viernes, 26 de septiembre de 2014

UN FIASCO INSOSPECHADO


El diccionario revela que fiasco significa fracaso, decepción. Desde un punto de vista empírico, todo vocablo debe someterse al perfil material para su mejor entendimiento. En este caso, quien determina su exacta comprensión es el oficio de político español; prohombre incapaz de reconocer la diferencia -divergencia más bien- entre observancia y desplante. Solo este espécimen patrio es capaz de convertir la palabra en burla. Parece consolidar una actitud, un comportamiento ancestral, sin advertir consideraciones temporales. Se renueva y revitaliza con demasiada frecuencia. Desoye los lamentos que vierte el pueblo ansiando mayor aprecio y desagravio. Ellos (displicentes, inanes, falsos) olvidan promesas, adeudos. Se ocupan en conseguir el patrimonio que les facilite un futuro incierto. La evidente indigencia moral que exhiben viene a ser columna vertebral de su esencia.

Nunca fui partidario de los rituales democráticos, bien sin atributos bien con aquella muletilla “orgánica”, nada baldía en pasados tiempos. Cuantas veces he votado, escasas, lo he hecho por imposición o generosa oportunidad. Creo que la soberanía individual o colectiva no proviene del hecho viciado de introducir una papeleta. Esta práctica electoral, fomenta dar un cheque en blanco al partido que no al político eficaz. Si a esto añadimos mi escepticismo habitual, se comprenderá el carácter abstencionista del que hago gala y arrastro -con mayor o menor dificultad- desde siempre. La experiencia acumulada a lo largo de los tiempos, con dos regímenes teóricamente opuestos, me lleva al corolario de que tal actitud política es, al menos, oportuna. No tanto por fraude del gobernante, que también, cuanto por convicción. 

Librepensador e intelectualmente ácrata, mis análisis pudieran tildarse de rigurosos frente al poder, a todo tipo de poder. Por este motivo suelo centrar la acidez en el gobierno de turno, con especial empeño en su presidente. Zapatero, que antaño recibió críticas nada compasivas por mi parte, es a la sazón un lamentable recuerdo. Sigo pensando que fue el peor gobernante del país sin deslinde temporal. Es todo. Ahora preside el ejecutivo Mariano Rajoy. Él debe sobrellevar cualquier cotejo socio-político por inclemente que sea. Pecaría de incorrecto quien osara juzgar de manera absoluta a otro preboste, incluso con arbitraje en la gobernanza nacional. Resultaría absuelto por la partidocracia que domina la vida política. Menos satisface resucitar observaciones de políticos retirados.   

Rajoy, digo, ha resultado ser un fiasco. Para mí, no tanto. Un observador discreto hubiera presentido con toda lógica semejante situación. El ahora presidente, durante dos legislaturas al frente de la oposición, dio sobradas muestras de su indigencia doctrinal y operativa. Más notable aún teniendo como rival a Zapatero. Exhibía sin desmayo evidencias de vacuidad política, hasta el punto de conseguir mayoría absoluta sin mover un dedo. Lo hizo por demérito del contrario y desesperación del pueblo que puso en él una confianza inmerecida. A caballo entre lo expreso y lo tácito, la sociedad le instó a que diera la vuelta al calcetín mustio que, entonces y ahora, conformaba España. Ah, Arriola no debe constituir ningún escudo protector.

Durante tres años justifica su ineptitud para resolver la coyuntura económica -quizás harto compleja- inculpando a la herencia recibida. Recuerdo, a este efecto, las loas que se entonaron sobre el cambio, para enseguida airear que el déficit real superaba en dos puntos al oficial. Magros argumentos que intentaron  justificar una subida de impuestos necesaria, forzada por la famosa troika. Porque… ¿alguien imagina que idearía disminuir el Estado para hacerlo más económico, sostenible? Fue el primer eslabón de una larga cadena de incumplimientos programáticos. Veamos. Bajada impositiva, independencia judicial, subida de pensiones, ilegalización de las marcas blancas batasunas, creación de empleo, ley sobre el aborto y derecho a la vida, etc. Nada se ha cumplido realmente. Ofrece, a cambio, ficciones y tapaderas.

