al gobernado generan una
irreversible corrosión que tanta altanería les obstaculiza apreciar.
No
descubrimos nada nuevo al afirmar con rotundidad que la situación se muestra
insostenible. Tampoco erraríamos si nos inclinamos por la urgencia de
desmantelar un sistema que lesiona los derechos ciudadanos aparecidos a finales
del siglo XVIII en la Revolución Francesa. No podemos seguir más tiempo
sumergidos en esta podredumbre aniquiladora. O él o nosotros. Resulta ilusorio
descubrir una conversación que se abstenga de poner a caldo a políticos
-últimamente sin reservas- de todo signo. Se incluye, en la ajustada invectiva,
al propio sistema (un totum revolutum) que dilapida a pasos agigantados hasta conspicuos
defensores. Pareciera que -prebostes huérfanos de principios doctrinales, así
como indigentes a la hora de servir al pueblo- introdujeran, plenamente
concienciados, un estrafalario Caballo de Troya para aniquilar el sistema que
ellos tanto aclaman.
Menos
de cuatro décadas han bastado para conformar este régimen que satisface, por
encima de otras firmes consideraciones, desmedidas avideces de aventureros
políticos, sindicalistas, juristas, comunicadores y tecnócratas. Esgrimen
hechuras democráticas pero encubren, cucos, comportamientos hegemónicos, dictatoriales.
Los partidos clásicos -sin excepción- desvirtúan constantemente aquellos
manuales que generan Estados de Bienestar y convivencia plena. Hemos caído en
manos de auténticos desalmados, puros o conversos. Es difícil encontrar
gobernantes u opositores (sirva la redundancia) que rechacen, con mayor o menor
claridad, bochornosos actos de injusticia, cuando no de latrocinio. Propenden,
por inercia, a la encubierta exculpación mutua.
¿Podemos
hacer algo nosotros, ciudadanos de a pie? Sí. Contrarrestar su juego. ¿Cómo?
Primero sacudiéndonos esclavitudes ideológicas que nos atan a las maniobras cotidianas
de unos y otros. Si no estamos diestros en ahuyentar prejuicios doctrinales,
jamás seremos libres. Justificar abusos porque son de los nuestros -porque la
mente es un cordón umbilical- coarta tomar medidas imprescindibles. Analicemos
las informaciones de nepotismo, enchufe, regalías, compras, ventas,
injusticias, sentencias opuestas a la lógica (aun al derecho) e indultos en
última instancia, cometidos por todos invocando intereses democráticos, razones
de Estado y, en el colmo de la desfachatez, errores humanos.
Veo
dos salidas. Abstención total que, a lo peor no resolvería demasiado pero
deslegitimaría a estos sinvergüenzas, o votar plataformas e incluso partidos
reformadores. Movimiento para la Ciudadanía (recién estrenado) merece mi
crédito. También, pero con reservas, UPyD. Escoja el amable lector, el sufrido
ciudadano, la opción que más le convenza. Abórdela en el próximo compromiso
electoral o no. Lo importante es soslayar la piedra, prevenir un nuevo tropiezo.
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