sábado, 23 de febrero de 2013

NI FU NI FA


Esta locución coloquial suele emplearse a menudo en mi pueblo para indicar indiferencia, aunque casi siempre arrastra cierta decepción que desequilibra peyorativamente la imparcialidad del vocablo. Los mensajes, cuando usamos giros concretos, parecen acompañarse (en su carácter acústico) de inflexiones cuya percepción, sólo auditiva, se traduce por verdaderas imágenes visuales. La expresión, por tanto, se transfigura en medio audiovisual que atesora, a pesar de su singularidad, gran riqueza sensitiva y la respuesta concentra multitud de emociones frescas.

Con frecuencia, la intriga se impone al dividendo. Es probable que una sea germen del otro, o viceversa, sin que podamos -yo al menos no- señalar ninguna prelación genética al igual que el célebre dilema del huevo y la gallina. Hasta hace unos días, mi interés por los premios Goya se limitaba a unos minutos de zapping. Este año (caldeado previamente el acontecimiento con supuestas salidas de tono ante los recortes gubernamentales) una curiosidad morbosa,  junto al apetito que confiere la crónica, me mantuvo enganchado al televisor sin perder detalle. Desconozco el desarrollo de anteriores ediciones pero esta me supuso ímprobos esfuerzos para aguantarla. El rigor que procuro plasmar en mis artículos,  jalonado por un proceder estoico, quizás fuera la razón definitiva de mi vela.

El apellido artístico de la presentadora, remachado más que encogido, Hache (letra muda) no se corresponde con la charlatanería específica de quien practica el monólogo; asimismo tampoco del “exceso” que lució en sucesivos y aclamados sarcasmos. Fue innecesario, por ejemplo, restregarle al temerario ministro su escaso prestigio. Otras desafortunadas menciones personales a diversas celebridades, dejaron traslucir el trueque de lo ácido por lo chabacano; algo rutinario en humoristas indigentes. Sus alusiones a la política de recortes emprendida por el PP, sin que fuera artera, desprendía un claro tufo maniqueo y por ende manipulador. Resultó curioso, sin embargo, que la película ganadora fuera muda. Todo un vaticinio o loable colofón para Eva Hache, letra muda pero no ayuna de valor (aclaración para suspicaces).

Enrique González Macho, presidente de la Academia, articuló un discurso correcto, impoluto. Alejado por igual de reseñas extemporáneas y loas serviles, supo darle el anhelado contenido apolítico, libre de provocación o banderías. La amable invitación a visitar las salas, “para ver un cine de todos”, no supuso obstáculo cuando quiso resaltar dos dificultades notables: la piratería y una insoportable alza del IVA cultural.

Mención especial merecen Concha Velasco y José Sacristán, Goya de Honor y Goya al Actor Protagonista respectivamente. Ambos galardonados, premiados por vez primera, partían a priori con cierta fama de progres ejercientes. No obstante, la señora Velasco se mostró exquisita. Satisfecha, de su figura se desprendieron palabras de agradecimiento y arte a raudales. Su rostro mostraba emoción y entrega; por ello recibió interminables ovaciones. El señor Sacristán, no menos aclamado, realizó un discurso irónico, inteligente, comedido. Sin alharacas, profundo, se manifestó gozoso por el reconocimiento tras más de cien títulos en su haber. Concluyó ofreciendo el Goya a la memoria de Pedro Masó por inaugurar su carrera de actor.

Salvo el gesto de Bayona y las palabras del grupo que recogió el premio al mejor guión adaptado, poco podemos añadir. Unos por acaparar Goyas sin entidad suficiente para despertar afecto y la mayoría por intromisión vergonzosa. Sorprende -en algún caso irrita- que progres incoherentes, contradictorios, santones, confundan el escenario y detenten el púlpito que les confiere una añeja impostura ética. Estos señores (genuinos representantes de la pose, ahítos de sectarismo, maximalistas del disparate, auténticos cavernícolas) se revisten con prendas talares, cuando les dicta su ocasión, e imparten moralina cual indulgencia precisa para ganar el cielo social. ¡Pobres salvadores!