Cercano el final de la legislatura, sin visos auténticos de cambiar el ciclo, tenemos medio millón más de parados, la deuda aumentó trescientos mil millones, la clase media (depauperada) se eclipsa, la pobreza galopa por las esquinas, etc. Además de estos “logros”, la justicia está condicionada, se proyecta una ley de seguridad ciudadana que pone en solfa el Estado de Derecho, hay deseos de matizar la elección de alcaldes, etc., etc., etc.. Una genuina reforma democratizadora. El calcetín -pese a propagandas, señuelos y cuentos varios- se encuentra en peores condiciones que en dos mil once. Rajoy persiste en dejar por bueno a Zapatero. Nunca hubiese pensado que, a este último, alguien pudiera “mojarle la oreja” (en mi tierra y en mi infancia, retarlo, superarlo).

El PP perderá millones de votos merced a su nefasta gestión y porque no eran suyos. Preocupante es la alternativa que se otea. Cualquier experimento estrambótico, no homologable a los sistemas occidentales, traerá más miseria; asimismo, opresión. La masa revela una ceguera extrema. Sin embargo, como asegura un refrán clarificador, aunque la mona vista de seda, mona se queda. Dicho está y ojo avizor.

 

 

viernes, 19 de septiembre de 2014

CERTIDUMBRE Y JUSTICIA


Existe hoy cierto interés por averiguar qué maridaje prevalece entre realidad, conocimiento y comunicación. Tanto es así que ontología y epistemología vienen preocupando al hombre desde la Grecia clásica. Sin embargo, la filosofía del lenguaje surge en tiempos recientes. El motivo quizás haya sido un sempiterno conflicto de indiferencias y negaciones entrambos. Lo cierto, aparte consideraciones temporales, es el atractivo suscitado por determinar qué trascendencia predecimos al lenguaje en la interacción individuo-hábitat. Parece tomar cuerpo la disyuntiva surgida al socaire del lenguaje connotativo y denotativo. Debe apreciarse también la simbolización; proceso que ratifica el advenimiento del lenguaje artificial.  

Niego los conocimientos básicos para escrutar semejante problemática. No obstante, el asiduo uso de la palabra escrita me sitúa a un nivel aceptable. Esta premisa permite realizar lucubraciones sobre aspectos domésticos, cotidianos, ajenos a honduras que requieren mayor especialización. Advierto, verbigracia, un intento -ejercido por sectores concretos- de gestar ese lenguaje simbólico (artificial) que les permite instituir una realidad postiza, acorde a sus intereses. De casta, apostillarían algunos. El mundo político y judicial constituye dos sectores capitales a la hora de formalizar tal marco con el objeto de provocar ventajosa confusión. No cabe duda de que realidad, experiencias personales, conocimientos y sensaciones se materializan por medio del lenguaje. Su desnaturalización ofrece un mundo caricaturizado.

Frecuentemente inquiero el porqué un exceso de “garantismo” -a lo mejor querencias esotéricas- requiere difuminar una realidad cierta, evidente. Ignoro si se trata de escrúpulos jurídicos necesarios para acreditar la Justicia o una forma inicua utilizada por juristas a fin de salvaguardar determinadas prerrogativas o privilegios. Resulta sorprendente que pueda resultar delictivo llamar a alguien ladrón, por ejemplo, aunque se haya pillado in fraganti. La norma manda que se anteponga, con carácter atributivo, el epíteto “presunto”. Ante este hecho rutinario, cualquier ciudadano se desorienta. La realidad vinculada a un lenguaje natural queda relegada a convencionalismos incomprendidos e innecesarios. ¿Por qué los jueces han de ejercer como lingüistas versados? ¿Por qué se prima en esta materia el carácter tangencial del lenguaje? Tras una realidad penal palpable, concluyente, debe aplicarse la ley no establecer coyunturas gramaticales.

Cuantiosos casos que plagan la memoria colectiva, han provocado ríos de tinta. Bárcenas, EREs, Fabra y, ahora, la familia Pujol conforman debates y noticieros, amén de programas ajenos al acontecer político. Por cierto, tanta impureza, tanta realidad virtual acomodada, suscita cuantiosa confusión cuando hemos de trazar las líneas divisorias entre lo trascendente y lo trivial. Vivimos asediados por un tótum revolútum. El individuo pierde –probablemente víctima de percepciones planificadas- su trayectoria social, aun personal. Sufre espejismos, flases alienantes, sacudidas emocionales, que lo convierten en un ser insensible, apático. Lento de reacciones, dilata enfrentarse -armado de firmeza y argumentos sólidos- a ese comulgar diario con las ruedas de molino que le facilita simulada y cínicamente un poder multifacético.

