Antes
-mediados los cuarenta del pasado siglo, cuando el lenguaje no arrastraba esta
especie de parálisis que sufre hoy- España era indigente pero ubérrima en giros
lingüísticos. Verbigracia, para afirmar la oportunidad de alguien a la hora de
satisfacer algún anhelo, al menos desde mi ámbito vital, solía decirse: “me
vienes como caído del cielo”. La frase recreaba, sin duda, el oportuno alimento
bíblico que sustentó al pueblo judío en su viaje de promisión. También nosotros,
por aquellos años de remiendos, cruzábamos un desierto desdeñoso, conflictivo, mísero.
La postguerra nos sumía en avatares excepcionales. Dibujaba un escenario perverso
sólo atenuado a base de esfuerzo y concordia, ahora ambos casi extintos.
Constatábamos el dicho popular: “Dios aprieta pero no ahoga”. Faltaba absolutamente
de todo a excepción de enigmas y zozobra.
Estos
tiempos actuales, cada vez más semejantes a los esbozados, vienen repletos de
hechos asombrosos, insólitos. A veces, una buena orquestación mediática
acrecienta su enjundia. Incluso hay casos en que ella constituye la única
realidad. Existe lo que se publica. He aquí el papel crucial desempeñado por
los profesionales -propios y anexos- de la comunicación. Dominan el
aggiornamiento e incluso robustecen un poder opaco. Aventuran además un futuro ocre,
entre la mejora y el pasmo. Depende del momento, del hechizo y, comúnmente, del
aditivo doctrinal. Sin embargo, suelen curarse en salud adoptando elocuencias
que no llevan a ninguna parte. Son verdaderos maestros del arcano cual oráculos
amantes de la tergiversación. Su discurso no se ajusta al “ni sí ni no” para
conjugarse en un “sino todo lo contrario”.
El
gobierno del PP atesora sin esfuerzo un descrédito capaz de batir récords. Las
encuestas favorables, aun cocinadas, indican un desapego desconocido. A lo
largo de la Transición, ningún otro partido luce una fractura tan intensa entre
votantes y sigla. Semejante contexto, indiscutible, esperan rehuirlo aventando
el inmerecido peaje que están pagando por culpa del PSOE. Pasada media
legislatura, todavía blanden la bicha de una herencia ominosa y fementida. Debe
otorgarse al argumento un periodo de validez, pasado el cual entra en
putrefacción y despide un hedor repugnante. Omito temas tan sólidos y
manoseados como actitudes ante el terrorismo (asimismo sus víctimas), pulso
nacionalista, separación de poderes, racionalización de la estructura nacional,
subvenciones y transparencia; en fin, gestión democrática de partidos y
sindicatos. Pido disculpas por la digresión, pero mal pueden estos entes
jerarquizados jugar un papel esencial en los sistemas democráticos. Hay que ser
muy pez para tragarse el burdo anzuelo.
Tertulias
de todo signo y composición se encrespan, eternizan, tratando guiones baladís. Juzgo
absurdo tanto interés por la ramplonería. Me parece frívolo atender, alimentar,
debates que pergeñan acontecimientos vanos de oscura génesis y de gran eficacia
adictiva. Sumamos semanas inquiriéndonos si la infanta Cristina es presunta o
clara cómplice -incluso necesaria- en los trapicheos de su marido. Desde mi
punto de vista, y comparando el hecho con la situación crítica que sufre gran
parte de españoles, tal contingencia tiene escaso valor dentro de la corrupción
generalizada que impera. Evito calificar el atractivo creado por algo tan
trivial como el modo en que la infanta debiera acercarse a la sala. Pura humareda.
Ni siquiera el aspecto estético debiera superar al que a próceres nacionales,
autonómicos o locales, sería procedente exigirles. Del rey abajo, ha de demandarse
por igual un compromiso exquisito en la gestión de bienes públicos. Consecuentemente,
idéntica servidumbre y pena. Al instante, podemos elaborar una larga lista de
mangantes impunes, a medio juzgar, con sentencia firme e indultados, que comparten
la inobservancia de devolver lo saqueado. Este marco parece ofrecer buen
maridaje con la democracia, salvo para el pueblo llano; su titular.
Insisto,
lo que escapa al concepto adjetivo son las secuelas, los aplazamientos forzados
y convertir en sustancia accidentes glamurosos. Cuando medios, periodistas y
tertulianos se ceban con ciertos trances, ¿lo hacen porque estos despiertan turbia
curiosidad de forma incomprensible? Presumo que su porfía estriba en dar
satisfacción a un poder anhelante por difuminar los auténticos problemas. Desplazar
el centro de atención evita sinsabores, molestias, y hace la gobernanza cómoda
además de rentable. Suspicacia aquí es sinónimo de certidumbre. “Piensa mal y
acertarás” preconiza una sentencia notable. Creo que la maldad -si la hubiera-
surgiría por torpeza, por tener reparos, a hacerlo de manera muy tajante, decisiva.
Bastantes
informaciones, incluso trágicas, aparejan un carácter sedante, catatónico.
Lamentablemente el terremoto informativo de las avalanchas subsaharianas en la
frontera hispano-marroquí, los enfrentamientos en Venezuela y Ucrania, el lance
anecdótico de Granados, el paripé de ETA con verificadores ad hoc, etc. resumen
noticias caídas del cielo. Aparte reseñas dudosas sobre magros logros en
macroeconomía, como los aumentos en las exportaciones (callan la cruz de impulso
y consecuencias: bajada de salarios, declive del consumo interno, enfriamiento mercantil),
el maná informativo produce al PP un efecto similar al del gotero en el enfermo.
¿Alguien lo niega? Constituiría una comprometida temeridad hacerlo.
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