Decía Robert Fulgham: “Si te rompes el
cuello, si no tienes nada que comer, si tu casa está en llamas, entonces tienes
un problema. Todo lo demás son inconvenientes”. Nadie negará que España, ahora
mismo, tiene un problema; que padecemos serios apuros económicos, éticos e
institucionales. En realidad, los venimos arrastrando hace años pero es hoy
cuando constatamos su alcance y la maraña crítica que refleja el marco presente.
Noticieros, debates y diagnósticos, descubren parcialmente el grado real de
deterioro pero percibimos la sensación de que esto no da para más sin poner en
grave riesgo la paz social.
Llevamos un siglo anclados en un
bipartidismo -actualmente fraudulento- nocivo; no por el hecho en sí, sino debido
a esa incuria original que ha sido característica común, aun despreciable, de los partidos que lo componen. Iniciado el
siglo XX, conservadores y liberales prosiguieron con la alternancia pacífica
del poder; un pacto que habían alcanzado Cánovas y Sagasta en las postrimerías
del siglo XIX. El bipartidismo alternante y democrático (aunque sólo
formalmente), al momento, viene representado por el PP, partido de corte
conservador, y por el PSOE, sigla de nuevo cuño cuya referencia histórica
procede de la Segunda República. Ambos, adosados al gravoso respaldo
nacionalista, han venido protagonizando -con incontables penas y escasos goces-
los postreros gobiernos.
Siete años habían pasado desde la muerte
de Franco cuando el PSOE de Felipe González obtuvo mayoría absoluta en mil
novecientos ochenta y dos. Un escenario golpista, el miedo a la involución y
algunas promesas seductoras, posteriormente incumplidas, le llevó al triunfo
imprevisto, sin paralelismo. Él, su parejo Alfonso Guerra (diluido en los cafelitos
del “henmano” Juan), Chaves y otros próceres andaluces, constituyeron el famoso
“clan de la tortilla”, menosprecio cargado de título para desprestigiar sus
méritos o merecimientos (por favor, lean esto con ironía). Terminó, casi tres
lustros después, como Cagancho en Almagro. Vino Zapatero, estrenado el nuevo
siglo, a terminar su labor. Por piedad, no añadiré una letra más.
Aznar se aprovechó de toda la
corrupción, acumulada en una legislatura incompleta, allá por mil novecientos
noventa y seis (el PP gana siempre por deméritos del rival más que por propias
virtudes). Un engañoso prestigio económico le permitió repetir legislatura con
mayoría absoluta y engreimiento total. Transcurrida una década, informaciones
de última hora, ponen en entredicho aquella gobernanza esplendorosa. Cumplido
su compromiso de abandonar el poder, un
trágico golpe terrorista -hábilmente aprovechado por el PSOE- dio al traste con
las aspiraciones de Rajoy que debió esperar ocho años para certificar embustes
e incompetencias.
Esta resumida historia evoca pugnas y
torpezas cuyo nexo común, apestado, es el derroche y la corrupción. Seis
millones de parados, una clase media insolvente, incluso el aumento progresivo
de compatriotas atenazados por la pobreza, es el marco que encuadra la España contemporánea.
Sin embargo, a esa élite conocida (a cuyo frente se colocan políticos
aventureros, indignos y ladrones) parece interesarle poco si observamos su
permanente desenfreno. No temen -pues vaguean para remediarlo- el descrédito,
asimismo desapego, que confirman sucesivas encuestas del CIS. Ignoro si esta
huida hacia adelante, semejante prueba de insensibilidad (de sinsentido),
cabalga a lomos del error en el examen o está impulsada, quizás, por la
extraña, inconsciente e inútil acción de quien se siente impelido al vacío.
A los españoles nos queda un pequeño
margen de maniobra. Si aceptamos la imposibilidad de que PP y PSOE, inmersos en
corrupciones sin fin, desnaturalizadas sus esencias doctrinales (si alguna vez
las tuvieron), nosotros tenemos el remedio a mano. Basta con, siguiendo una
opción pragmática, arrojar aquello que no sirve. Propongo dos acciones: una
abstención colectiva, un dar la espalda a estos políticos de pacotilla, o
gestar a través del voto nuevas siglas que puedan homologarse con las de
nuestro entorno. Necesitamos un partido socialdemócrata moderno, que cultive el
juego limpio; nacional y dispuesto a pactos de Estado por encima de otras
consideraciones. UPyD podría ser un buen germen. Su complemento debiera ser un
partido liberal nuevo, moderno, coherente, sin complejos ni ataduras.
Ciudadanos, por qué no, y su joven líder constituyen una probabilidad
esperanzadora.
Pongamos sin demora el cascabel al gato.
Salgamos del laberinto malhadado. Animemos a Ciudadanos para que amplíe su
presencia a todo el territorio español. Empujemos a UPyD para que abandone todo
personalismo retrógrado y antidemocrático. Oigamos a Trotsky y obremos en
consecuencia: “Quien se arrodilla ante el hecho consumado es incapaz de
enfrentarse al porvenir”. Amén.
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