Oscar López, Secretario de Organización del PSOE en Castilla y León, a propósito del comportamiento mostrado por determinados artistas en la gala de los Goya, se dejó oír: “Es normal que el mundo de la cultura analice y verbalice lo que están comentando los españoles todos los días en sus centros de trabajo o en sus propios domicilios”. El señor López desbarra, a resultas de lo que transmiten las sucesivas encuestas del CIS. El problema no es el PP (muñeco del pin pan pum, sin nombrarlo), que lo es; el hartazgo no se debe al caso Gürtel o a los recortes, que también; el conflicto capital, la madre del cordero, se llama políticos, corrupción y sordidez.

Nunca me interesó este escaparate de fachada, hipocresía e “intelectualidad”, como se denominan ellos mismos. Muestran, reiteran, una mediocridad que deja al descubierto magros atractivos, con honrosas exclusiones. Desaproveché un tiempo, que debió ser ameno, y una hora de descanso. Por lo demás, ni fu ni fa. 

 

 

sábado, 16 de febrero de 2013

TODOS LOS POLÍTICOS SON IGUALES


Nadie cauto plantea tal aseveración en su plena literalidad, así como una lectura equilibrada tampoco permite divagaciones semánticas. Sin embargo, a poco, surge la polémica ácida, virulenta. Alguno (poco entusiasmado por el adiestramiento dialéctico, esclavo del dogma) se acoge a una inmoderación inexistente y simplifica la controversia invocando esa acotación cliché: “no se puede generalizar”. ¿Quién nos lo impide? La generalización, como la estadística, debe someterse a requerimiento racional; en ningún caso hay que tomarlas con excesivo formalismo. Por ello, es más fácil desacreditar al emisor a cuenta de su “ligereza” que admitir nuestra propia indigencia lógica.

Si fuera factible establecer una medida capaz de apreciar proximidades o lejanías, sospecho que quienes generalizan, atesorando hábitos, se acercan a la realidad con mayor fortuna que sus oponentes; diestros en una defensa asimismo incorrecta por su disgregación. El detalle nos sustrae campo visual y posibilita la inadvertencia del conjunto. Al “todos son” suele oponerse el “hay mas… que…”. Ambos ofrecen parecidos yerros y su certidumbre se adueña de uno u otro, con alternancia asimétrica proclive al primero aunque la reputación favorezca al segundo. Desde mi punto de vista, es más acertado el calificativo global (yo lo prefiero) y no el contrario que conjetura la existencia de un mayor número de políticos honrados. Me induce a este epílogo el empirismo, jamás la animadversión.

Resulta complejo, como digo, establecer cuál de las dos proposiciones acarrea mayor grado de justeza, aun de justicia, en el debate. A mí, usuario inconsciente del “todos son”, me parece válido cualquiera si adoptamos la cautela de matizar su alcance. Suelo sostener, en este tema, que todos los políticos son iguales pero condiciono el aserto (sin propósitos caritativos) limitando su extensión al añadir “desde un determinado nivel de autoridad hacia arriba”. Quien opine lo contrario o, recreándose, me conceda epítetos u objetivos ayunos de mesura, quizás tolerancia, le invito a que demuestre mi errata. A su vez, yo he de llamar la atención en dos aspectos esenciales. Por un lado, el DRAE aclara que igualdad significa “correspondencia y proporción que resulta de muchas partes que uniformemente componen un todo”. Por otro, son verbos atributivos ser, estar y parecer.

Ateniéndonos a los hechos, la situación política general se adecua al enunciado del  DRAE y al sentido común. Los partidos políticos punteros, sin excepción, conforman bloques homogéneos donde la discrepancia brilla por su ausencia: componen un todo continuo, nivelado. Para que haya desigualdades ha de haber contraste y ninguno de ellos lo permite. Se evidencia, pues, un marco consonante, ligado al mismo rasero en todas las siglas mayoritarias. Además, siguiendo el itinerario filológico, por encima de equivalencias, parecen solaparse ser, estar y parecer. ¿Tengo o no cimientos para sostener que todos los políticos son iguales? ¿Sólo lo parece? Cuando el ciudadano tenga capacidad de elección real, probablemente entonces los políticos dejen de ser iguales. Hasta entonces, seguiré en mis trece. Dejémonos de auspicios y otorguemos a cada cual según sus merecimientos.

