viernes, 27 de diciembre de 2013

GRACIAS, SEÑOR MONTORO


 

Decía Goethe:”Allí  donde hay mucha luz, la sombra es más negra”. Este aforismo parece referirse al devenir y comportamiento de un partido que despertó extraordinarias expectativas, vacías durante dos nefastas legislaturas. El PP, sin esfuerzo, supo alentar los sentidos prosaicos del elector. Declaraciones, silencios y gestos adobados con futuras realidades virtuales, le permitieron obtener una increíble mayoría absoluta. Eran los tiempos de luz cegadora, de regocijo sin sustancia, quizás de quimera. Pronto, tras ávidas jornadas, la sombra del desencanto empezó a ganar terreno. Traslucía tonos oscuros, inquietantes. Sólo conspicuos seguidores (tontos de los cojones, en célebre y exquisito verbo del munícipe) siguieron adorando al gigante de barro. Algunos empezamos a comprender que Rajoy era un clon de Zapatero acicalado con terno vistoso para la ocasión.

La metafísica aprecia el bien como realidad perfecta o suprema. Es evidente que, desde este punto de vista, estamos anegados por el mal. Nadie en su sano juicio puede afirmar que vivimos la perfección. Somos, debido a ello, esclavos de una maldad que contraviene -ignoro si deliberadamente- todos los códigos de conducta moral. Nuestra sociedad posee razones empíricas y argumentos fiables para apreciar el grado de incuria que afecta al ejecutivo. En síntesis, y lejos de un relato tedioso, el gobierno ha ido colocando parches sin atreverse a explorar el problema. Ineptitudes, temores, o ambos en inoperante conjunción, impidieron dar pasos firmes más allá de los proyectos. Es un gobierno siempre en estudio; le cuesta desarrollar la práctica y suspende. Promueve un círculo vicioso. Parafraseando al marqués de Sade, no hay mayor tortura para el contribuyente que la estupidez y la maldad de sus gobernantes.

Ferdinand Galiani recomendaba: “No temáis a los malvados. Tarde o temprano acaban por desenmascararse”. Hemos tardado poco en darnos cuenta del verdadero material que disfraza a quienes regentan el Estado. Al igual que esa imagen del astronauta unido a la cápsula por un tubo (particular cordón umbilical), los españoles colgamos en el espacio político indefensos, sujetos a una inmisericorde Ley de Murphy. No hay escapatoria ni indulgencia. Nuestro destino lo rige tal caterva de pretenciosos palabreros -ineptos, trincones e inmoderados- que se impone tomar medidas severas. Resulta rara tanta mediocridad; pero los hechos, asimismo las consecuencias, ratifican todos los extremos. Como casi siempre, se llevan la palma aquellos ministerios que delimitan nuestra ubicación. Interior y Exteriores sobrepasan cualquier media; son líderes destacados. Uno, dentro, se mueve en laberíntico itinerario dando pasos que le encaminan a ninguna parte. Excarcelar presos de ETA y un liberticida Proyecto de Seguridad Ciudadana, encarnan sus dos logros más “meritorios”. El otro, fuera, en loable avenencia, diseña rutas cabalistas, espectrales, relegadas para el común.

Personalmente, mis preferencias, mis encomios y mi gratitud -sin duda alguna- tienen patrono: el ministro de Hacienda. Bajo una capa de prepotente chulería y desahogo, encontramos un personaje circunspecto, sesudo, eficaz. Cauto, diversifica tiempos y pautas con mano de cirujano. Al compás, corta (recorta) asemejando estilo y decisión más a cuchillo de cocinero que a tijeras de sastre. Peca mortalmente quien juzgue su sinvivir de oneroso, mezquino o provocativo. Cuando solventes peritos averigüen el déficit real -diferente del estadístico, precocinado- advertiremos su esfuerzo para que supere sólo dos o tres puntos al seis y medio previsto por la UE. Muy pocos seremos conscientes de su titánica brega por nivelar oferta y demanda agregadas. Nadie le tolerará la mínima desviación del Presupuesto. ¡Qué injusto se muestra el individuo cuando tocan su bolsillo!

Creo, no obstante, que al ministro le crea una imagen árida, le confunde, el reproche tendencioso de su gestión económica. Olvidamos que la praxis le viene impuesta por un presidente lego, por una herencia terrible y por la troika maldita que compone música fúnebre para acompañar los despojos de un pueblo malvendido. Toda empresa virtuosa suele presentar algún poro que enturbia una trayectoria limpia, inmaculada. La idea punitiva de gravar un veinte por ciento todo premio superior a dos mil quinientos euros, supone el borrón insólito que empaña su selecto currículo. Desconozco qué vahído le impulsó a cometer disfunción tan paradójica.

