Desde hace un tiempo, los medios de
comunicación centran sus programas serios (incluso los no tanto) en el
vano empeño de aclarar qué atributos mostrarán las futuras pensiones. Desconocen
si la tormenta venidera afectará o no a las actuales. Todo son dimes y diretes,
opiniones fundadas en otras -es decir, infundadas- y análisis rigurosos hechos
por expertos que apetecen hacer digerible un sistema indigesto. Nadie parece
dispuesto a sustituirlo; evaluar al menos, otras perspectivas del conflicto. Lo
lógico es arrinconar aquello que observamos pernicioso, obsoleto, inoperante,
para reemplazarlo por algo nuevo previo ajuste facultativo para que el cambio
sea ajustado y proporcional. Seguir sujetos al anacronismo es ubicarse
permanentemente cerca de la angustia.
Se comenta la naturaleza timadora de este solidario pero complejo y desequilibrado sistema. Pareciera razonable confirmar uno mixto, paliativo e interino, hasta concluir el postrimero totalmente privado. Su eficacia y rentabilidad ofrecen pocas dudas en países donde ya se ha instituido. Restaría para el Estado una función importantísima: garantizar mediante leyes precisas, asimismo arbitrajes, las aportaciones del ciudadano en general, sea o no trabajador “stricto sensu”. Así, entidades financieras y aseguradoras se guardarían muy mucho de expoliar capitales ajenos con apalancamientos perversos u otras aventuras contables.
Me pregunto, quizás impetuoso, si las
informaciones manan de forma espontánea o provienen de una fuente interesada, ladina.
No excluyo ninguna probabilidad, pues la experiencia aconseja poner en
cuarentena hasta las apreciaciones más sensatas a priori, si es que alguna
debiera considerarse tal sin rozar el infantilismo. Mientras, siete millones
(más o menos) de jubilados dormitan, a lo peor velan, bajo ruidosos compases
que acompañan a mensajes alarmantes. Olvidamos, al tiempo, el eco -de igual vigor-
que alimenta el paro; pasto tóxico cuyo principio activo afecta lentamente a
una sociedad que, a poco, va perdiendo la robustez heredada de sus ancestros.
El gobierno (digo) voluntarioso,
populista, a lo mejor contrito, ha reunido un “comité de expertos” con el
objetivo de enmendar, enderezar, el ocaso de la norma que se prevé cercano. Hay
coincidencia en que la explosión demográfica de los años setenta, la involución
posterior y el aumento progresivo de la esperanza de vida, sumadas al paro
coyuntural (que deviene estructural por largo tiempo), hace inviable el actual
sistema. Sin embargo, obcecados como pocos, seguimos amarrados al mismo remo y,
a través de un confuso Factor de Revalorización Anual, dicen los sabios que podemos
hallar un milagroso “factor de sostenibilidad”. Aparte, el ejecutivo -en un
alarde semántico- se inventa la “desindexación” para definir un IPC
descafeinado y aplicable sólo a los intereses del cocinero jefe. Llegados a
este punto, recuerdo la censura que expresó Eugenio d’Ors a un camarero que le derramó
parte de una botella de cava, al intentar abrirla de forma espectacular: “Los
experimentos con gaseosa, joven”.
La crisis se conlleva gracias a los
pensionistas junto a una tupida red de economía sumergida. Esta, en principio,
sufre la suave presión de un gobierno que considera negativo tensar seriamente
la cuerda. Por este motivo aplica advertencias retóricas sin pasar a la acción.
Realiza una táctica injusta pero necesaria para mantener una paz social
bastante precaria. El statu quo es suficiente razón de Estado. Su quiebra, en
estos momentos críticos, supondría la mayor irresponsabilidad que gobernante
alguno pudiera asumir.
Es conocido el papel que vienen
desempeñando las clases pasivas desde hace años. Quién no conoce casos en que
la pensión, complementada a veces por los ahorros atesorados a lo largo de toda
una vida laboral, sirvió a hijos y nietos para aguantar los embates de una
crisis dramática. Incluso, como último e ingrato remedio, algunos abuelos tuvieron
que abandonar costosas residencias a fin de subsistir familias enteras. Hoy, el
escenario empeora porque apenas quedan ahorros; las pensiones no alcanzar a
atender tanto familiar y, encima, hay una merma continua del poder adquisitivo,
aparte los probables ajustes que se vislumbran en el horizonte.
La
ambiciosa ceguera de unos políticos indigentes que no quieren limitar sus prebendas,
está consiguiendo reducir el colchón que modera los efectos lesivos de una
crisis profunda y larga. Al tiempo, tan desmedida asfixia fiscal junto al
devaneo con el mundo financiero, extermina la clase media y destruye el tejido
industrial, auténticos pilares del Estado que (emulando a Luis XIV) “son ellos”.
¿Serán capaces de matar la gallina de los huevos de oro? ¿Ustedes qué creen?
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