Ese ente denominado opinión pública posee la certidumbre de que los arriba mencionados -EREs incluido- metieron las manos donde no debieran. Asimismo, a nadie se le permite aseverarlo con rotundidad. ¿Son chorizos? No, son presuntos. Pero, ¿qué añade o desvanece tal voz? ¿Aclara, determina o concreta algo? Desde mi punto de vista, viene a ser un hall jurídico, el cobijo que protege a quien debería sufrir las iras del pueblo esquilmado, el rigor de una Justicia reparadora. Pese a su aplicación dilatoria (a veces absolutoria) acepto la presunción de inocencia siempre. Pero en políticos y adjuntos con evidentes e incontestables razones para una calificación cierta, no. Sobre manera cuando se trata de apropiaciones indebidas. Primero se les inhabilita para todo cargo representativo y luego se les somete al proceso correspondiente cuidando con exquisitez las garantías procesales. Implicación fundamental consistiría en restituir lo distraído. Si se les juzgara inocentes, la rehabilitación pondría punto final al caso.

Mi calificativo resultaría demasiado grueso. Por esto me resisto a adjetivar los indultos a políticos, banqueros u otros de porte gubernamental. Tampoco la falta de restitución si lo robado son caudales públicos. Ambos casos se producen con excesiva frecuencia. El último, siempre. Si ante la certidumbre, la justicia extiende una figura lingüística valedora (básicamente de prebostes), con el indulto cualquier ejecutivo da la puntilla. No ya al derecho sino a la democracia. La justicia, con ese lenguaje simbólico, madura el desafuero del poder poniendo cerco a la certidumbre. El gobierno aniquila crédito y sistema concediendo indultos incomprensibles, audaces; sembrando impunidad.

Cuando las leyes ponen coto al lenguaje denotativo, el delincuente se frota las manos y la justicia  entra en un laberinto oscuro, insondable, sorprendente. Acaba siendo un sucedáneo.

 

viernes, 12 de septiembre de 2014

ESPAÑA: UN GRAN CHARCO DE RANAS


Allá, por la Manchuela conquense, cuando se quiere sugerir una situación confusa, inquietante, difícil, las gentes utilizan esta expresión: “es un charco de ranas”. Paréceme que el galimatías atribuido a la Torre de Babel debe presentar bastante parecido con el actual marco de convivencia que provoca la crisis general. Desde luego, sospecho que no es acontecimiento actual ni tuvo menor envergadura en otras épocas. Imagino que el devenir histórico está plagado de instantes cruciales al tiempo que espinosos. Siempre lo lejano o ignoto genera escasos conflictos personales, por tanto colectivos. No es posible, ni aun observando nuestros lastres humanos, ponernos en la piel de individuos desaparecidos generaciones atrás. Cada cual vive su momento; cada cual siente una reacción adiposa ante estímulos y percepciones desiguales. Lo mismo ocurre al corazón -fibra  que sedimenta sentimientos y afectos- u otras vísceras toscas pero igualmente necesarias.

Hace décadas, España emprendió una dinámica desnortada, sin guía. Fue víctima de su propio éxito, una fugaz quimera, una ilusión fatua. Empezó a conformar ese gran charco de ranas que ahora croan quebrando el compás, obcecadas y fuera del tempo. Pudiéramos excusar los inicios, la probable génesis debida al vigor de un colectivo ganado por la “libertad sin ira” y el triunfalismo infantil. Seguramente con escenario distinto hubiese ocurrido igual porque la semilla venía agregada, portaba su gen, al momento mismo de iniciarse la Transición. Por fas o por nefas, aquellos prebostes -llamados padres de la Constitución- que redactaron nuestra Ley de leyes, idearon o permitieron, según los casos, el Estado Autonómico. He aquí, sin duda, la eclosión de un proyecto que el nacionalismo intemperante e incisivo coló de rondón aprovechando el despiste (puede que intereses espurios avizorados por sagaces partidarios del tocomocho) de los partidos llamados a protagonizar la gobernación alternante del país de Jauja. De aquellos polvos procede este lodazal, hábitat donde el batracio también se siente cómodo.