Empecemos por el PP que para eso gobierna. Desde el primer instante realiza un papel similar a las alfombras bajo cuya protección se esconden arreglos, chivatazos y corrupciones varias. Ni una censura, ni un proceso; qué decir de reintegros o penas carcelarias. Callemos y en esa atmósfera forzada (ya de imposible pureza) gocemos del BOE, parece ser la consigna. Las explicaciones insólitas de Ana Mato referentes a turbios orígenes del patrimonio matrimonial, abren paso a la pequeñez humana. Alicia Sánchez Camacho estudia querellarse contra Método 3 para, presuntamente, desviar el foco informativo por callar, durante dos años, información de naturaleza delictiva. Apuntar al mensajero siempre promete buenos resultados. A Floriano, respecto al caso Bárcenas en todos sus pormenores, únicamente le resta declarar que la indulgencia del PP sobre el color del dinero se debe a su falta de racismo. ¡Linces, que sois unos linces!

El PSOE, ahora, exige claridad, transparencia y hasta semblante democrático, al tiempo que olvida postreros protagonismos. Exhibe jeta insoportable cuando identifica desastre con PP, sin perjuicio de que este se haya hecho merecedor de críticas fundadas. Cosa distinta es que la oposición mayoritaria muestre fuerza moral para legitimar sus reproches. IU debería también analizar los esfuerzos que realiza en Andalucía para prestigiar sus instituciones, potenciando a tal objetivo su caudal ético. De CiU es mejor correr un tupido velo capaz de tapar abusos, devaneos y latrocinio, enfundados en una atmósfera prepotente e impune.

Sí, todos los políticos son iguales a partir de una determinada cota y yo, nosotros, no tengo, tenemos, toda la culpa. Callando no se elimina la naturaleza privativa de esta casta que, junto a otras de pelaje diverso, ha traído la penuria material, social e institucional a este país donde abundan héroes y villanos. En esta hora de charlotada, de hazmerreir, de vergüenza ajena, que cada palo aguante su vela.

 

sábado, 9 de febrero de 2013

URGE PONERLE EL CASCABEL AL GATO


Decía Robert Fulgham: “Si te rompes el cuello, si no tienes nada que comer, si tu casa está en llamas, entonces tienes un problema. Todo lo demás son inconvenientes”. Nadie negará que España, ahora mismo, tiene un problema; que padecemos serios apuros económicos, éticos e institucionales. En realidad, los venimos arrastrando hace años pero es hoy cuando constatamos su alcance y la maraña crítica que refleja el marco presente. Noticieros, debates y diagnósticos, descubren parcialmente el grado real de deterioro pero percibimos la sensación de que esto no da para más sin poner en grave riesgo la paz social.

Llevamos un siglo anclados en un bipartidismo -actualmente fraudulento- nocivo; no por el hecho en sí, sino debido a esa incuria original que ha sido característica común, aun despreciable,  de los partidos que lo componen. Iniciado el siglo XX, conservadores y liberales prosiguieron con la alternancia pacífica del poder; un pacto que habían alcanzado Cánovas y Sagasta en las postrimerías del siglo XIX. El bipartidismo alternante y democrático (aunque sólo formalmente), al momento, viene representado por el PP, partido de corte conservador, y por el PSOE, sigla de nuevo cuño cuya referencia histórica procede de la Segunda República. Ambos, adosados al gravoso respaldo nacionalista, han venido protagonizando -con incontables penas y escasos goces- los postreros gobiernos.

Siete años habían pasado desde la muerte de Franco cuando el PSOE de Felipe González obtuvo mayoría absoluta en mil novecientos ochenta y dos. Un escenario golpista, el miedo a la involución y algunas promesas seductoras, posteriormente incumplidas, le llevó al triunfo imprevisto, sin paralelismo. Él, su parejo Alfonso Guerra (diluido en los cafelitos del “henmano” Juan), Chaves y otros próceres andaluces, constituyeron el famoso “clan de la tortilla”, menosprecio cargado de título para desprestigiar sus méritos o merecimientos (por favor, lean esto con ironía). Terminó, casi tres lustros después, como Cagancho en Almagro. Vino Zapatero, estrenado el nuevo siglo, a terminar su labor. Por piedad, no añadiré una letra más.

