Regular es un vocablo
procedente del latín regulare (normas o reglas). Según el DRAE, en su cuarta
acepción, significa “determinar las reglas o normas a que debe ajustarse
alguien o algo”. Por contra, desregular indica eliminar total o parcialmente la
disposición anterior. Es evidente que tanto uno como su antagonista implican querencia
o no a cultivar, aun defender, estos preceptos que afectan al marco social.
Algunos sociólogos reivindican arrinconar cualquier lastre restrictivo, atentatorio
contra las libertades individuales. Inclusive exponen argumentos grotescos, sui
géneris, para apoyar teorías coyunturalmente ciertas. A largo plazo, cualquier
quiebra esencial de la norma carece de fundamento y consistencia, según opinión
mayoritaria. Sociólogos modernos e investigadores sobre comportamientos
grupales, defienden contextos reglados para conseguir una armonía perfecta.
Nuestra experiencia,
asimismo con sobrada lucidez, brinda referencias cuya gnosis lleva a la duda
razonable. Reconozco que anécdotas, acotaciones personales y limitadas,
restringen conclusiones válidas, universales. Todos los miércoles recojo a mi
nieta mayor del politécnico valenciano. Tras comer, con suma urgencia, la
devuelvo al mencionado centro. Ambos instantes, dos y cuarto a tres y cuarto,
presentan abundante circulación; tanta que aquello se congestiona hasta lo
insufrible. Más, si aparco a la derecha y, en cincuenta metros, he de cruzar
cuatro carriles abarrotados para torcer a la izquierda. Los semáforos
reguladores priorizan los accesos al politécnico creando verdaderos atascos en
la zona. Digo bien si proclamo el trance una tortura regulada.
¿Sirve lo expuesto como prueba
caótica derivada de una privación reguladora? No. Regulación o desregulación
forman parte del haber individual, de la pericia. Me niego a admitir una
desregulación consciente, antisocial, en quienes adquieren responsabilidades
públicas, fuera de la mera acción política. Pudiera entenderse tal menester en
personas sin ninguna catadura moral o con notables carencias intelectuales. El
resto, a lo sumo, perpetra yerros técnicos que contribuyen a la complejidad que
nos rodea por doquier. Hasta la propia naturaleza protagoniza errores
insólitos, gigantescos, como el advertido en una chica treintañera cuya altura
superaba, de largo, los dos metros. Son acontecimientos disculpables, puesto que
el desacierto, la pifia, vienen asidos a la mano de lo inusual. Tal vez no
tanto, porque errar es humano.
Surge rápida una
pregunta: ¿admitimos igual proceder en políticos? Desde mi punto de vista, no
pueden equipararse yerros, neurosis e ineptitudes. No cabe duda de que un
político puede atesorar cualquier estigma expuesto, pero no imputársele
demencia sea cualquier grado y circunstancia. El disparate, la ineptitud, son
atributos capaces de consignar, en estos probos personajes, un alto porcentaje;
tanto, que casi determinan su oficio. ¿Conocen mis amables lectores algún
preboste inmaculado? Una respuesta escrupulosa constituye el mejor sondeo. Desdeño
atavismo alguno o maledicencias debidas a mi escepticismo y costumbre abstencionista.
No soy yo quien hace al político sino el político quien fomenta mi criterio.
España lleva siglos
desregulada. Reglas y normas han de asegurar igualdad exquisita para todos.
Caso contrario, se franquea paso a actitudes, a legislaciones, arbitrarias,
grotescas. Tenemos miles ejemplos en que basarnos para confirmar incapacidades auténticamente
reguladoras que emergen de la sociedad y terminan en los gobiernos de turno.
Sometidos al talante disgregador propio -tal vez impropio- de un individualismo
sacrosanto, somos incapaces de aceptar otra piel que no sea la nuestra. Luego
pagamos con los demás sin molestarnos en activar introspecciones quirúrgicas.
Deberíamos reprobar la validez de tópicos incrustados en el biombo oportuno de nuestra
idiosincrasia. Evitemos aquel nefasto epílogo que conlleva la frase: ”España y
yo somos así, señora”.
Cataluña, con el tiempo,
ha madurado un problema institucional preocupante. Podemos alegar poco cuando
arrecian voces sobre la evidente falta de coraje en un gobierno que improvisa realidades.
Se aprecia desfase, desregulación, al tomar medidas. Otrora deja sin ejecutar
sentencias sustantivas; aplica a la fuerza y de forma melindrosa, a medias, el artículo
ciento cincuenta y cinco que ha resultado más mediático que eficaz. Apresa
compungido medio gabinete catalán, pues permite huir al otro medio. El drama,
al final, lo tornan sainete porque sus actores -estos y aquellos- pierden los
papeles. El cupo vasco resucita la transacción bíblica a cambio de unas
lentejas inmorales, delictivas. Enfatizo solo lo inmediato, lo que ahora mismo
aflige a un país decepcionado.
Qué decir del resto,
tanto nacionalistas como nacionales. Vislumbramos un PSOE agazapado, infiel,
sin ubicación. Gesticula falto de proyecto, ligero de ideas, amorfo, con apresuramientos.
Se pegará el tortazo por transitar ajeno a la edafología del suelo que pisan.
Ciudadanos ha de contener la imagen que de él pretenden sembrar los anteriores llevados
por intereses muy concretos. La conciencia social patria se manipula con facilidad,
resultando difícil revertir, perfilar debidamente, cualquier presunción creada.
Podemos, mareas, comunes, y sus aguerridos colindantes, conforman de por vida
el acompañamiento folklórico que todo poder mantiene como excusa. Quizás
debiera templar algo el fenómeno ocupa cuando afecta a bienes familiares.
Sí, paradójicamente
vivimos muy controlados por el sistema a nivel personal, pero despendolados de
forma colectiva. Las leyes incumplidas se enmohecen, recrean los viejos judas surgidos
el domingo de resurrección. Antes de quemarlos, asustaban solo a niños cándidos
porque los díscolos les sometían a toda clase de desmanes y pedreas. Por lo que
apreciamos, los poderes públicos se han lanzado sin freno a una competición cleptómana,
corrupta. Desaparecidos aquellos antagonismos emblemáticos, eficientes,
fructíferos para el ciudadano, se han confabulado -más allá de vanas
apariencias- para estafar el opíparo presente y atesorar un plácido futuro.
Somos su evocación permanente, su farsa insidiosa, estúpida, para saquearnos bajo
la cobertura de servicio escrupuloso. Hasta la imperiosa respuesta penal está
desregulada, desbordada, sin control.