Centrándonos -digo- en la actualidad, una enorme colección de ranas se ha adueñado del telediario y del debate. Sintiéndolo en el alma, no puedo continuar sin traer a mi mente al ínclito Zapatero. Detesto hacer leña del árbol caído pero el rigor me obliga a recordar, refrescar en la memoria social, la desastrosa gestión que realizó; sobre todo a lo largo de su segunda legislatura. Desde ese buñuelo que bautizó “Alianza de las Civilizaciones” y el brindis al sol del “cambio climático” (ambos etéreos, inmateriales y de larguísimo recorrido), pasó de la “champions league” económica al inclemente plan de austeridad anunciado el doce de mayo de dos mil diez. Significó la corrección impuesta al aventurero falaz, prepotente, iluso. Necio. Porque solo un necio puede alimentar dos veces el ridículo en tan breve espacio de tiempo. Eso sí, regateando la frontera del disparate poético: “La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento”. La madre de todas las ranas.

Una vez abierta la veda, España constituye ahora mismo una enorme charca abarrotada de ranas. Resulta infructuoso describir tanto croar desunido, molesto, anómalo. Cualquier ideología o sigla se refracta en sus dorsos desnudos, sin estampa, ayunos de cincel. Las reconocemos por ciertas alteraciones dogmáticas que afectan a su timbre. Una amplia caterva la inician aquellos sapos (entiéndase ranas, batracios, u otros sinónimos que acostumbro utilizar para evitar repeticiones) de carácter tranquilo, equilibrado, de croar suave, seductor. Queda completada con especímenes fogosos, airados, provocadores, armados de agresividad retadora, guerrera. Algunas son novedosas, se han incorporado a última hora, pero muestran un tono e intensidad notables. Tenemos botones para cada muestra.

Políticos, sindicalistas, financieros, comunicadores, jueces -estimados en conjunto, en concierto- conforman casi la totalidad del charco. Aparece, no obstante, de vez en cuando algún solista que merece justas loas. Son versos sueltos que tienen su aquel. Provocan, ya lo sé, rechifla más que furor. Dejaré que el amable lector dé plena satisfacción al ingenio y voluntad para casar cada batracio con su particular croa, para elaborar un prontuario donde recoja las diferentes sensibilidades.

Sin embargo, otra concepción diferente se hace también eco de la frase: “El mundo es un charco de ranas”; por ende, y a la vez, España. Dice el sociólogo que las sociedades avanzadas son similares a una rana en agua caliente. Los cambios bruscos, los nota y huye de ellos. Cuando se aclimata a las condiciones cambiantes muy lentamente, no se dará cuenta de los cambios y perecerá. Nuestros políticos calientan con progresión el agua de la gran charca; nos van caldeando sin tener conciencia exacta de semejante amenaza.

Continúa el filósofo. En nuestra sociedad la vigilancia es cada vez mayor. Esto  no es bueno. Alguien que se sienta observado se comporta de manera diferente a quien no se siente. Ellos no hacen uso de sus libertades civiles de manera que alguien se sienta anónimo. Esto, por ejemplo, restringe su libertad de expresión. Con el fin de ser discreto, más y más personas tratan de ajustarse a la normalidad. En una sociedad así, los no conformistas y disidentes lentamente se extinguirían. Esta sociedad uniforme no sería capaz de crecer mental y socialmente. La falta de respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás aumentaría y su capacidad de innovación se atrofia. Por este motivo debemos dar una mirada al termómetro para saber lo caliente que está el agua en nuestro entorno.

España padece ambos estadios. El primero es leve, folklórico. El segundo es temible. Venimos padeciéndolo y vamos camino a la ebullición sin tener conciencia plena de ello. Si nadie lo remedia, los españoles, a poco, iremos notando cierto hedor a rana chamuscada.

 

viernes, 5 de septiembre de 2014

INCULTURA Y DÉFICIT DEMOCRÁTICO


Que somos un país inculto lo viene cuantificando, desde hace años, cada nuevo informe Pisa. El déficit democrático que percibimos confirma la cualidad de nuestra incultura. Esta carencia se nota apenas rascamos el tejido social que protagoniza hoy la vida política. Mis cuarenta años de labor docente me permiten afirmar que semejante escenario se ha ido conformando tras la implantación de la LOGSE. Una ley educativa onerosa y adversa. Más aun, estoy convencido de que su existencia es  el producto de un plan perfectamente concebido por expertos psicólogos y sociólogos para conseguir una comunidad borreguil e indolente. ¿Cómo si no se ha podido trincar tanto y con absoluta impunidad? ¿Cómo si no se ha llegado a esta podredumbre general del sistema? Sin duda, podemos establecer un hilo conductor entre herencia LOGSE y clímax de corrupción.

