Tengo
un nieto de ocho años que a cualquier pregunta rutinaria suele responder
invariablemente “no lo sé”. Pareciera el recurso fácil del niño atolondrado,
vago y maquinal. Un vivales que, más allá de su capricho, todo le importa un
bledo. Aunque retrato y realidad concordasen con precisión, el apunte no
corresponde sólo a un ejemplo concreto ni a un estadio de vida determinado. Una
buena amiga, adulta, juiciosa, locuaz, siempre que analizamos el discurrir -quizás
deslizar- de los acontecimientos, si le acucio con alguna conjetura de futuro,
me da la misma réplica: “no sé”. Este caso, con todo, es diferente del
anterior. Mi amiga, como cualquiera, aprecia la complejidad del momento. Observa
un entorno confuso, lleno de tinieblas, y no se atreve a aventurar una salida impecable,
ajustada a toda precisión lógica, al vaticinio ancestral del oráculo.
Se
hace preciso, perentorio, encaminarse al final de la crisis. El mayor impedimento
es que soportamos varias. Nos acechan verdaderas dificultades para desentrañar cuándo
va a concluir la económica. Quedaría por dilucidar una contigua, el conflicto social,
y otra cuya trascendencia no se calcula
en su justa medida: el escollo institucional. Políticos del gobierno, tan
visionarios como los del ejecutivo anterior, ven a poco salida de la
indigencia. Desconozco qué oftalmólogo preserva sus ojos. Pese a tan radiante fanfarria,
estaríamos hablando de la menos lesiva aunque las cosas del comer sean cruciales.
Queda por resolver un agudo dilema social, con hondas diferencias, y la restauración
de una dinamizadora clase media. Desde mi punto de vista, no obstante, la
convivencia pacífica se vertebra en la organización territorial del Estado.
Walter
Bagehot, siglos atrás, enunció algo que encaja a la perfección conmigo: “Un
maestro de escuela debe tener una atmósfera de temor, y caminar con asombro, como
si estuviera sorprendido de ser él mismo”. Verdad es que, en este punto, me
ronda cierta prevención y siempre admiré de alguna manera ser yo mismo. Pero
donde alcanza el pleno es en ese dictamen de caminar con asombro. Creo que esta
última encomienda del señor Bagehot, incluso ignorando qué casta política
deberíamos padecer, se hace usual, genérica. La gente tiene sobrados motivos para
alimentar un asombro reiterado, terco. Partidos, junto a gerifaltes, pierden el
norte ideológico; se dejan seducir por corruptelas y arrebatos de poder. Sin
esfuerzo, manipulan su propia mente para recrear un venero adoctrinador. A renglón
seguido lo hacen con las de sus compatriotas. Aquí nace el éxito electoral que explotan
de manera inigualable. No son ellos mismos ni se sorprenden. Reivindican ser el
auténtico tejido nacional, lanza de la democracia viva, reivindicatoria. Nos
engañan coadyuvados por fervorosos secuaces mediáticos. Contra esas urgencias
narcóticas, proclamo que corresponde al pueblo el genuino soporte patrio y
democrático.
Me
asombra un presidente gris que sigue culpando al anterior de sus errores. Tras
dos años de inercia, persevera en explicaciones arteras, fabulosas y extemporáneas.
Mantiene todavía, entre otros asuntos espinosos, que la subida de impuestos se
debe al camuflaje malintencionado del déficit. Miente o, peor aún, hace gala expresa
de ineptitud al inadvertir las cuentas de aquellas autonomías que su partido gestionaba;
casi todas. Este espeluznante e insólito marco económico y financiero sigue
teniendo, según divulga, un culpable: el PSOE. Me intranquiliza que el poder
judicial se someta a una politización clamorosa. Liquida con agrado y albedrío
su integridad a cambio de honores canallescos. Incentivan la infamia aquellas
siglas que ofrecen galardones, que derriban obstáculos en los atajos del abuso.
Recelo de un bipartidismo estratégico; de un PP refractario, confuso y cobarde;
de unos ministros escuálidos cuyo compromiso no resiste más allá del discurso. Dejo
al arbitrio del amigo lector cuantas iniquidades quiera estimar y no hayan
pasado el tamiz del recuerdo.
Asombra
un PSOE disgregador, siempre a la contra, desideologizado. Surge como un sedimento
que quiere ser marxista sin serlo. Tampoco puede definirse socialdemócrata. Es
la nada en permanente oposición a la derecha para arrogarse cuerpo de
izquierda. Adopta lucrativos fulgores democráticos cuando presenta un fondo
totalitario. Podemos verificar tan notorios atributos si discriminamos palabras
y actitudes en análisis serenos, alejados de cualquier encantamiento. El PSOE
ni es nacional ni nacionalista sino todo lo contrario. Exhibe el progresismo de
quien se estanca en el siglo XIX. Camina a saltos de mata, irregular, inconstante
e inconsciente. Actúa sin convicciones, agrandando los contrastes, viviendo de
ellos. La corrupción, nunca obstaculizada pese a promocionales propósitos de
enmienda, lo hace colega del PP.
Quiero
mencionar al nacionalismo catalán, en sus dos versiones, por el simple hecho de
huir hacia adelante. Semejante ligereza acarreará un grave retroceso a su
economía ciudadana. Añadiendo oscuras complicidades de PP y PSOE (o viceversa)
que permitieron el adoctrinamiento de varias generaciones, la estrategia
nacionalista desafía el absurdo político. En un mundo globalizado, es alucinante
y suicida pues hundirá a Cataluña.
Sé,
confío al menos, que antes o después, de una forma u otra, superaremos todas
las crisis expuestas al principio. Salir del asombro es imposible. Menos con estos
vividores de tres al cuarto, que siempre ha consentido el pueblo español. La
Historia, fiel notario, así lo acredita.
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