Presunción de inocencia
es un formulismo jurídico que termina cuando los hechos muestran culpabilidad
sin ningún resquicio de duda. El término no disuelve culpa alguna, simplemente
le falta cotejo oficial, garantía. Por este motivo, el presunto -visto de forma
estricta, rigurosa- recibe a menudo resolución condenatoria por parte de una
sociedad que impide escapismos groseros. Hay momentos, circunstancias, en los
que la suma de detalles indiciarios justifica ciertos criterios allende el
protocolo. Tal vez aniden aquí las reflexiones para una sociedad dispuesta a alejarse
de principios jurídicos que ofrecen seguridad, pero también posibilidades de
transgresión gratuita. Pecando de ingenuidad solemne, querría ver a nuestros
políticos juzgados con normativa similar a aquella que sirve de base a la Ley
contra la Violencia de Género. De esta guisa, el ciudadano (como justiciable
débil) quedaría asistido incluso restituyéndole codicias delictivas.
Como digo, la presunción
no es -por necesidad- fuente objetiva de inocencia. Significa solo un
paréntesis ritual. El individuo, bien a título personal bien miembro pleno de
una sociedad vertebrada y democrática, tiene el derecho a expresar su parecer.
En suma, más allá de cualquier proceso judicial, debe usar su soberanía
irrecurrible. Estoy convencido de que semejante planteamiento intimida a cualquier
sigla sin excepción. Es prueba redundante de que temen menos a las resoluciones
judiciales que a los modos sociales. Quizás a los dos por igual: nada. ¿Tiene
este escenario ocultas especulaciones? ¿Demuestra o previene parcialidad,
amiguismo, trato exquisito, entre jueces y políticos? Ni afirmo ni niego, pero
no se me ocurrirá poner la mano en el fuego.
Decía Theodor Heuss:
“Quien siempre dice la verdad, puede permitirse tener mala memoria”. Ignoro si
la frase es un digno elogio al virtuoso o una caricatura fiel de los políticos
patrios, extraños a retentivas y evangelios, pero hartos de patriotismo
putativo. Me inclino por el segundo supuesto. Tenemos motivos de sobra para
juzgar a nuestros prohombres no solo de farsantes, sino (encima) cortos de
memoria. Y eso que hubo uno con ínfulas suficientes, suicidas, para recrear la
memoria histórica; olvidada, arisca y algo sinuosa. Los actuales tiempos son
exuberantes en sandios de tomo y lomo. Es necesario ceñirse a los “actuales”
porque de los “primeros” no somos testigos presenciales y hay mentes que
únicamente disciernen la Historia al amparo de vivencias personales. “Creo aquello
que veo” es vicio bíblico y alegato laico, arrogante, al crédito de quienes se
han molestado -con esfuerzo- transmitir lo que escapa a la divulgación oral.
Axioma es proposición que
no necesita trámite ni apoyatura para su veracidad; es la verdad en esencia.
Equivale a confirmar que cualquier político, ante supuestos ilícitos, se rearma
invocando sentencia firme. No le sirve la ortodoxia pública o publicada, se
deja llevar únicamente por fallo oficial. El juez para ellos, más allá de
garantizar justeza y justicia, es su tabla de salvación, su último refugio.
Primero porque, a veces, los veredictos son tan lentos que cuando se realizan
han prescrito incluso para una sociedad olvidadiza, tal vez melindre. Pudiera
ocurrir, en segundo lugar, que la certidumbre social ocupara el extremo opuesto
de una lógica jurídica garantista, a lo peor amaestrada. Los políticos, con
grave error crediticio, abrazan casi siempre la bondad de las sentencias
judiciales. Advierten el callado rigor del examen popular. Rebasado este, aquel
constituye pellizco de monja por oneroso que resulte.
Disponemos de ejemplos
para todos los gustos. Si salvamos el delirio catalán, melodramático,
desgarrador (al carecer de asiento y leyes normales), los demás casos fijan el
enfrentamiento, al menos cronológico, entre juicio público y respuesta
jurídica. Lo habitual es que la sociedad, además de responder rápido, acopie
recelos viscerales a poco que tenga vestigios. La justicia, con el aura de
serenidad que representa esa balanza equilibrada y equilibradora, se gana al
político temeroso. Quizás la venda, en estos tiempos turbios, resulte una
prenda inútil, incómoda, casi insultante. Podemos es la sigla tratada con mayor
benevolencia o menor rigor por jueces y medios. Como reparación, recibe un
rechazo social insuperable. La gente tiene plena certidumbre de lo que sería
España, sus gentes, con ellos en el poder.
Ayer, escuché a un
representante socialista que Ciudadanos debiera apoyar una hipotética
investidura de Ángel Gabilondo para restaurar un gobierno “decente” en la
Comunidad madrileña. Aparte un desenfreno ético, ofrece, en toda su desnudez,
la tesis que vengo abonando desde el epígrafe. La verdad jurídica,
apriorísticamente, notifica la corrupción sistémica del PP y el aliño del PSOE.
Sin que la certidumbre social, en este trámite, difiera demasiado de aquella
verdad jurídica, no parece que el PSOE salga ileso. Lo predicen las encuestas
con intención de voto, pese al deterioro infligido al PP por la señora
Cifuentes y que le sigue infligiendo el señor Rajoy.
Porque, vamos a ver, ¿aplica
don Mariano de manera correcta el artículo ciento cincuenta y cinco? ¿Quién
organiza el caos que exhibe un ejecutivo sin control? ¿Por qué se acepta el
voto delegado de diputados huidos? ¿Qué hay tras los pactos con el PNV para
aprobar los presupuestos, además de la subida impuesta de las pensiones? ¿El
PNV peleando por los españoles? Estos interrogantes, y otros al alcance de
cualquier ciudadano observador, escapan a la verdad jurídica pero no a la certeza
general. Sospecho que los expertos en dinámicas sociales tengan las respuestas
que esta caterva de timadores no saben, o no quieren, apreciar. Más aún; y entresaco
uno entre mil. Sobre el latrocinio del Banco Popular, no hay verdad jurídica;
no obstante, es unánime la certidumbre social.