Según el punto dos del DRAE,
revolución significa cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras
políticas y socio económicas de una Comunidad Nacional. Algunos lo
identificarían con Golpe de Estado, pero no pues este implica toma del poder
político de modo repentino, de forma ilegal, violenta o a la fuerza. Como se
observa hay matices relevantes en cuanto a su diferencia. Interesa conocer las
revoluciones que han derivado o repercutido de suyo en las vidas de los pueblos.
El primer ensayo liberador (restringiendo primero el absolutismo real, para
deshacerse de él institucionalizando monarquías parlamentarias) lo realizó Gran
Bretaña, mediado el siglo XVII, concluidas tres guerras civiles y un corto
periplo republicano comandado por Oliver Cromwell.
Vino después,
cronológicamente hablando, la independencia de EEUU —en mil setecientos ochenta
y tres— concibiendo a poco una Constitución basada en criterios de igualdad y
libertad vinculados a principios del liberalismo político con notable impacto
en la opinión europea. No obstante, en paralelo, a finales del siglo XVIII, la
Asamblea Nacional Francesa declaró los Derechos del Hombre y del Ciudadano que
encarnaron un grito de libertad. Su artículo primero, base política contra toda
tiranía, proclama: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en
derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”.
Europa, paradoja occidental, salvo las mencionadas Gran Bretaña y Francia a las
que se unen (a mediados del siglo XIX) Países Bajos y Suiza, estaba gobernada
por monarquías absolutas e Imperios.
Parece evidente que la
burguesía —élite económica— aniquiló el absolutismo implantando las democracias
liberales. Italia consiguió despegarse del imperio austriaco y posesiones
franco-españolas, logrando su independencia al ocaso del XIX. Cavour y
Garibaldi fueron los artífices, estableciendo con Víctor Manuel II una
monarquía parlamentaria. Queda claro que la clase burguesa (colonias incluidas),
imponiéndose a monarquías absolutas, reportaron las libertades a sus
respectivos países.
Marx fue un investigador cuyas
teorías versaron sobre sociedad, economía y política. Sostuvo que las sociedades
avanzaban a través de la “dialéctica” y de la “lucha de clases” con enfoque
materialista; es decir, contrario al idealismo hegeliano. Lenin, perteneciente
a la intelectualidad rusa, interpretó la dialéctica marxista como la lucha
entre opuestos: burguesía y proletariado. Una vez masacrado el campesinado ruso
(mencheviques) quiso erigir —ayudado por bolcheviques— el comunismo
(eliminación del Estado) pero terminó imponiéndose (pese a la “Declaración de
los derechos de los pueblos de Rusia”) una élite burocrática que remató a los
soviets (poder obrero) forzando un sistema totalitario y, con Stalin,
sangriento.
Lo expuesto constata que
las revoluciones burguesas traen democracias liberales, bien repúblicas bien
monarquías parlamentarias. Si intervienen minorías intelectuales (nunca triunfa
ninguna revolución eminentemente popular) terminan siendo dictaduras tiránicas
que abrazan miseria material y moral mientras sus líderes acumulan riquezas
gigantescas. Stalin acabó su vida, según el registro que clasifica las mayores
fortunas históricas, con un patrimonio personal, al cambio, de cuatrocientos
mil millones de dólares. Hoy día, al parecer, Putin ha amasado un patrimonio de
unos doscientos mil millones de dólares.
Fascismo y Nazismo fueron
autocracias depravadas, criminales, con opaca base ideológica, que surgieron en
una época histórica concreta y, aunque algunos se empecinen en negarlo,
desaparecidos definitivamente poco tiempo después. Añadiendo el final del
comunismo en España y Centroeuropa aparecieron las democracias que constituyen
en su casi totalidad la Unión Europea. Los regímenes liberales, con mayor o
menor linaje y aspecto, se disfrutan fuera de los gobiernos comunistas. Tanto, que
el comunismo es antitético de cualquier democracia por imperfecta que sea.
Derrotado el comunismo se gesta el nacimiento de una democracia. Analícese,
desde un historicismo preciso, fiel, la exactitud de semejante aserto.
Si liberalismo —cimiento
incuestionable de cualquier democracia real, inconfundible con otra postiza,
placebo— es movimiento político que defiende la libertad individual, la igualdad
ante la ley y la separación de los poderes del Estado, discurramos seriamente
qué tipo de democracia tenemos. Particularmente, creo que estamos lejos, muy
lejos, de ella. Oscurantismo, falta de transparencia, ocupación del poder
judicial, abuso político y ciudadano, discrecionalidad, derroche de los
caudales públicos, etc. etc. no parecen prácticas compatibles con una
democracia escrupulosa, ni tan siquiera laxa.
Cualquier gobierno
adverso al autoritarismo daría cuenta —por sí o a través de medios oficiales
veraces, insobornables— a sus ciudadanos de planes y proyectos (suponiendo que
los hubiera) con sobriedad y cautela. Ampulosidad, propaganda e invención queda
en exclusiva para gabinetes, como el nuestro, que hacen de la mentira su medio
de vida. Extraña la quietud de aquellos que vociferaban años atrás contra un
gobierno que tenía luz, gas y combustibles un quinientos por cien más barato
que ahora. Hasta el deslenguado del presidente afirma, con cínico atrevimiento,
que Putin “gusta las protestas de camioneros, agricultores y ganaderos”.
Sin embargo, lo inconcebible
es la superioridad moral de que hacen gala la izquierda política y mediática
patrias (sin atreverme a significar cuál de ellas lo hace con más acritud e
indecencia) y su viejo vocabulario ad hoc. El debate queda convertido en
escupidera cuando los “progres” —ridícula especie que se retroalimenta de su
propia hiel— se someten a esa fe dogmática, auténtica razón de la sinrazón, que
determina toda respuesta global. Fascista, facha, ultra …, son vocablos
expedidos o expelidos no como atributo sino como escarnio y réplica.
Para cuantificar el PIB,
ahora hay un nuevo factor económico: “economía de la felicidad”, algo
ininteligible que lo desfigurará a favor del gobierno. Este mismo, en los
suburbios de lo esperpéntico, dice que los camineros son de “ultraderecha”. Dos
filigranas cofundadores de Podemos aseguran que “las armas españolas están
yendo a nazis ucranianos”. Comunismo clásico, radical, con crónica terrible,
canallesca; independentismo insaciable, disgregador; vestigios terroristas;
conforman ideologías legales, legítimas, constitucionales, hasta casi
sacrosantas. Las ideas diferentes, en mayor o menor grado, merecen epítetos
vejatorios, acoso, cerco social e ilegalización, cuando constituyen los únicos
partidos que pueden sacarnos de la miseria, del caos.
Es evidente que ningún integrante
del santoral, en su aspecto sosia, se inscribe en partido alguno, pero
analicemos la Historia, los últimos decenios de la política española (si
tenemos recortada la memoria) y después actuemos con raciocinio. Distingan
palabras y obras, discriminen patraña de autenticidad.
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