El Libro de Isaías, en su capítulo cincuenta y cinco, expresa que los caminos del Señor son insondables. Mi caso constata las palabras de Isaías. Antes de que el señor Montoro tuviera la inoportuna ocurrencia, yo era un jugador golpeado por los hados. Desde ese momento, al inicio de dos mil trece, la fortuna me acompaña todas las semanas. Bonoloto, primitiva, euromillón, lotería de Navidad, Niño, etc., no finalizan de tentar mi suerte. Eso sí, siempre el reintegro. Encima, como nunca llego a cobrar dos mil quinientos euros, permanezco en paz con el fisco. Menudo chollo.

Gracias, gracias mil, señor Montoro. En primer lugar -completando lo dicho- por abrir mi mente a esa máxima de Terencio: “Cuando se puede evitar un mal, es necedad hacerlo”. A continuación, por demostrarme con pruebas la falsedad del Teorema de Ginsgberg que se levanta sobre tres asertos: No puedes ganar; no puedes desempatar; tampoco puedes abandonar el juego.

 

 

viernes, 20 de diciembre de 2013

SALIR DEL ASOMBRO


Tengo un nieto de ocho años que a cualquier pregunta rutinaria suele responder invariablemente “no lo sé”. Pareciera el recurso fácil del niño atolondrado, vago y maquinal. Un vivales que, más allá de su capricho, todo le importa un bledo. Aunque retrato y realidad concordasen con precisión, el apunte no corresponde sólo a un ejemplo concreto ni a un estadio de vida determinado. Una buena amiga, adulta, juiciosa, locuaz, siempre que analizamos el discurrir -quizás deslizar- de los acontecimientos, si le acucio con alguna conjetura de futuro, me da la misma réplica: “no sé”. Este caso, con todo, es diferente del anterior. Mi amiga, como cualquiera, aprecia la complejidad del momento. Observa un entorno confuso, lleno de tinieblas, y no se atreve a aventurar una salida impecable, ajustada a toda precisión lógica, al vaticinio ancestral  del oráculo.

Se hace preciso, perentorio, encaminarse al final de la crisis. El mayor impedimento es que soportamos varias. Nos acechan verdaderas dificultades para desentrañar cuándo va a concluir la económica. Quedaría por dilucidar una contigua, el conflicto social, y otra  cuya trascendencia no se calcula en su justa medida: el escollo institucional. Políticos del gobierno, tan visionarios como los del ejecutivo anterior, ven a poco salida de la indigencia. Desconozco qué oftalmólogo preserva sus ojos. Pese a tan radiante fanfarria, estaríamos hablando de la menos lesiva aunque las cosas del comer sean cruciales. Queda por resolver un agudo dilema social, con hondas diferencias, y la restauración de una dinamizadora clase media. Desde mi punto de vista, no obstante, la convivencia pacífica se vertebra en la organización territorial del Estado.

Walter Bagehot, siglos atrás, enunció algo que encaja a la perfección conmigo: “Un maestro de escuela debe tener una atmósfera de temor, y caminar con asombro, como si estuviera sorprendido de ser él mismo”. Verdad es que, en este punto, me ronda cierta prevención y siempre admiré de alguna manera ser yo mismo. Pero donde alcanza el pleno es en ese dictamen de caminar con asombro. Creo que esta última encomienda del señor Bagehot, incluso ignorando qué casta política deberíamos padecer, se hace usual, genérica. La gente tiene sobrados motivos para alimentar un asombro reiterado, terco. Partidos, junto a gerifaltes, pierden el norte ideológico; se dejan seducir por corruptelas y arrebatos de poder. Sin esfuerzo, manipulan su propia mente para recrear un venero adoctrinador. A renglón seguido lo hacen con las de sus compatriotas. Aquí nace el éxito electoral que explotan de manera inigualable. No son ellos mismos ni se sorprenden. Reivindican ser el auténtico tejido nacional, lanza de la democracia viva, reivindicatoria. Nos engañan coadyuvados por fervorosos secuaces mediáticos. Contra esas urgencias narcóticas, proclamo que corresponde al pueblo el genuino soporte patrio y democrático.

