Sin dudarlo un segundo,
tomaría por mías las palabras de Sam Savage: “La diferencia entre ponerse una
máscara, que siempre es ocasión de libertad, y que le obliguen a uno a
ponérsela, es la misma que hay entre refugio y cárcel”. En este país, donde la
cultura escasea y la cultura política se percibe ausente y desganada, llevamos
decenios con la máscara puesta y el espíritu en subasta. Un tapujo, sin
abertura ocular ni intelectiva (que es esencial), implantado gradual e
insensiblemente en el pueblo para anular su umbral perceptivo por intensos que
sean los estímulos; léase arbitrariedades, postergaciones, enriquecimiento
ilícito o abuso de poder. Tal escenario arranca en las diferentes etapas
educativas —incluso universitarias— y se completa con la asistencia bien
retribuida de medios y cronistas, salvo honrosas excepciones que no negocian su
misión deontológica.
Cualquier persona que encuentre
extremadamente perturbadora la situación actual de España, lejos de exagerar atenúa
su análisis visto el camino emprendido por Sánchez cuya ambición atropella valores,
leyes y escarnece la dignidad nacional. A este vividor sin escrúpulos, el
ciudadano le importa un comino por mucho que alardee de lo contrario. De él le
interesa solo el trasvase de poder fugaz que teóricamente presta en su voto y surge
después, gracias a la democracia, colectivo, poderoso e incorporado al partido
rígido, opresor. Los liderazgos se han convertido en cesarismo insano,
rencoroso, capaz de devorar (quizás enmudecer, aturdir) a quien ose oponerse a
sus designios. Sin embargo, palos de ciego, vaivenes, veleidades infantiles,
hasta derroche incontrolado del erario público, conforman un balance diario sin
que nadie se atreva a objetar el guion.
Baste lo dicho para
colegir que a cualquier político le importa su bienestar económico por encima
de otra consideración. El celo esperanzador e ilusionante de encontrar algo decente
en nuestros próceres provoca desengaño, despecho resignado. ¡Qué de verdades
airean mientras escalan un acomodo —o son oposición— y cuánta falsedad
conseguido el poder! Ellos, originarios incluso del pueblo llano, entronizan la
desmemoria social e histórica por mucho que aparenten potenciarla. Otra
paradoja a que nos llevaría un análisis pormenorizado de su naturaleza e
identidad políticas. A medio plazo, con una sociedad no ya inteligente sino reflexiva,
los probos dirigentes serían biodegradables concluido su periodo de caducidad.
Cierto es que algunos tienen vigencia ilimitada, saben bandearse con pericia y la
tramoya les permite jubilarse asidos al cargo público.
Seguimos rendidos a esa
máscara involuntaria, lastre que el pueblo consiente estoico, sin ver cercana
su supresión. Pese al aire de libertad, de rebeldía, frente a un
adoctrinamiento progresivo, cuesta arrojar esta nociva barrera. Madrid ha
supuesto la culminación del grito silencioso que poco a poco se impondrá sobre
cualquier aquelarre planificado desde el gobierno. Llega el momento de divulgar
las palabras de Giovanni Papini: “Si mi filosofía es filosofía —de todos modos
es siempre una reflexión sobre la vida humana— puedo llamarla sincerismo; o sea, esfuerzo para manifestar la verdad más allá de
cualquier mito, ilusión, máscara o engaño, aunque sea útil e ideal”. Espero que
dicho pensamiento sirva para elegir individualmente la trayectoria adecuada a
fin de adquirir decencia, rectitud, albedrío, sin dejar su vida a la ventura de
embaucadores sectarios, ávidos.
Sánchez mercadea las
instituciones esenciales de la nación. Lo hace con la Monarquía, la Fiscalía,
el Tribunal Supremo, la Ley y, mayoritariamente, el pueblo español. Redondo
sabe (ignoro si también el presidente) que, si no se indulta a los políticos
independentistas catalanes presos por sedición y malversación, Sánchez pierde
la Moncloa y él un rentable negocio. Sospecha, además, la dificultad habida
para que el indulto no abra ninguna fisura irremediable. Sobre la verdad
indiciaria oponen “interés público”, “concordia”, “magnificencia”, “diálogo”;
todo un póker inverosímil, de farol, que los mismos independentistas desmontan
cuando enseñan sus cartas. Hasta quienes debieran colaborar en la patraña niegan
todo sumario, dejando —todavía más visibles— muchas vergüenzas al aire. El
cálculo a largo plazo puede venírseles abajo si la auténtica sociedad civil, treinta
y siete millones de electores, no esa élite sindical, financiera, empresarial
(presuntamente amancebadas) pudiera votar enseguida para corregir una
legislatura indigente e infame.
En esta hora, quien más
quien menos comete desaciertos cuya expiación se espera con curiosidad no
exenta de revancha. Mientras los españoles ansían arrinconar la máscara para
apreciar con nitidez realidades y desafíos, el gobierno turbulento, rastrero, se
afana en evitar dicha probabilidad. Utiliza para ello el debate suscitado al
liberalizar de forma unilateral (sin contar con informes precisos del presunto grupo
de expertos) la mascarilla en lugares abiertos, imbricada a la reducción restringida
del IVA en el recibo eléctrico. Constituye, entre otros amaños, humo con objeto
de desvanecer la pavorosa realidad. Tanto desdén y desenfreno deberían
llevarnos a imitar a Francia donde hubo casi el setenta por ciento de abstención
en las elecciones regionales. ¿País inteligente? No necesariamente, menos
dogmático (sinónimo de simple) o más escéptico que nosotros.
Arrumacos, ayuntamientos
y supuestos favores, hicieron que el Ibex, Círculo empresarial catalán,
presidente de la CEOE, UGT y CCOO, medios e incluso la Iglesia, loaran el
advenimiento de los indultos, a mayor gloria de Sánchez, tras un biombo
rocambolesco, esperpéntico. Casado, en metafórico llanto, se mortificaba por
una soledad inexistente. Denunciaba encontrarse desolado, sin sociedad civil,
cuando el setenta por ciento se manifiesta contra Sánchez. Tiene a Vox
—repudiado por él en un alarde de estupidez insólita— y a personas muy cercanas
(entre otros, Ayuso y Martínez-Almeida) que le pueden enseñar algo de valor y nobleza,
virtudes que aún resiste. Debe, asimismo, empuñar las mismas armas que sus
adversarios indicando, al mismo tiempo, que querencias insultantes, prosaicas;
intrusiones o falta de equidad, en la élite civil mínima, producen adeudos. Por
el contrario, tal vez de forma simultánea, ha de garantizar derechos y
libertades de la sociedad mayoritaria; esa que lo subirá al poder largo tiempo si
cumple.
Hasta hoy, unos menos que
otros, ningún político ha satisfecho al ciudadano. Presumo, visto el 4-M, que tal
escenario está en vías de extinción, que ya no valen propagandas, escaparates
ni retóricas rimbombantes. Desconozco a qué punto puede llevarnos la desaparición
no de la mascarilla, sino la lenta caída de la máscara. Eso sí, vamos sabiendo
a contrapelo la degradación personal y humana del ejecutivo, además de otros
políticos que toman asiento en ambas cámaras. No obstante, por su actitud altiva,
opresora, antidemocrática, ajena a toda mesura y control legal, considero a
Sánchez —sin acritud, pero con firmeza, pese a la dura competencia— el
mandatario más vil desde Fernando VII, al menos. Vileza que trasfiere a quienes
callan y otorgan, sean cuales sean. ¡Ah! Y no basta con que le duela a uno todo
el cuerpo como a Page. ¡Ya está bien de impostura!