Existe hoy cierto interés
por averiguar qué maridaje prevalece entre realidad, conocimiento y
comunicación. Tanto es así que ontología y epistemología vienen preocupando al
hombre desde la Grecia clásica. Sin embargo, la filosofía del lenguaje surge en
tiempos recientes. El motivo quizás haya sido un sempiterno conflicto de
indiferencias y negaciones entrambos. Lo cierto, aparte consideraciones
temporales, es el atractivo suscitado por determinar qué trascendencia predecimos
al lenguaje en la interacción individuo-hábitat. Parece tomar cuerpo la
disyuntiva surgida al socaire del lenguaje connotativo y denotativo. Debe
apreciarse también la simbolización; proceso que ratifica el advenimiento del
lenguaje artificial.
Niego los conocimientos
básicos para escrutar semejante problemática. No obstante, el asiduo uso de la
palabra escrita me sitúa a un nivel aceptable. Esta premisa permite realizar
lucubraciones sobre aspectos domésticos, cotidianos, ajenos a honduras que
requieren mayor especialización. Advierto, verbigracia, un intento -ejercido
por sectores concretos- de gestar ese lenguaje simbólico (artificial) que les
permite instituir una realidad postiza, acorde a sus intereses. De casta,
apostillarían algunos. El mundo político y judicial constituye dos sectores
capitales a la hora de formalizar tal marco con el objeto de provocar ventajosa
confusión. No cabe duda de que realidad, experiencias personales, conocimientos
y sensaciones se materializan por medio del lenguaje. Su desnaturalización
ofrece un mundo caricaturizado.
Frecuentemente inquiero
el porqué un exceso de “garantismo” -a lo mejor querencias esotéricas- requiere
difuminar una realidad cierta, evidente. Ignoro si se trata de escrúpulos
jurídicos necesarios para acreditar la Justicia o una forma inicua utilizada
por juristas a fin de salvaguardar determinadas prerrogativas o privilegios.
Resulta sorprendente que pueda resultar delictivo llamar a alguien ladrón, por
ejemplo, aunque se haya pillado in fraganti. La norma manda que se anteponga,
con carácter atributivo, el epíteto “presunto”. Ante este hecho rutinario,
cualquier ciudadano se desorienta. La realidad vinculada a un lenguaje natural
queda relegada a convencionalismos incomprendidos e innecesarios. ¿Por qué los
jueces han de ejercer como lingüistas versados? ¿Por qué se prima en esta
materia el carácter tangencial del lenguaje? Tras una realidad penal palpable,
concluyente, debe aplicarse la ley no establecer coyunturas gramaticales.
Cuantiosos casos que plagan
la memoria colectiva, han provocado ríos de tinta. Bárcenas, EREs, Fabra y,
ahora, la familia Pujol conforman debates y noticieros, amén de programas
ajenos al acontecer político. Por cierto, tanta impureza, tanta realidad
virtual acomodada, suscita cuantiosa confusión cuando hemos de trazar las
líneas divisorias entre lo trascendente y lo trivial. Vivimos asediados por un
tótum revolútum. El individuo pierde –probablemente víctima de percepciones
planificadas- su trayectoria social, aun personal. Sufre espejismos, flases
alienantes, sacudidas emocionales, que lo convierten en un ser insensible,
apático. Lento de reacciones, dilata enfrentarse -armado de firmeza y
argumentos sólidos- a ese comulgar diario con las ruedas de molino que le
facilita simulada y cínicamente un poder multifacético.
Ese ente denominado
opinión pública posee la certidumbre de que los arriba mencionados -EREs
incluido- metieron las manos donde no debieran. Asimismo, a nadie se le permite
aseverarlo con rotundidad. ¿Son chorizos? No, son presuntos. Pero, ¿qué añade o
desvanece tal voz? ¿Aclara, determina o concreta algo? Desde mi punto de vista,
viene a ser un hall jurídico, el cobijo que protege a quien debería sufrir las
iras del pueblo esquilmado, el rigor de una Justicia reparadora. Pese a su
aplicación dilatoria (a veces absolutoria) acepto la presunción de inocencia
siempre. Pero en políticos y adjuntos con evidentes e incontestables razones
para una calificación cierta, no. Sobre manera cuando se trata de apropiaciones
indebidas. Primero se les inhabilita para todo cargo representativo y luego se
les somete al proceso correspondiente cuidando con exquisitez las garantías
procesales. Implicación fundamental consistiría en restituir lo distraído. Si
se les juzgara inocentes, la rehabilitación pondría punto final al caso.
Mi calificativo
resultaría demasiado grueso. Por esto me resisto a adjetivar los indultos a
políticos, banqueros u otros de porte gubernamental. Tampoco la falta de
restitución si lo robado son caudales públicos. Ambos casos se producen con
excesiva frecuencia. El último, siempre. Si ante la certidumbre, la justicia
extiende una figura lingüística valedora (básicamente de prebostes), con el
indulto cualquier ejecutivo da la puntilla. No ya al derecho sino a la democracia.
La justicia, con ese lenguaje simbólico, madura el desafuero del poder poniendo
cerco a la certidumbre. El gobierno aniquila crédito y sistema concediendo
indultos incomprensibles, audaces; sembrando impunidad.
Cuando las leyes ponen
coto al lenguaje denotativo, el delincuente se frota las manos y la
justicia entra en un laberinto oscuro, insondable, sorprendente. Acaba
siendo un sucedáneo.
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