Sé que salirse del cauce implantado
artificialmente por el poder, negarse a comulgar con ruedas de molino, acarrea
un rechazo general porque se descubren manejos, afanes, de la élite y desidias,
cuando no sometimientos, de una masa social sensible sólo a que se descubran
sus carencias. Sin embargo, preciso exponer mis lucubraciones; me siento en la
obligación moral. Ignoro si el germen propulsor viene determinado por una añeja
vocación didáctica -deformación profesional- o acaso fruto de un desahogo vehemente.
Me parece incalificable (cualquier
intento quedaría cicatero) la actitud, entusiasta u holgazana, de los políticos
casi sin excepción. Mientras seis millones de compatriotas, entre ellos uno de
mis hijos, se topan con tanta miseria generada, estos truhanes continúan
enzarzados en eternos desafíos partidarios y, desde luego, escamoteando cuanto
pueden. Hoy, intereses comunes han propiciado conductas similares. Financieros
que aprovechan sus medios de comunicación, empresarios, políticos, sindicalistas
y jueces emiten un discurso virtuoso, eximente, glorificador. Con esta entraña,
conforman una casta parásita y privilegiada. Mantienen, sin retraimiento, la existencia
vital de los partidos en democracia porque, dicen, ellos son un mal necesario;
pero, añado, ni tan malos ni tan necesarios. A veces, para cubrir el
expediente, indican con la boca pequeña ciertas deficiencias, asimismo convulsiones,
del sistema. Estas denuncias, cara a la galería, se acompañan enseguida por
improperios insidiosos a quien –ajeno al dominio- ose poner en tela de juicio
las esencias democráticas; señuelo que blanden con exceso para ¿legitimar?
abusos y latrocinios.
Personajillos y periodistas -amantes de
loas, aun genuflexiones- utilizan sutiles estrategias de alienación ciudadana
para dar cabida a conceptos desvirtuados en aras al mensaje sugerente. Suelen
centrar el foco manipulador sobre términos relativos a sistemas políticos. Con
frecuencia oponen fascismo a democracia, olvidando conscientemente su gemelo
totalitarismo, parigual opresor y sanguinario. No obstante, ambos (fascismo y
totalitarismo) son fósiles históricos, fenecidos, en países desarrollados. Los
vestigios, acumulados en China, Cuba u otras naciones del tercer mundo, van
limitando excesos; presentan cierto rostro humanoide. Eran, en definitiva,
regímenes surgidos al amparo de situaciones sociales límite en la Rusia
zarista, el Imperio Chino, o azares políticos y económicos en Europa a lo largo
de la primera mitad del siglo veinte.
Salvo estos sistemas antedichos que
imponen la humillación social -por tanto individual- como principio eficiente,
el mundo industrializado se organiza en democracias. Ello no asegura la
verdadera participación ciudadana, ni mucho menos. Depende de los pueblos, de
su cultura política, de sus prohombres, pero sobre todo de su sociedad. España
arrastra una historia terrible. Los dos últimos siglos y el inicio del
presente, ha padecido la concurrencia de reyes ruines, políticos codiciosos,
desaforados, junto a una sociedad sin cabeza, dogmática, que ha permitido (con
la labor subterránea de “intelectuales” e informadores que renuncian a su
ministerio) el trueque de la razón pura por una instrumental capaz de confundir
fines y medios. Así, la democracia no es un colofón; es la herramienta idónea para
alcanzar aquel objetivo revolucionario de: “libertad, igualdad, fraternidad”.
Los setenta y cinco años postreros nos
han dejado una muestra viva de casi todos los sistemas cuyo lexema es “cracia”.
Empezamos con la autocracia franquista, alimentada por políticos ciegos que
desoyeron los consejos juiciosos del socialista Julián Besteiro. Fue un
gobierno, desde mi punto de vista, con muchísimas sombras al principio para ir
suavizando su carácter, mediados los cincuenta del pasado siglo, una vez
firmados los pactos bilaterales con EEUU y consumado posteriormente el Contubernio
de Múnich. Aquella época fue testigo de la mitad de mi vida y, en verdad, no
guardo malos recuerdos. Quizás se deba este hecho a que era un régimen con
enorme apoyo social a consecuencia del desengaño republicano, régimen infausto
que forzó la Guerra Civil.
Cuando murió Franco, prebostes del
franquismo, un rey que había aprendido la lección histórica, Adolfo Suárez y el
aval generoso, asimismo calculado, de Felipe González y Santiago Carrillo,
trajeron una democracia difícil, vigilada. A poco, los socialistas empezaron a
mostrar tics sospechosos, preocupantes, cuando aprobaron la Ley Orgánica del
Poder Judicial que sometió a los jueces, de hecho, al poder legislativo.
Consecuencia inmediata fue la célebre frase: “Montesquieu ha muerto” atribuida
a Alfonso Guerra. Por unas u otras razones, el sistema configuró una democracia
débil, virtual, postiza; impostura aceptada por la colectividad, parecía, de
buen grado. No obstante, la desvergüenza, el derroche, la impunidad, el saqueo,
la crisis, etc., traslucen un futuro alarmante.
Enseguida, PP y PSOE sentaron las bases
político-jurídico-sociales para convertir el remedo en una partidocracia
(deformación sistemática de las oligarquías partidistas) asfixiante en donde
los respectivos aparatos acumulan un poder absoluto, casi tiránico con matices.
Tal circunstancia y la organización territorial del Estado van conformando una
corrupción institucionalizada. Como consecuencia, esta democracia formal
(partidocracia real), aquí y ahora, ha impulsado la cleptocracia (gobierno de
ladrones) que, a quien tenemos ya determinada edad, faculta mirar sin rencor
épocas pasadas. Semejantes políticos, demasiado trincones, van a dejar por
bueno el franquismo; igual que los excesos de una república desenfrenada lo hizo
casi necesario para poner algo de orden. Necesitamos la regeneración política y
democrática de manera inminente. Es un camino imprescindible para superar la
miseria económica, institucional y ética. El trayecto está lleno de obstáculos
pero, según Mao Tsé-Tung “la marcha más larga comienza con el primer paso”.
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