Me gustaría tener plena
certidumbre de que no somos los menos afortunados o los más cerriles del orbe. Tal
anhelo se debe a la casta política que padecemos y que excluye signos claros de
reducir tanto desprecio por quien sufraga sus dispendios. Asimismo, todavía hay
especímenes cuyo calificativo se hace tremendamente espinoso. Mantienen con
ceguera impúdica (atesorada a base de misericordia, quizás arriendo), la parvedad
retributiva que perciben nuestros prohombres. Observando el aprecio al cargo y
la sumisión con que se ganan su puesto de salida, evidencian dos conclusiones:
Casi todos rebasan sus virtudes (considerando los pobres méritos suscritos por
el granel de segundones) o, quienes revestidos con hipotéticas capacidades, advierten
magníficos extras. El amable lector coincidirá conmigo en que, al igual que
camelo y franqueza, la “vocación” del político y el servicio del misionero son
antitéticos.
Tan justa introducción
no tiene por objeto descubrir a quien toma la política como medio de vida confortable
(un altísimo porcentaje), sino la penosa constatación de que el español (en
semejante porcentaje) exhibe unas tragaderas insólitas. Sólo así, el político
de turno -da igual la sigla que lo identifique- se atreve a decir las mayores
necedades sin perder por ello el crédito postizo que adquieren al compás del
cargo. Parece importarles poco tal esquema. Deben pensar que apenas les queda rédito
por perder. Su penuria intelectual, ética y estética, pasará a los anales de la
insignificancia. Es casi imposible encontrar un país donde cleptocracia y corrupción hayan llegado a tan alto grado de
concierto. Aun así, rechazo la ventura de someter a los políticos al veredicto virtual
de tribunales populares, a menudo arbitrarios y sañudos. Levanto, por el
contrario, cimientos informativos que ratifiquen, las próximas elecciones, una
severa justicia democrática en las urnas, porque la justicia ordinaria genera
abundantes dudas en cuanto a su empeño y equidad.
Llevamos meses en que
la falta de buenas noticias, debido a un gobierno inoperante (probablemente
inepto), se contrarresta anunciando reformas cuyas ediciones iniciales tienen
fecha aledaña; es decir, los proyectos terminan por ser objetivos sin plazo de
caducidad. Son como esas pilas que duran, duran y duran. Por supuesto, ni
siquiera se emprenden porque no suelen salvar el análisis previo y “exigible”. Esta
estrategia remolona la conoce el vulgo como “marear la perdiz”, sin que para
ello se precise ser dueño de una agudeza excepcional. Basta con desplegar cierto
desparpajo, dejando traslucir el atrevimiento tópico del ignorante al que
aplauden sólo los necios.
Ayer una noticia
sospechosamente vaticinada (¿presagio?, ¿filtración?, ¿cocina exquisita?) marcó
el hito tras un año largo de sequía; sin ilusión que echarse a la boca. Casi
cien mil compatriotas habían abandonado la larga lista del INEM para empezar un
trabajo corto -a juzgar por el informe estadístico- y, con mucha probabilidad,
magro en retribución. Enseguida, los voceros del ejecutivo lanzaron sus encomios
con alboroto. Alguien afirmó, ayuno de pereza y discreción: “Es el mejor dato
de la serie histórica”. Otro, menos barroco por tanto más eficaz, dice: “El
gobierno no se conforma y está comprometido con la salida de la crisis”. La
señora Báñez, contenida, expresó: “Hay motivos para la esperanza”. A renglón
seguido, dejó caer que siguen trabajando con firmeza por España y los
españoles. Los mensajes me sonaban intemporales, reiterativos; asquerosamente
falsos.
PSOE y PP eligen
vocablos diferentes para un empeño común: hacer comulgar a los contribuyentes
con ruedas de molino, según el léxico popular. En efecto, el gabinete
socialista veía brotes verdes cada vez que los datos indicaban una situación
económica dramática. Por su parte, y machaconamente, la señora de la Vega nos “aliviaba”
con el aviso de un gobierno, sin descanso en la vela, a beneficio de España. Tanta
superchería motivó, sospecho, la aspiración de que todo él se tomara un año
sabático para ver si esta tesitura favorable suscitaba algún signo positivo. A
veces, la esperanza reclama que el azar enmiende lo que la estulticia enmaraña.
No soy economista, pero
tengo información y sentido común. Hoy estamos igual o peor que hace meses. Diferentes
indicadores así lo confirman. Un ejecutivo incapaz, olvidadizo, aun cobarde,
pretende engañarnos y ya llueve sobre mojado. La balanza comercial (único
trofeo que exponer) se equilibra porque el consumo ha bajado afectando a las
importaciones. Además, sueldos de miseria permiten manufacturas competitivas y
el aumento consiguiente de las exportaciones. Sin embargo, esta síntesis
(eficiente en apariencia) junto a la falta de motor económico (exigua creación
de riqueza), una deuda escandalosa y un déficit incontrolado, conforman la
débil base sobre la que se asienta el negro futuro de España. Mal si
abandonamos el euro. Peor si nos quedamos. Prefiero ser pobre y libre en mi
casa, que esclavo deudor en la casa conjunta.
Ni ayer había brotes
verdes, ni ahora motivos para la esperanza. Ayer íbamos rectos al precipicio.
Hoy nadie puede asegurar con verdad que no hayamos caído en él, que se
vislumbre en el horizonte salida alguna. La corrupción sin freno y la burla permanente
a la ley y al Estado de Derecho (además de la terrorífica situación económica),
así lo confirman. Optimista por naturaleza, tras el latrocinio y la impunidad
generalizados, más allá de la descomposición plena que padecemos y el hartazgo
social a punto de reventar, nos encontramos a las puertas de un ¡sálvese quien
pueda! Entonces el pueblo despierto, diligente,
cogerá las riendas y emergeremos arrolladores. Históricamente, la decadencia
del gobierno avizora el instinto ciudadano. Napoleón, si viviera, reputaría -en
todos sus extremos- lo expuesto.
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