Hay quienes afirman, con
argumentos vigorosos, que los regímenes totalitarios (nazismo y marxismo) se
han fundamentado y sostenido por la propaganda. Si se quieren obtener réditos
cuantiosos, debe venir acompañada de forma imprescindible, por la acción de
agitadores, activistas, que aticen el descontento. Lenin, con su vasta cultura,
fue un propagandista de primer orden poniendo su adiestramiento al servicio de
la revolución proletaria. Lástima que las élites priorizaran la dictadura del
proletariado -paso intermedio- sobre el objetivo final: “conseguir la sociedad
libre una vez derrocado el capitalismo esclavizador”. La Revolución Rusa llegó
con un siglo de retraso. Hitler suplía su indigencia cultural con un apasionado
discurso sobre el orgullo de raza. Exento de ideología política, encontró en el
Tratado de Versalles, en una inferida vergüenza nacional, el motor idóneo para
perturbar al pueblo que rozaba la miseria. Los judíos fueron excusa perfecta; asimismo,
víctimas.
Puede que esa labor penetrante
surgiera al compás de la aparición humana. Sin embargo, el punto álgido se
alcanza siempre en épocas de crisis, cuando las emociones afloran menesterosas
y se satisfacen al calor de retóricas huecas, embaucadoras. Eso indica, al
menos, el acontecer de una Historia no siempre valorada en su justa medida. Comportamiento
humano, y leyes físicas, comparten el mismo trayecto cíclico. Por este motivo,
los hechos se repiten con cierta frecuencia, conforman un calco de otros
pasados. De ahí la expresión: “Quien no conoce la Historia está condenado a
repetirla”. Y no constituye una mera expresión infantiloide, insustancial, sino
algo constatado a lo largo de los siglos. Semejante escenario nos lleva a
confirmar cuan dramática es la ignorancia; más, si se complementa con la
irracionalidad de un espíritu dogmático.
Admito que, por desvarío,
comodidad o desinterés, se hayan utilizado mensajes apriorísticos para
desarbolar, en ocasiones, rectos procederes. Ese escribir torcido con renglones
que debieran ser rectos, proviene probablemente del poder o de sus cómplices
adyacentes. Quizás caigamos en presupuestos inexactos y sea la misma masa quien
se desentienda voluntariamente, encontrándose lejos de “conocer de la misa, la
media”. Desde luego, sé que -por unas razones u otras- la sociedad camina dando
bandazos bajo la mirada inquisitorial, rancia, de unos políticos acostumbrados
a hacer de su capa un sayo. Los frutos, carnosos y dulces, pasan
desapercibidos, como de incógnito, para el común que se mantiene cautivo al
clásico programa romano “panem et circenses”; hoy, salario básico, futbol y
botellón.
Libertad de expresión es
una frase de glosa esotérica, para algunos, en la práctica. Constituye un
señuelo que esgrimen solo juristas y medios. El resto acostumbra a considerarla
gris perspectiva sin connotaciones manipuladoras ni lesivas. Lo digo porque,
sobre todo en los medios de comunicación, se utiliza de forma caprichosa y
reversible según el momento o la implicación. Supongo que ustedes, atentos
lectores, son capaces de citar innumerables casos de tertulianos notorios que
han defendido, o desactivado, esa libertad de expresión para hacerla compatible
con la defensa, asimismo, ataque del contiguo o divergente. Aparte del cinismo
e hipocresía que conllevan tales actitudes, me parece una falta de respeto al
televidente que exige informaciones verdaderas y rigurosas. Desoyen por
completo el consejo de Noam Chomsky: ”Si crees en la libertad de expresión
entonces crees en la libertad de expresión para puntos de vista que te
disgusten”.
Sí, estos señores
cristalizados en el sectarismo maniqueo, utilizan un ocular censor, verdugo.
Tienen bueno, salvo excepciones de sobrio histrionismo (sirva el
contrasentido), que se les ve venir. Merodean por tertulias y debates
agarrándose, cual lapas retóricas, a diferentes ideologías conservando parecido
método y poder incisivo. El mismo comentario, igual apostilla, hoy es libertad
de expresión, digna de salvaguarda, y mañana calumnia, ultraje, inadmisible y
con encarnadura jurídica. Sirven, cual caballeros de la Tabla Redonda, al
respectivo rey Arturo, aunque algunos pretendan encubrir su elitismo tras el
biombo de etiquetas perversas. Falsean una identidad privilegiada acusando al
contrincante de “casta”, mientras esconden prebendas notables apelando a la
“gente”. Tienen el mismo peligro que una piraña en un bidé, según frase popular
y muy plástica.
Me resulta curioso,
relevante, observar con qué intensidad actúan periodistas jóvenes, progres (es
lo que se lleva), hasta “expertos peritos”, en dar lecciones de principios y
técnica periodísticos. Advierto con cuan sacrificio y pleno comedimiento
aguantan comunicadores, encallecidos por décadas de profesión, las necedades
premiosas con que se desperezan esos mozalbetes crecidos al hilo de los
tiempos. Ellos, educados a la sombra del constructivismo, paradójicamente
niegan a los demás el valor intrínseco de sus vivencias personales. Adoran al
becerro que les ofrece una serie de manuales de cartón- piedra obtenidos en
laboratorios ad hoc, sin refrendo social.
A menudo, y eso parece un
peaje insalvable, la libertad de expresión nos recuerda un intento refinado de
coartada, de pretexto. No es que proporcione ningún ingrediente útil para el
común; como tampoco lo hace la libertad de expresión. El ciudadano no suele
ocuparse de blandir semejante herramienta en ambas viabilidades. Su uso es
exclusivo del político y, sobre todo, del comunicador. Cuando entre ellos hay
divergencias evidentes nace esa dicotomía tan aguerrida. Al final, deslinda la
polémica el juez. No obstante, unos y otros pese a sus diferencias -que en el
fondo son las de votantes y lectores- procuran mantener un equilibrio, incluso
inestable. Según vemos, la batalla (hoy por hoy) se perfila del lado de los
medios porque ellos, básicamente audiovisuales, forman el púlpito idóneo a la
hora de instruir al votante. Aquí conviven, en perfecta armonía, libertad de
expresión y excusa.