Me asombra un presidente gris que sigue culpando al anterior de sus errores. Tras dos años de inercia, persevera en explicaciones arteras, fabulosas y extemporáneas. Mantiene todavía, entre otros asuntos espinosos, que la subida de impuestos se debe al camuflaje malintencionado del déficit. Miente o, peor aún, hace gala expresa de ineptitud al inadvertir las cuentas de aquellas autonomías que su partido gestionaba; casi todas. Este espeluznante e insólito marco económico y financiero sigue teniendo, según divulga, un culpable: el PSOE. Me intranquiliza que el poder judicial se someta a una politización clamorosa. Liquida con agrado y albedrío su integridad a cambio de honores canallescos. Incentivan la infamia aquellas siglas que ofrecen galardones, que derriban obstáculos en los atajos del abuso. Recelo de un bipartidismo estratégico; de un PP refractario, confuso y cobarde; de unos ministros escuálidos cuyo compromiso no resiste más allá del discurso. Dejo al arbitrio del amigo lector cuantas iniquidades quiera estimar y no hayan pasado el tamiz del recuerdo.

Asombra un PSOE disgregador, siempre a la contra, desideologizado. Surge como un sedimento que quiere ser marxista sin serlo. Tampoco puede definirse socialdemócrata. Es la nada en permanente oposición a la derecha para arrogarse cuerpo de izquierda. Adopta lucrativos fulgores democráticos cuando presenta un fondo totalitario. Podemos verificar tan notorios atributos si discriminamos palabras y actitudes en análisis serenos, alejados de cualquier encantamiento. El PSOE ni es nacional ni nacionalista sino todo lo contrario. Exhibe el progresismo de quien se estanca en el siglo XIX. Camina a saltos de mata, irregular, inconstante e inconsciente. Actúa sin convicciones, agrandando los contrastes, viviendo de ellos. La corrupción, nunca obstaculizada pese a promocionales propósitos de enmienda, lo hace colega del PP. 

Quiero mencionar al nacionalismo catalán, en sus dos versiones, por el simple hecho de huir hacia adelante. Semejante ligereza acarreará un grave retroceso a su economía ciudadana. Añadiendo oscuras complicidades de PP y PSOE (o viceversa) que permitieron el adoctrinamiento de varias generaciones, la estrategia nacionalista desafía el absurdo político. En un mundo globalizado, es alucinante y suicida pues hundirá a Cataluña.

Sé, confío al menos, que antes o después, de una forma u otra, superaremos todas las crisis expuestas al principio. Salir del asombro es imposible. Menos con estos vividores de tres al cuarto, que siempre ha consentido el pueblo español. La Historia, fiel notario, así lo acredita.

 

 

viernes, 13 de diciembre de 2013

EL NECIO, EL CARTERISTA Y EL CONSENTIDOR


Mal, muy mal, deben andar las cosas cuando un contenedor se convierte en expectativa suprema. Mis recuerdos infantiles, lejanos, están ayunos de tal mobiliario. No lo había porque los pueblos usaban un gran estercolero circundante, inmenso e inmundo. Allí medraban diversos animales entre cochambre y restos -casi siempre inorgánicos- que la gente arrojaba sin escrúpulos. El pueblo denominaba “cebadal” a este anillo cuya función (guardando las distancias) era similar a la que realizan los bioparques actuales. Sin embargo, encontrar algo de comida en aquel albañal constituía delito más que milagro. La miseria deslizaba su rasero dramático e inapelable. Exquisiteces y temores contienen amplias divergencias con estómagos holgados de desmayo. Ningún alimento libraba fecha de caducidad. Al niño o joven irreflexivo, apático, se le aplicaba curiosamente un dicho, mitad desdén mitad reprimenda amorosa: “tienes los ojos llenos de pan”. Importuna forma de identificar hartura y dilación, continencia y viveza. Sobraba penuria.

Sesenta años después de estas evocaciones vuelve la indigencia espoleada por la crisis y sus efectos. Tiene otro sabor, el de la insensibilidad. Atrás queda el convecino que compartía lo poco para ahora tener que lidiarla el individuo solo, abandonado, en lo mucho. Ya no es recurso de etnias, grupos marginales o emigrantes huérfanos de amparo familiar. Hoy advertimos -sumergidos en ocasiones- a gente llana escudriñar el contenedor que la injusticia pone en su camino. Le sobra grandeza en proporción pareja a la que a nosotros nos falta de vergüenza. Partidos, sindicatos, medios, jerarcas, mantienen los sentidos cerrados no vaya a ser que su conciencia (vano juez) les zahiera. Precipitan, además, aquel aforismo compensador, sedante: “ojos que no ven, corazón que no siente”. De esta guisa pueden seguir tomando el brebaje impío que les permite planificar una vida satisfecha, excesiva. Luego limpian atropellos y despecho ofreciendo gestos de falsa humanidad. A su pesar, no disponen de asiento en el Olimpo. ¡Pobres!

