Días atrás, Milagros
Marcos (Diputada Nacional del PP) expresó: “El campo pide respeto y futuro a un
gobierno que solo hace mucha ideología”. Me sorprendió el final porque, desde
mi punto de vista, cometió un exceso o, peor aún, una frivolidad. Hablar de
ideología hoy es un atrevimiento inconmensurable, pues su falta origina una
sombra muy alargada, de décadas. Bien por temor bien por realidad. esa argamasa
social que unió, incluso con sangre heroica a muchos españoles. se ha convertido
ahora en desdeñada narrativa épica. Fue Podemos quien desgarró la inocencia
acumulada siglos atrás y que ya venía trasluciendo maneras, hábitos, chocantes si
no recelosos. Ellos pusieron las cosas en su sitio, obscenamente diáfanas,
cuando entreveraron medias verdades diciendo: “nosotros no somos de izquierdas
ni de derechas, somos un movimiento transversal”.
Aquellos jóvenes
alimentados en la élite universitaria tenían tics comunistas, totalitarios, dominantes,
pero mostraban gran habilidad como mayor (diría única) contribución social. PSOE
y PP se encargaron, paso previo a sus desmanes, de difuminar las propias
doctrinas nocivas para no menoscabar ni a la socialdemocracia ni al
conservador-liberalismo del continente europeo. Aquellos universitarios no
podían presentarse como comunistas, doctrina recelosa, trasnochada, tóxica, desde
años atrás. Si querían tener éxito debieran aparentar algo nuevo que atrajera
espíritus ahítos de frustraciones. “Transversalidad” y “casta” fueron
talismanes que obraron el portento. Hoy gobiernan, si se quiere viven
opíparamente adheridos al poder. Pero las dos Españas engañadas por la
desideologización han vuelto al escenario con esa pancarta en la huelga de camioneros
y agricultores: “No somos ultras, somos los de abajo y vamos a por los de
arriba”.
Ideología es el conjunto
de ideas fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona,
colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político. Quizás
se le haya asignado un matiz despectivo en tiempos algo revueltos y no sin
motivos fundamentados. Hay una gran diferencia entre idealista e ideólogo. El
primero ofrece siempre sentimientos puros, altruistas, siendo inadvertido,
indiferente (cuanto menos) si no desprestigiado. El segundo lleva aparejadas avideces
e inclinaciones soterradas y que suelen abonar fingidas bonanzas. Desde el
origen del hombre las mayores salvajadas se han cometido en nombre de la
religión, de la justicia y de la igualdad, hijas todas de una ideología intachable.
Ahora quieren imponernos la democracia asentada en el cambio climático, la
igualdad de género y la memoria democrática. Propaganda dosificada, en
inyectables para espíritus suspicaces.
Haciendo un repaso a los
acontecimientos del pasado, más o menos remoto, nos encontramos con episodios
terribles propios o impropios —seguramente ambos— duplos y desconcertantes hijos
depurados de la ideología, aunque de opuestas inclinaciones. Refrescar memorias
sería apasionante, pero vano porque el lector avisado sabe de sobras las
barbaridades cometidas por unos y otros al socaire de lo que llamaban una causa
justa. No tengo claro si es la coyuntura o una racha adversa (la tragedia quedó
inherente, hibernada, como rémora sangrienta) ha convertido la ideología actual
en sainete cómico-burlesco. Algunos ministros/ministras, a quienes falta el
frac y la chistera para acompañar con gran boato al sepelio del cadáver/España fétido,
ya a las puertas del tanatorio, realmente realizan un decadente intrusismo a
aquellas llamativas, célebres, folklóricas entusiastas del franquismo y hoy del
facundo candidato a autócrata; Sánchez.
Hay, sin embargo, otra
ideología que despierta sacrificios ingentes, básicos, sin mandato ni
recompensa. No por casualidad, sus protagonistas lejos de representar clases
ilustradas se encuentran en el pueblo llano, ese que responde ampliamente enriqueciendo
su propia pobreza. Niego conocer ejemplos de quienes se engallan ofreciendo un
esfuerzo particular y colectivo por personas en exclusión social o
económica. Con otros patrimonios difunden
medias componendas mientras oscurecen los propios y no es por alivio ni tregua
procedente de habitual humildad normativa. Esos militantes de Podemos saciados de
luchar por la “gente”, sanchistas bienhechores que masacran —aquellos y estos,
de forma inmisericorde— a los “furtivos amigos (PP y Vox) del capital sangriento”,
todavía no les conozco un amparo a nadie ni en ningún momento. Será error u
olvido mío.
Poder, dentro de su
complejidad inherente, se define de forma fácil si bien abarca incalculables
áreas de farragoso sumario. Elías Canetti mantenía que el poder da potestad a
decidir sobre la vida y la muerte. Este atropello es un derecho en los sistemas
totalitarios y le conceden al dictador apariencia de divinidad. Siendo cierta
tal afirmación, y parece haber razones para constatarlo, también lo es —en
algunos casos— que tales gobernantes padecen paranoia. Preservar el poder es
una agonía permanente, pero también una amenaza. Demasiados autores, filósofos
y sociólogos, coinciden en una raíz imprecisa, siempre transgresora, restrictiva,
enloquecida. Solo Foucault asegura que se asienta sobre la ignorancia de sus
agentes. El objetivo, por el contrario, deja de ser enigmático para convertirse
en algo acuñado, endémico, sempiterno: agresión y expolio social.
Coligiendo parcialmente a
Lavoisier en su ley sobre la materia, el poder se crea, pero no se destruye;
solo se transforma. A mayor abundamiento, puede cambiar de terminología, de
nomenclatura, pero jamás cambiará de encarnadura. El progreso, si acaso, ha suavizado
sus excesos al menos en apariencia. Analizando ciertas democracias, esta
nuestra, sobre todo, encontramos hábitos —no precisamente cartujos— nada
convergentes ni concebibles con los mínimos estándares al caso. Es muy probable
que nos topemos con un tipo poco común, en anormal y peyorativa catadura, que asimismo
exhibe registros notorios de autócrata. Soberbia, egolatría, divismo, constituyen
síntomas etiológicos obvios del déspota. Los españoles, según especula el
devenir, hemos perdido toda esperanza de que tal presidente y cómplices sean
juzgados y paguen sus culpas.
Cercano intelectualmente
al anarquismo que preconiza la libertad, esencia sustantiva del individuo, me
llevo mal con el poder, persistentemente coercitivo, en cualquiera de sus
variedades y manifestaciones. Sin embargo, uno me produce indignación especial,
diferenciada. Sí, me refiero a medios y periodistas; los llamados ilusamente “el
cuarto poder”. Mientras la sociedad esperaba de ellos neutralizar el poder
(así, en su concepción global), mientras en sus primeros pasos se peleaba
contra gigantes sanguinarios, mientras hoy siguen muriendo periodistas con
honor, indomables, una gran mayoría se vincula y busca abrigo con los
poderosos. Tanta indignidad no puede retribuirse con un cantero de pan ni con el
obtuso prurito de modernidad, progresía o valimiento. Hoy, genéricamente considerado.
el cuarto poder viste de luto riguroso, al menos en España.