Aznar se aprovechó de toda la corrupción, acumulada en una legislatura incompleta, allá por mil novecientos noventa y seis (el PP gana siempre por deméritos del rival más que por propias virtudes). Un engañoso prestigio económico le permitió repetir legislatura con mayoría absoluta y engreimiento total. Transcurrida una década, informaciones de última hora, ponen en entredicho aquella gobernanza esplendorosa. Cumplido su  compromiso de abandonar el poder, un trágico golpe terrorista -hábilmente aprovechado por el PSOE- dio al traste con las aspiraciones de Rajoy que debió esperar ocho años para certificar embustes e incompetencias.

Esta resumida historia evoca pugnas y torpezas cuyo nexo común, apestado, es el derroche y la corrupción. Seis millones de parados, una clase media insolvente, incluso el aumento progresivo de compatriotas atenazados por la pobreza, es el marco que encuadra la España contemporánea. Sin embargo, a esa élite conocida (a cuyo frente se colocan políticos aventureros, indignos y ladrones) parece interesarle poco si observamos su permanente desenfreno. No temen -pues vaguean para remediarlo- el descrédito, asimismo desapego, que confirman sucesivas encuestas del CIS. Ignoro si esta huida hacia adelante, semejante prueba de insensibilidad (de sinsentido), cabalga a lomos del error en el examen o está impulsada, quizás, por la extraña, inconsciente e inútil acción de quien se siente impelido al vacío.

A los españoles nos queda un pequeño margen de maniobra. Si aceptamos la imposibilidad de que PP y PSOE, inmersos en corrupciones sin fin, desnaturalizadas sus esencias doctrinales (si alguna vez las tuvieron), nosotros tenemos el remedio a mano. Basta con, siguiendo una opción pragmática, arrojar aquello que no sirve. Propongo dos acciones: una abstención colectiva, un dar la espalda a estos políticos de pacotilla, o gestar a través del voto nuevas siglas que puedan homologarse con las de nuestro entorno. Necesitamos un partido socialdemócrata moderno, que cultive el juego limpio; nacional y dispuesto a pactos de Estado por encima de otras consideraciones. UPyD podría ser un buen germen. Su complemento debiera ser un partido liberal nuevo, moderno, coherente, sin complejos ni ataduras. Ciudadanos, por qué no, y su joven líder constituyen una probabilidad esperanzadora.

Pongamos sin demora el cascabel al gato. Salgamos del laberinto malhadado. Animemos a Ciudadanos para que amplíe su presencia a todo el territorio español. Empujemos a UPyD para que abandone todo personalismo retrógrado y antidemocrático. Oigamos a Trotsky y obremos en consecuencia: “Quien se arrodilla ante el hecho consumado es incapaz de enfrentarse al porvenir”. Amén.

domingo, 3 de febrero de 2013

AUTOCRACIA, DEMOCRACIA Y PARTIDOCRACIA


Sé que salirse del cauce implantado artificialmente por el poder, negarse a comulgar con ruedas de molino, acarrea un rechazo general porque se descubren manejos, afanes, de la élite y desidias, cuando no sometimientos, de una masa social sensible sólo a que se descubran sus carencias. Sin embargo, preciso exponer mis lucubraciones; me siento en la obligación moral. Ignoro si el germen propulsor viene determinado por una añeja vocación didáctica -deformación profesional- o acaso fruto de un desahogo vehemente. 

Me parece incalificable (cualquier intento quedaría cicatero) la actitud, entusiasta u holgazana, de los políticos casi sin excepción. Mientras seis millones de compatriotas, entre ellos uno de mis hijos, se topan con tanta miseria generada, estos truhanes continúan enzarzados en eternos desafíos partidarios y, desde luego, escamoteando cuanto pueden. Hoy, intereses comunes han propiciado conductas similares. Financieros que aprovechan sus medios de comunicación, empresarios, políticos, sindicalistas y jueces emiten un discurso virtuoso, eximente, glorificador. Con esta entraña, conforman una casta parásita y privilegiada. Mantienen, sin retraimiento, la existencia vital de los partidos en democracia porque, dicen, ellos son un mal necesario; pero, añado, ni tan malos ni tan necesarios. A veces, para cubrir el expediente, indican con la boca pequeña ciertas deficiencias, asimismo convulsiones, del sistema. Estas denuncias, cara a la galería, se acompañan enseguida por improperios insidiosos a quien –ajeno al dominio- ose poner en tela de juicio las esencias democráticas; señuelo que blanden con exceso para ¿legitimar? abusos y latrocinios.

