Hay términos tan
dispares, tan opuestos, que llevan implícita en su inmanencia un enfrentamiento
metafísico. Tal ocurre con los conceptos ser y nada, indeterminados en su
propia indeterminación. Las lucubraciones filosóficas si se limitan al estadio
formal, si rehúsan dar respuesta práctica a los misterios del hombre y de la
vida, pueden considerarse meros pasatiempos de individuos extravagantes. Yo,
propenso por carácter a examinar declaraciones y actos, me encuentro a menudo
inmerso en callejones sin salida (zarandeado por lo incongruente) hasta darme
de bruces con el absurdo. Es la ingrata sensación que percibo cuando analizo
las atrevidas evacuaciones referidas a la sentencia sobre el uso del castellano
en la ordenación educativa de Cataluña. Veamos.
Desde su arranque, el
Tribunal Constitucional nos tiene acostumbrados a sentencias salomónicas; es
decir, a desmantelar al sujeto jurídico para avenir derechos e intereses,
imprecisos, contradictorios por definición. Tan improbable cometido genera
decepciones, desarreglos y escaramuzas. Los nacionalistas, faltos de argumentos
rigurosos para sustentar sus tesis independentistas (más bien legitimar su
voracidad dineraria), centran el hecho diferencial, identitario, en la lengua.
Pretenden convertir un idioma particular en doctrina capaz de gestar
sentimientos refractarios. Por este motivo, persiguen romper el único vínculo
que nos une (según ellos), cuando en el fondo es el único que nos separa: el
castellano/catalán,vasco,gallego. La Historia se aprovecha cual método ideal.
Evocaciones a fechas y sucesos, presuntamente dotados de verdad, se presentan a
la sociedad como columna vertebral, cuna lícita, de sendas naciones. Puros
sofismas expuestos con osadía
El Tribunal Superior
de Justicia de Cataluña, días atrás, emplazó al ejecutivo autonómico a reponer
(de facto) el castellano, asimismo lengua vehicular dentro del proceso
ordinario de enseñanza/aprendizaje. La sentencia exigía a ambos idiomas un
plano de igualdad para evitar que se conculcaran derechos constitucionales.
Políticos de todo signo, a excepción de Ciudadanos y PP (estos con la boca
pequeña), fueron deslizándose por las turbulentas aguas del radicalismo,
desafuero y rebelión. El presidente de la Generalidad, el portavoz de CiU en el
Congreso y el jefe de la oposición desbarraron a conciencia. Cada uno
alimentaba el delirio de sus respectivas huestes; nada que extrañara. Otros
ladraban desgañitados. Sobre estos, corramos un velo de tristeza. Algunos próceres
catalanes, con responsabilidades gubernativas o no, tildaron a periodistas,
políticos nacionales y jueces (en el colmo del paroxismo) de fascistas; epíteto
recurrente que se suele escupir, más que pronunciar, cuando los demócratas de
toda la vida se quedan sin razones. Este proceder evidencia una crisis
institucional alarmante, escenario de apreciación deficitaria por la sociedad.
Además, ningún político tiene derecho a desprestigiar instituciones que sirven
de contrapeso y cuya competencia viene determinada por ley.
El candidato (no
sabemos si Alfredo, Pe Punto o señor Rubalcaba, según ultimísima ocurrencia),
experto pescador en aguas fangosas, avivó el fuego con declaraciones cuanto
menos hostiles al Estado de Derecho. La inoportuna pretendiente señora Chacón,
sosias retórico de su otrora antagonista (el candidato), para justificar la
ilegitimidad de la sentencia (por tanto su incumplimiento) vino a decir, más o
menos, que , lo aprobado en un parlamento tenía tanta fuerza democrática que escapaba
a la rectificación de cualquier Tribunal. Curiosamente estaba asesinando, a
traición, los principios democráticos y los derechos ciudadanos que surgieron
de la Revolución Francesa. Ambas declaraciones, semejantes a las de otros
miembros del ejecutivo, pueden entenderse más graves, si cabe, que las
expuestas por cualquier político catalán. No en vano proceden de un postulante
al gobierno de España y de la actual ministra del ejército.
Lo referido
constituye una pequeña muestra de la solidez democrática de quienes, clamores
interesados, promueven a instrumentos necesarios en el Estado Democrático: los
políticos. Si esta clase elitista, actual casta desaprensiva, tiene en sus
manos el fundamento exclusivo del Estado (así lo confirman numerosas voces que
aseveran la necesidad de los partidos políticos en un sistema de libertades),
vamos listos. La Historia, junto a la experiencia personal, demuestra que a
través de minorías sin contrapeso se termina irremediablemente en un sistema
totalitario. Recomiendo para el futuro próximo recurrir a una Memoria Histórica
especial, inmediata.
El ciudadano ha de
tasar el contraste entre lo dicho y lo hecho. Tengamos presente, sin límites ni
condiciones, la prevención popular: "No es oro todo lo que reluce".
Así sea.