Los
últimos tiempos son pródigos en noticias que escapan al límite considerado
normal; es decir, ajustaríamos el atributo si las calificamos de prodigiosas.
Entre todas, destaca aquella que reseña el informe fiscal, remitido por
Hacienda al juez Castro, sobre el patrimonio de la infanta Cristina. Según se
desprende del mismo, la señora de Urdangarín enajenó trece fincas -rústicas y urbanas- por
un importe total cercano al millón y medio de euros. Queda oculto el piso, garaje
y trastero sitos en Pedralbes. Con gran asombro, no exento de escándalo, la infanta
negó que fuera propietaria de esos bienes transferidos, al parecer, únicamente por
Montoro. Por el contrario, sí era poseedora del que había vendido en Pedralbes e
ignorado por la Agencia Tributaria.
Tamaña
metedura de pata -quizás enjuague lisonjero, tosco y antiestético- comporta un serio
atropello a la Ley. Desde obstrucción a la justicia y falsedad en documento
público hasta presunta o probable complicidad en evasión fiscal (incluso
blanqueo de capitales), los responsables políticos de Hacienda, asimismo, han
tomado el pelo a los sufridos contribuyentes. Sin embargo, todo acaba reducido a
trece errores; cifra que genera gran recelo popular auspiciado por altas dosis
de superstición. Dos yerros asume esta
institución que proclamaba, hace años, ser
de todos y once atribuye a unos cabezas
de turco que merodeaban por allí: notarios y registradores. Hacienda, “nuestra
Hacienda”, nos chalanea, exprime, persigue, subestima y maltrata, pero no
miente; se equivoca un poco. Bueno, en realidad lo hace Rita. La existencia de “agujeros
negros”, inmunes al protocolo asiduo de inspección, son maledicencias de gente
suspicaz y desinformada. ¿Captan la ironía?
Ante
la alarma social que generan estas noticias -más en el tramo final de la
declaración del IRPF- los responsables políticos del ministerio -escondiendo el
rostro, perdón quiero decir la cara- difunden una nota. Expedida con nocturnidad y
alevosía (marco tópico de crímenes que conforman el paradigma del relato
policiaco), procuró serenar unos ánimos ciertamente revueltos. Su contenido
ayudaba poco a conseguir el objetivo. La incidencia, decía, vino de un error desencadenado por un deneí perverso y con
evidente inclinación a repetirse, cual cromo coleccionable, contrariando
versiones policiales. Técnicos de este cuerpo, han corroborado la imposibilidad
de encontrar dos documentos identificativos con numeración gemela. Doctores
tiene la Iglesia. Sea como fuere, la Agencia ha roto no digo ya aguas sino su
virginidad. Perdido el juicio que contraviene la pauta que se reconoce como
válida (definición de error), según propio testimonio, Hacienda queda
deslegitimada para suponer deseo o propósito voluntario los errores de los
demás, salvo prueba irrefutable alejada de cualquier estimación subjetiva.
El
error es humano, inclusive cuando haya indicios claros de equipararlo -sin
maldad- a una actitud descarada de camuflaje. La voluntariedad, siendo personal
e intransferible, es un dictamen que realiza alguien ajeno y, por tanto, queda
al descubierto, supeditado a conducta (tal vez acomodo) del árbitro. Desde hace
meses, mi concepto de la Hacienda Pública arrastraba ciertas dudas respecto a
su imparcialidad e higiene. Nuestra mente contributiva anida la idea de que el
rasero utilizado, cuando ha de calibrar realidad y declaración, debe aproximarse
mucho a la varita del mago que suele aturdir mediante un ocultismo peregrino, advenedizo.
Los errores del ciudadano, por nimia que sea la cantidad, acarrean expedientes sancionadores. Conservo alguna
experiencia cercana. Algo más de cuatrocientos euros, provocaron la multa de
ciento cinco a consecuencia de un error natural. Creo innecesario examinar las
diferencias de proceder con unos y otros. Inadmisible. No pongo en cuarentena, proclamo
la dejación de estos políticos que se muestran enérgicos con los débiles y pusilánimes
ante los poderosos
Convicción,
enseña el diccionario, implica seguridad que tiene alguien sobre la verdad o
certeza de lo que piensa o siente. Por crédulo y necio que apunte un ciudadano,
con las noticias que sirve el desayuno cada día, ha de cambiar de actitud y opinión referida a
aquellas instituciones que le afectan en su vida ordinaria. Sin duda, una de
las que más rechazo produce tiene connotaciones dinerarias. Hoy, percibe informaciones
que hablan de enredos, misterio, trato diferenciado. Las conjeturas se truecan certidumbres.
El crédito se gana o pierde al compás de acciones concretas, algunas repugnantes.
Mal está que el individuo sea engatusado por aventureros que tienen por
costumbre inveterada incumplir sus promesas y transacciones. Esto, lo acepta
aun de mala gana. Tocarle el bolsillo de manera usurera, ladina y desigual, no
tiene escapatoria ni perdón.
Quien
posea información, incluso ayuno de suspicacia, tiene el convencimiento, asegura
-como lo hago yo- que donde pone la mano un político corrompe su naturaleza y
comportamiento. Ha ocurrido con la justicia, educación, Cajas de Ahorro,
sentimiento nacional y, por lo intuido, Hacienda. En fin, el orbe
institucional. Encima, son soberbios seguramente porque es la forma de
expresión más refinada que tiene la estupidez. Ante esta convicción, el pueblo
debe oponer una dignidad rocosa, innegociable. No queda otra escapatoria; pundonor
frente a exceso, latrocinio y miseria.