Cualquier
diccionario indica, en terminología higiénica, que profilaxis es la manera de
prevenir o tomar medidas para evitar una enfermedad. Si generalizamos, las
acciones encaminadas a detener el deterioro físico, aun espiritual, pudieran
considerarse profilácticas. Desde hace tiempo se evalúa la salud como un
equilibrio establecido entre cuerpo y mente. Los clásicos ya apuntaban ese
objetivo cuando encarecían aquel apotegma: “mens sana in corpore sano”. Hoy se
evoca la antigua sugerencia (ganando adeptos) pero de forma incompleta; así lo
creo, al menos. Caminante diario por el espectacular Paseo Marítimo valenciano,
veo multitud de jóvenes -chicas y chicos- correteando incansables. Eso que los
modernos llaman “jogging” aunque el anglicismo no añada ningún incentivo a
nuestro humilde vocablo. Mi anterior actividad docente, asimismo, me lleva a la
conclusión de que sus cabezas, en gran medida, distan mucho de acumular un
ápice de ejercicio oportuno. Tal retraimiento mental estaba previsto por la
LOGSE dentro de un vasto proyecto de ingeniería social. ¿Exagerado? ¿Por qué
estamos donde estamos? ¿Caos? ¿Azar? Razonen.
A
lo largo de los diversos acontecimientos patrios, siempre he sido un fiel -casi
temerario- consumidor de la “madre de todos los debates”: el del estado de la
Nación. Sin pestañear, y con oídos prestos a distintas inflexiones, pasaba
horas enteras ante el televisor. Me exigía a mí mismo un esfuerzo parejo al del
hermeneuta para apreciar si las intervenciones (harto aparentes, fronterizas
con lo ininteligible) desplegaban un sentido literal o alegórico. Tal vez
místico. Fundidas las meninges, concluía abrumado, perplejo; con irrisoria posibilidad
de percepción ni respuesta. Acababa exhausto y vacio moralmente. Así, año tras
año; contumaz. Tanto ofuscamiento sin advertir provecho alguno, más bien apreciar
mengua psíquica, hacía sentirme fácil presa de una adicción nociva. Poco a
poco, diseccionando análisis, promesas e invectivas, según los casos, fui
adquiriendo conciencia de que aquella representación implicaba acuerdo previo, pacto
furtivo.
Siento
opinar -no por el afecto sino por el cotejo- que estos debates sirven a unos y
otros de resonancia. A los oradores (adalides del simulo oprobioso) les importa
un bledo el ciudadano, incluso su firme votante. Viven de la encuesta y a ella
se deben. Si ganan pulverizan al rival; pero también ahogan, en sus propias
filas, cualquier sensibilidad desafecta. “Quién se mueva no sale en la foto”
encierra un principio de actuación política más que una velada -o no tanto-
amenaza. Nunca mejor dicho, triunfa el silencio de los corderos. Pese a mi
escepticismo natural, quizás por ello, iba concediendo márgenes a la duda,
oportunidades para que prebostes adscritos a diferentes siglas -que no ideologías
globalizadas cual economía inspiradora- recurriesen a la ética o al cargo de
conciencia. Vano intento, innecesaria tardanza. El individuo, guiado por la
codicia, convertido en mostrenco, es aquel animal (con mayúscula) que tropieza dos
y más veces en la misma piedra.
Semejante
escenario me condujo a despreciar por vez primera todo lo concerniente al
debate. Me aburre, me cansa, la inconsistencia. No aguanto a los políticos
convertidos en histriónicos farsantes, protagonistas inmorales del tocomocho. Más
allá de una imagen solemne, emerge la mejor colección de hipócritas vividores.
Comprendo las dificultades que atosigan al ciudadano común para desentrañar la
falacia, mediocridad y egoísmo, ocultos bajo cada disfraz. Parlotean sin tregua.
Pretenden impedir que la farsa tenga asideros temporales. Constituye el mejor
método para entorpecer cualquier análisis riguroso. Ajetreo y lucubración son
términos antitéticos. Trajín y predominio escénico provocan una pantomima monstruosa.
De
un tiempo acá voy adoptando la decisión de ignorar a los políticos, sus ideas y
opiniones. No me interesa escuchar cuentos chinos, banalidades, travestidos de
declaraciones magistrales, compromisos marchitos o, tal vez, promesas fatuas.
Ignoro un solo caso en que anuncio, verdad y culminación, planeen sobre la
ejecutoria de quien acostumbramos a llamar hombre público. Siempre que un
agradecido -o políticamente correcto- comunicador, tertuliano, quizás ad látere,
se desgañita por convencernos de su necesario concurso democrático, traduzco
tal mensaje como el incuestionable castigo de soportar un mal oneroso, inútil. Democracia,
oscurantismo y delincuencia no tienen parangón.
Antes
del veinticinco ya vislumbraba que Rajoy desmenuzaría un discurso en el que la
visión arcangélica, paradisiaca, de España resultara tan artificial como los
argumentos utilizados. Datos selectos, verdades a medias y ocultaciones sin
par, merecerían un protagonismo asombroso. Rubalcaba -haciendo digna la
impostura- abriría las heridas arraigadas, sangrantes, de los recortes en sanidad
y educación. Completaría su enumeración el aumento del paro, ocaso de la clase
media, pérdida de poder adquisitivo en trabajadores y pensionistas, etc. Cocinaría
tan suculentos platos añadiendo calculadas dosis de condimento sabroso, demagógico
pero efectivo, de poner en cuestión las libertades ciudadanas. Todo tácitamente
pactado. Ninguno quiere sacrificar la gallina de los huevos de oro. Configura esa
rotunda línea roja que no conviene trasponer. El resto, desangelados comparsas,
desgranarían retóricas de fácil asimilación gregaria. También los humildes
deben procurarse un futuro cálido.
Pero…
¿y los españoles? En la inopia. Los políticos lo saben mejor que nadie. Somos
su razón y su excusa. Por ello se atreven a asegurarnos protección y amparo. No
obstante, ¿quién nos guarda de nuestros protectores? Para superar el achaque he
decidido -como medida profiláctica y en defensa propia- mandarlos metafóricamente
a hacer puñetas. Quien quiera, que me siga.