Esta incultura permite a comunicadores y políticos, básicamente, alimentar fobias porque -como he dicho en bastantes ocasiones- el español siempre actúa de forma visceral. El odio es su única Razón de Estado y la incultura lo potencia al conseguir un seguidismo fanático e irracional. Sería sensato que desapareciesen clanes y banderías, pero tal situación solo puede darse con una sociedad crítica e inteligente. Perdonamos a los nuestros mientras sometemos al rival a juicios severísimos y calumniosos. Los medios utilizan su inmenso poder (des)informativo en ignorar objetivos comunes. A nadie parece interesarle la adición, probablemente por aquello de que unión y fuerza conforman el antecedente y consiguiente. Es seguro que a la caterva de vividores no le interesa una sociedad fuerte, vertebrada.

No hay nada nuevo bajo el sol, anuncia el Eclesiastés con tres milenios de existencia. Ciertamente, todo fenece y se renueva sin que surjan novedades dignas de mención. Tres mil años constituye un periodo suficiente para constatar la inexistencia de algo inédito. Tal marco me lleva a afirmar que solo  hay dos tipos de revoluciones: la burguesa liberal y el populismo marxista. Ambas acontecen en épocas de crisis, ya económica ya político-social. Una tiene como protagonista la burguesía -financiera o intelectual- ayuna de poder. Su consecuencia es la democracia, más o menos corrompida, que garantiza (al menos en teoría) las libertades y derechos individuales. La otra, dirigida por una élite intransigente, se excusa en el proletariado, en la desesperanza, para conseguir un poder omnímodo. Enmascara regímenes totalitarios, de terror. Aprendamos Historia. Evitaremos así manejos perversos cuando no dañinos.

Una sociedad inculta y aletargada genera sistemas putrefactos, cleptocráticos, que se retroalimentan de su propia colectividad convertida, a la vez, en víctima y ariete. Cierto que la globalización impide maniobrar con rapidez y eficacia ante las eventuales crisis capitalistas. Cierto que a una ciudadanía menesterosa se opone una clase política (casta o no tanto) que supera con creces cualquier defecto, vicio o discapacidad humanas. Semejante intendencia, avistada a grandes rasgos, nos lleva -desde hace tiempo- a otear un horizonte angustioso. Empezamos por sentir el lógico y justo desafecto hacia el gobernante incapaz de interpretar unos votos preñados de ansia de cambio. Qué decepción ante tanta insensibilidad o desfachatez, quizás ignominia.

Diferentes datos sobre prospecciones electorales pregonan una subida asombrosa de Podemos. Incluso algunos aprecian un empate técnico con el PSOE. Pablo Iglesias resulta ser el político mejor valorado. Tal estudio implica la orfandad de criterio cuando el ciudadano responde. ¿Cómo puede valorarse a un político que es musa y no teatro, al decir de Lope? Empiezo a sospechar de la levedad inercial del mito junto al lastre que atesoran los iletrados. En todo caso, extraña una dinámica tan apresurada respecto al lerdo comportamiento usual de la muchedumbre. No resulta fácil excitar a la masa -ni aun desvertebrada, heterogénea- para conseguir una réplica extraordinariamente radical. O las prospecciones son incorrectas, exageradas, o nos hemos vuelto locos.

Insisto, las revoluciones burguesas trajeron los sistemas democráticos que garantizan las libertades individuales. España tiene un régimen homologable al resto del mundo industrializado. Verdad es que las carencias lo ahogan. La sociedad tiene, por obligación, que sanarlo. Ha de propiciar la separación real de los tres poderes. Debe exigir transparencia y fianza en la gestión de los caudales públicos. Necesita comprometerse con el discurso de un Estado viable por funcionalidad y economía. Tiene que adoptar una oposición firme a cualquier tentativa de enfrentamiento o beligerancia entre españoles que predisponen a la divergencia en perjuicio de un objetivo común. Esto o abstención total.

No hay alternativa libre. Los populismos no resuelven las crisis económicas y someten al individuo no a los intereses comunes sino al albur de un líder atemorizado y cruel. Se les conoce como democracias populares, cuando la auténtica no necesita de epítetos. Temo que estos datos expuestos, entre otros, por El Mundo y La Razón sean consecuencia del carácter irreflexivo, ingenuo e insensato de una sociedad desorientada, confundida, harta de tanta miseria moral que destilan nuestros prohombres. También de una incultura total.

Veremos qué nos depara un futuro azaroso, sin timón. Los signos, si hubiera oráculos, no sugieren tiempos tranquilizadores.