Personajillos y periodistas -amantes de loas, aun genuflexiones- utilizan sutiles estrategias de alienación ciudadana para dar cabida a conceptos desvirtuados en aras al mensaje sugerente. Suelen centrar el foco manipulador sobre términos relativos a sistemas políticos. Con frecuencia oponen fascismo a democracia, olvidando conscientemente su gemelo totalitarismo, parigual opresor y sanguinario. No obstante, ambos (fascismo y totalitarismo) son fósiles históricos, fenecidos, en países desarrollados. Los vestigios, acumulados en China, Cuba u otras naciones del tercer mundo, van limitando excesos; presentan cierto rostro humanoide. Eran, en definitiva, regímenes surgidos al amparo de situaciones sociales límite en la Rusia zarista, el Imperio Chino, o azares políticos y económicos en Europa a lo largo de la primera mitad del siglo veinte.

Salvo estos sistemas antedichos que imponen la humillación social -por tanto individual- como principio eficiente, el mundo industrializado se organiza en democracias. Ello no asegura la verdadera participación ciudadana, ni mucho menos. Depende de los pueblos, de su cultura política, de sus prohombres, pero sobre todo de su sociedad. España arrastra una historia terrible. Los dos últimos siglos y el inicio del presente, ha padecido la concurrencia de reyes ruines, políticos codiciosos, desaforados, junto a una sociedad sin cabeza, dogmática, que ha permitido (con la labor subterránea de “intelectuales” e informadores que renuncian a su ministerio) el trueque de la razón pura por una instrumental capaz de confundir fines y medios. Así, la democracia no es un colofón; es la herramienta idónea para alcanzar aquel objetivo revolucionario de: “libertad, igualdad, fraternidad”.

Los setenta y cinco años postreros nos han dejado una muestra viva de casi todos los sistemas cuyo lexema es “cracia”. Empezamos con la autocracia franquista, alimentada por políticos ciegos que desoyeron los consejos juiciosos del socialista Julián Besteiro. Fue un gobierno, desde mi punto de vista, con muchísimas sombras al principio para ir suavizando su carácter, mediados los cincuenta del pasado siglo, una vez firmados los pactos bilaterales con EEUU y consumado posteriormente el Contubernio de Múnich. Aquella época fue testigo de la mitad de mi vida y, en verdad, no guardo malos recuerdos. Quizás se deba este hecho a que era un régimen con enorme apoyo social a consecuencia del desengaño republicano, régimen infausto que forzó la Guerra Civil.

Cuando murió Franco, prebostes del franquismo, un rey que había aprendido la lección histórica, Adolfo Suárez y el aval generoso, asimismo calculado, de Felipe González y Santiago Carrillo, trajeron una democracia difícil, vigilada. A poco, los socialistas empezaron a mostrar tics sospechosos, preocupantes, cuando aprobaron la Ley Orgánica del Poder Judicial que sometió a los jueces, de hecho, al poder legislativo. Consecuencia inmediata fue la célebre frase: “Montesquieu ha muerto” atribuida a Alfonso Guerra. Por unas u otras razones, el sistema configuró una democracia débil, virtual, postiza; impostura aceptada por la colectividad, parecía, de buen grado. No obstante, la desvergüenza, el derroche, la impunidad, el saqueo, la crisis, etc., traslucen un futuro alarmante.

Enseguida, PP y PSOE sentaron las bases político-jurídico-sociales para convertir el remedo en una partidocracia (deformación sistemática de las oligarquías partidistas) asfixiante en donde los respectivos aparatos acumulan un poder absoluto, casi tiránico con matices. Tal circunstancia y la organización territorial del Estado van conformando una corrupción institucionalizada. Como consecuencia, esta democracia formal (partidocracia real), aquí y ahora, ha impulsado la cleptocracia (gobierno de ladrones) que, a quien tenemos ya determinada edad, faculta mirar sin rencor épocas pasadas. Semejantes políticos, demasiado trincones, van a dejar por bueno el franquismo; igual que los excesos de una república desenfrenada lo hizo casi necesario para poner algo de orden. Necesitamos la regeneración política y democrática de manera inminente. Es un camino imprescindible para superar la miseria económica, institucional y ética. El trayecto está lleno de obstáculos pero, según Mao Tsé-Tung “la marcha más larga comienza con el primer paso”.