No están los tiempos, sospecho, para recrear referencias ni identificaciones frívolas. Conviene, no obstante, descubrir aquellos vicios que quiebran una convivencia democrática. Me viene a la mente, con poco esfuerzo, un extraordinario filme de Sergio Leone que describe a la perfección el violento oeste americano del siglo XIX donde rige la ley del más fuerte. Tres personajes comunes comparten protagonismo y acción: el bueno, el feo y el malo. Huyendo, como digo, de cualquier atisbo superficial, quiero construir un paralelismo que capte con fidelidad el escenario en que nos movemos. El título se ajusta a tal objetivo. Desprecia, al compás, tanto tópicos que encierren culpas atesoradas por susceptibilidades históricas cuanto actitudes que se alimenten de prejuicios radicales o exhiban cierta inclinación a depurar frías venganzas sociales. Ambos cometidos encajarían en el terreno de lo lógico y de lo justo. 

Escuchaba hace poco unas declaraciones de Julio Anguita. Acertadas e interesantes, como siempre, venía a decir que los políticos no son seres venidos de otros mundos; que salen y se entroncan con el pueblo al que representan. Comentaba, asombrado, por qué el ciudadano vota por segunda vez a quien, verbigracia, ha demostrado ser mal gestor. Su interrogante lo hacemos nuestro muchos, quizás no tantos. Nos desconcierta también constatar ese famoso adagio: “El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Las palabras sabias de don Julio adolecen de exceso. Conforme con planteamiento y epílogo, me parece que el pueblo español (colmado de vicios y picardías) no merece -jamás mereció- esta plaga de pésimos y onerosos políticos. He aquí al necio. Aun reconociendo sus muchos defectos, debiera penar menos; no por consideración  sino por  piedad.

Poseemos -es un decir- una casta enrocada junto a sindicatos, empresarios y financieros. Todos, en nombre de la democracia, se han construido una torre de marfil. Al igual que modernos faraones, utilizan al pueblo para erigir auténticas fortunas bajo el látigo opresor del fisco. Por si fuera poco, sustituyen la mazmorra por el apremio administrativo menos hiriente, en apariencia, pero más productivo. Sobre nuestros lomos democráticos y soberanos se asienta la nutrida banda de carteristas que expide legitimaciones originales. De vez en cuando recurren a imposturas suscritas por una mente colectiva previamente adoctrinada. Así remozan su democracia y nosotros renunciamos a la verdadera. He aquí al carterista. Sólo puede existir en conjunción con el necio.

Enterrado mil veces Montesquieu, España -sin contrapeso- camina hacia el abismo bajo la discrecionalidad de un ejecutivo ataviado con hipotéticos principios estéticos, pues desconfío de los éticos. La judicatura se ha dejado llevar por un prurito estamental. Le puede el boato por encima del incentivo crematístico. No se integra en la torre de marfil, pero consiente su presencia. El pueblo es su dama. A él debiera dedicar por entero todos los desvelos. Lo exige la deontología de su ministerio. Por esto me recuerda al cabrón (así lo define el diccionario) cuando permite compartir con galanteos, favores, goces, a su señora. Y encima gratis; a cambio de laureles, solemnizando al macarra. He aquí al consentidor. Etéreo, mezquino, indigno.

 

viernes, 6 de diciembre de 2013

LA OTRA CARA DEL BOTELLÓN


“La juventud es el único defecto que se cura con la edad”, asegura cierta sentencia popular. Ignoro quién pudiera alumbrar tan mísera reflexión. Quizás gente entrada en años. Desde luego alguien corroído por la envidia; un individuo que expele su mala uva (incluso su pena) porque aquel canto a la felicidad concentrado en el carpe diem carece para él de vigor, es sólo nostalgia amarga, insultante. La vida, a poco, se esfuma entre yerros y angustias. Cuando las introspecciones devienen en marco sustancial del último tramo, advertimos con qué ingenuidad derrochamos tiempo y energías. La bueno o malo, según recurramos al consuelo o nos alimentemos de quimeras, es el tropiezo generalizado salvo individuos en cuyas mentes anida la fantasmada; a lo peor el absurdo. No reconforta, pero mal de muchos…

