Quizás alguien piense que
fuera más preciso el verbo inquietan e incluso atemorizan. Pero no, a mi
edad pocas cosas me inquietan y, menos, atemorizan. Cada cual es libre de
permitir o resistirse a entusiasmos, afectos, capaces de reequilibrar una
existencia con escasos altibajos. Hoy estamos sometidos a la planificación
interesada de un poder que, con diferentes aspectos, exprime nuestra libertad
hasta convertirnos en siervos medievales. Ante esta situación anómala me
rebelo, nos rebelamos algunos, sintiendo la soledad del que hace la guerra por
su cuenta. No hay otra salida, o es muy improbable, porque una guadaña
advenediza, opaca, corta cualquier intento colectivo. Quienes debieran amparar
esta insurrección cívica -el cuarto poder- resultan, nunca mejor dicho, tigres
de papel.
Pese al aumento de
opiniones poco tranquilizadoras, tengo dudas razonables de que el marco
político-socio-institucional sea comparable al de postreros tiempos, siempre
terribles, remozados por gente irreflexiva o depravada. Radicalizar las dos
Españas no puede tener otro interés electoral que dinamizar amplios sectores
abocados a la indolencia, al abstencionismo, por continuas frustraciones y
hartazgos seculares. En definitiva, fomentan la participación en un ritual inconsciente,
cada vez con menos basa democrática. Se ha llegado a esa ligereza anodina, casi
necia, llamada costumbre. Sin embargo, gentes -tal vez agentes- contumaces, pretenden
corregir a los que somos abstencionistas con peregrinos argumentos. Incluso
progres, reales o presuntos, en una contorsión extraña respecto a sus propias
concepciones hablan de deber ciudadano. Les es difícil advertir que vivimos una
democracia, aunque muy profanada; los últimos meses, exangüe.
Quienes -por desgracia-
manifiestan pocas luces han recibido siempre un afecto especial por individuos
de su entorno. Había un consenso tácito para hacerles llevadero ese trago
inapreciable para ellos. El hecho era incontrovertible en cualquier grupo
social. Pero hete aquí que ha llegado la política y aquellas exaltaciones humanas
han perdido carga virtuosa. Desde una óptica higiénica y amistosa, podemos
distinguir tres tipos de tontos. Los que aceptan el trance sin disimulos, con
naturalidad. Gozan todavía de esa aceptación residual y solidaria. Aquellos que
realizan ímprobos, e inútiles, esfuerzos a fin de ocultar lo que les resulta
especialmente importuno, irritante. Deben aguantar, además, un rechazo
generalizado. Termina la serie con quienes están convencidos de que los tontos
son el resto, todos menos ellos. Tales especímenes tienen un nombre extraño al
inventario: políticos.
Esta caterva de imperecederos
sandios, a poco, ha construido una democracia ad hoc y languidece en ella con
auténtico deleite. Ignoro que calificativo debería imponerse a quien inicia el
“servicio” público de adolescente y se jubila en él. Sí, ya sé que se le llama
político mitigando -a duras penas- el verdadero dominio: farsante. La otra cara
de la moneda, denominada sociedad, exhibe un rostro macilento, ajeno. Ambas
partes, cara y cruz, resultan fieles componentes alegóricos de cualquier
sociedad “civilizada”. Podemos suavizar al extremo, pero sus integrantes se
adscriben forzosamente a uno de estos dos colectivos. Bien forman parte de la
cara, que yo intitulo jeta; bien de la cruz, nunca mejor dicho. Si obviamos
ligeras correcciones, cumplen al dedillo esa vieja sentencia: “Unos nacen con
estrellas y otros estrellados”.
Las ejecutorias de
nuestros políticos, sin excluir sigla alguna, constatan su pertenencia al
tercer grupo de lerdos. Desde Felipe González a Pedro Sánchez, el deterioro ha
sido notable. Humo y paja formaron parte sustantiva de su mágico deambular por la
escena histriónica, grandilocuente, fabulosa. Creían camelar a un pueblo
inculto, amante del sesteo, “so verano”, como calificaba tiempo atrás -haciendo
un juego de palabras curioso- para indicar el letargo estival, histórico, que
lo define. A veces, incluso la sospecha cristalizaba en certidumbre plena. Todos,
a mayor o menor gloria, han vendido una burra averiada, inválida. Sin embargo, durante
los últimos meses se ha superado un récord legendario. Sánchez centra su incapacidad
evidente, novicia, en el fecundo y peligroso enfrentamiento social. Ignoro si
le dará generosos réditos electorales, o si el nuevo gurú advierte algún hito especial
para seguir esa senda, pero vislumbro un futuro turbio, conflictivo, probablemente
demoledor.
Con menor incidencia,
influye también de forma vertebral la actitud fanática, huérfana de cualquier propósito
atemperado, cordial. Aquí el abanico engloba además a medios y periodistas que abren
sus fauces codiciosas al dogma revestido de vil metal. Porque, abandonada la
querencia dialéctica, el fanatismo desecha todo prurito intelectual a fin de trocarse
opción pecuniaria. Quien siga asiduamente tertulias y debates comprenderá la
diferencia entre los que apuestan por el razonamiento argumentado y los que
imponen, o lo pretenden, formas agresivas para ventear mensajes escasos de
rigor. Sin formar parte de los ejecutivos, pero apéndices del poder en sus
variadas facetas, se sienten vehementes valedores de la farsa. Eso sí,
generosamente retribuidos. Pese al autobombo, venden su dignidad por un plato
de lentejas. Son pocos, dirá algún verso suelto de la quinta columna soslayando
su capacidad contagiosa, maligna.
Resulta claro, pues, que
estamos enclaustrados a merced de tontos y fanáticos. El marco adjunto mortifica,
acongoja (expresión audible sustituta de otra peor sonante). Debe cambiar a
fondo la mentalidad ciudadana, si queremos que esto revierta, y alejarnos de
tópicos incrustados que hacen anidar una quimera permanente. Hemos de desterrar
el maniqueísmo absurdo, antihumano y divergente. No existen individuos solo
malos, tampoco los hay solo buenos; la bondad o maldad aislada supera al hombre.
Sería bueno que desde ahora mismo fuésemos desechando tópicos furtivos e
inciertos; tan falsos que el despiste o la necedad impiden apreciar cuánto objetivo
soterrado lleva su entraña.
Termino aludiendo a políticos
que maltratan a su especie. No preciso concretar porque su identidad es de dominio
público. Similares al resto en lo común, estos vienen de fábrica equipados con
especial distintivo: verborrea utópica, desaliñada, disgregadora. Dominan y
ejercen todos los defectos del sistema presuntamente democrático. Les distingue,
de fondo, cierto desvarío psicológico forjando su propia esquizofrenia. Suponía
-ahora lo constato- que la estupidez humana alcanza magnitudes astronómicas. Tan
disparatada majadería, no la excusa el ansia de poder, menos una ambición
malsana.