El joven arrastra una imagen deplorable. Quienes protagonizan opiniones, alejadas de generosa tolerancia y de verosimilitud, atesoran dos maldades. Renuncian a volver la vista atrás; bien para evitar extrañas reminiscencias, bien instigados por pruritos incómodos. Descargan, además, responsabilidades propias, desidias cobardes e impotencias desgarradoras, en ese aparente desenfado juvenil. Aquella tópica lucha generacional entre padres e hijos, llega a trocarse en guerra abierta cuyos contendientes adoptan posiciones radicales por falta de diálogo y nula comprensión. Una sociedad vital, madura, debe reconocer -desde mi punto de vista- mayor porcentaje de culpa porque renuncia a su papel rector tras andar parecidos recodos del camino.

Mis cuarenta años de docencia, casi siempre con chicos mayores de trece años, me conceden ventaja, que no cátedra. El común tiene hijos, sobrinos, vecinos, pero esta circunstancia implica una percepción difuminada y subjetiva. Aun con meritorios esfuerzos, la familia dispone para evaluar al joven de una experiencia adulterina, tendenciosa. Algunos allegados, al recibir testimonios -por parte del profesor- referentes a actitudes y talantes del joven familiar, se quedan boquiabiertos, incrédulos, al escuchar, para ellos, insólitas aclaraciones. Ocurre lo mismo cuando fuerzas de orden público descubren, a padres consternados, hazañas ayunas de respeto y civismo de sus retoños. Ambos escenarios, demasiado frecuentes a veces, constatan una triste realidad.

Negras expectativas se ciernen sobre una juventud azotada por un paro espeluznante. Universitarios sin proyecto y trabajadores ociosos conforman un colectivo desorientado, insustancial. Tan heterogéneo grupo, pintoresco si lo requieren modos y modas, se convierte en víctima propiciatoria de pícaros sin alma. Narcotizan con impudicia coraje e insatisfacción ofreciéndoles placebos que encauzan su rebeldía hacia la nada. Les vemos trajinar de aquí para allá agigantando un desfile anárquico, mustio. ¿Qué futuro puede esperarles con este maremágnum? Superando ciertos matices, el mismo que ocurriera si las circunstancias fueran más esperanzadoras. El hombre comete torpezas análogas en cualquier momento y estadio, pero posee capacidad de adaptación. A tenor de ello, su respuesta suele ser eficaz, reparadora. ¿Por qué no, en un ejercicio de introspección, recordamos nuestros desvaríos juveniles? ¿Acaso transcurrieron nuestros años mozos por un camino de rosas? ¿Respondimos acertadamente al futuro partiendo de insatisfacciones parecidas? Opino que sí. Ellos lo harán también.

A los veinte luchábamos -unos más que otros- por conseguir una libertad ansiada. Hoy, el joven disfruta de ella, bien que tenga aspecto formal y no real. Sin trabajo, goza de esa estabilidad económica que le proporciona el ámbito familiar. Es comprensible que, ante tal atmosfera, su desaliento le lleve al botellón y a otras actividades que manan de él: droga, sexo, irreverencia. Tasamos con demasiado rigor tan insolvente -a la vez que molesto y oneroso- esparcimiento. ¿No haríamos algo afín si nos encontrásemos en su lugar? Seamos coherentes, amén de justos. Es más fácil alzar el diapasón aireando fallos que enaltecer tímidamente aciertos; murmurar vicios que describir virtudes.

Días atrás, una nueva pasó de puntillas por noticieros y tertulias diferentes cuando debió ocupar -durante varias jornadas- espacios centrales de ellos. Un grupo de jóvenes granadinos, rondando esos veinte del comentario, devolvieron una cartera que contenía cincuenta mil euros. Seguramente practican botellón. Semejante cantidad les permitiría celebrar así (con botellón) su octogésimo cumpleaños en compañía de hijos y demás descendientes. No obstante lo devolvieron. Su gesto -sé que no comporta un hecho singular, aislado- mereció la reseña casi imperceptible de algunos medios. La masa, sin titubear, juzgará el comportamiento de insólito. Para mí, refutando tan torcido veredicto, constituye un rasgo perteneciente a la otra cara del botellón.