El vocablo ademán
procede del árabe clásico daman, literalmente, garantía legal, con cambio de
sentido por los gestos exagerados y juramentos con que se ofrecía o se
pretendía suplir. El DRAE nos ofrece dos acepciones: Movimiento o actitud del
cuerpo o de alguna parte suya con que se manifiesta su afecto y, en segundo
lugar, modales. Me quedo, en esta oportunidad, con la semántica árabe; no
porque entrañe un puente a la Alianza de Civilizaciones, pitanza precocinada
por nuestro taumatúrgico presidente, sino porque se ajusta o ciñe a los
acontecimientos -verdaderamente asombrosos, casi de pasmo- que vienen
sucediéndose en los últimos años. Pareciera un tópico impreso en la conducta
histriónica de los líderes que vienen manejando el cotarro en sus diversas
versiones: política, legislativa, jurídica, sindical y financiera. Al pueblo se
le reserva la asistencia. Mudo, más o menos cómodo, ocupa una silla de la
platea; convirtiendo su soberanía -constitucional y evocada con desmesura por los
gerifaltes - en papel mojado.
Somos un país de ademanes. La acción no
tiene vuelta atrás; presenta un canon costoso, impide la enmienda, cosecha el
enfrentamiento y la tragedia. El ademán, por contra, se ofrece armonizador; no
hay secuelas, sólo tanteo. Permite desandar un trecho para, si se creyera pertinente,
reencontrar el camino apropiado. Cierto es que, en ocasiones, los gestos
aparecen con tanto realismo que el personal -ajeno a la representación- se
desorienta en el juego diabólico de la argucia; por otro lado, artero y
peligroso. Todos los partidos lo utilizan, irresponsables, en la carrera para
convencer al elector, abierto a cualquier perspectiva por increíble que sea su introducción.
Hay
sucesos que se conocen -o se sospechan- y actitudes turbias desgraciadamente
bien aderezados con este malsano actuar. Dejo los primeros a la iniciativa,
capacidad de análisis y gusto de cada cual. Descubriremos -sin embargo- talantes,
comportamientos y estrategias que pretenden darle la vuelta a la tortilla
(cocinada sin huevos ni patatas) o presentar, el adefesio resultante, plato
exquisito de novísima actualidad. El señor Rodríguez, el año 2004, recibió una
nación con la economía saneada, soberbia, impelida por la inercia que le
proporcionaba un sistema de fuerzas regulado por el par (escenario envidiable).
En estas condiciones, Zapatero era el experto sagaz, el as. Los sonados
incumplimientos de compromisos anteriores, la parálisis de planes previstos, la inmediata anulación de leyes promulgadas
por el Ejecutivo precedente y la política interior, así como la inconsistente y
huidiza diplomacia exterior, se pretendió ocultar o, peor aún, mentir con
descaro pregonando lo opuesto a la gestión emprendida. Entre el desdén y la
falacia agotó la primera legislatura; entrados ya casi de lleno en la negada
crisis. Era el turno de los antipatriotas.
La desatinada campaña (un ejemplo clásico
de ademán) apoyando al juez Garzón, se convierte -por mor de la estridencia y
el desbocamiento- en la prueba inequívoca de su efecto devastador. La sociedad
no percibe -por suerte para sus adalides- el contenido de la figuración
teatral. Si lo hiciera, descubriría la ignominia e irracionalidad del truco o,
peor aún, la esencia totalitaria de quien esgrime y pide libertad con grilletes
-físicos e intelectivos- prestos para su utilización. ¿Con qué derecho moral,
cuáles son las razones para que un fiscal, criado en los pechos de la
dictadura, llame franquistas a jueces formados tras la muerte del general? ¿Qué
hacen dos sindicalistas bramando por un proceso jurídico, cuando callan ante
una situación laboral que lleva aparejada cinco millones de parados? ¿Qué
proyecta el rector de una institución que tiene por lema “limpia, brilla y da
esplendor” apuntalando el obscurantismo y la confusión? ¿Qué credibilidad tiene
un presidente que pregona su apoyo al Tribunal Supremo, mientras uno de sus
ministros, y segundo en el partido, airea la preocupación que le inspira otra
victoria de los falangistas, al sentar a un juez en el banquillo? Si el
ciudadano fuera consciente de la gravedad del hecho, lo calificaría, sin más,
de truculento golpe a la democracia y a la convivencia pacífica. Al tomarlo
como ademán extemporáneo, como exagerada campaña de marketing, el revuelo y la
preocupación alcanzan cotas monumentales. A los españoles les motivan los
perfiles, no la substancia.
Quiero
pensar que este suceso, junto a otros que se prodigan con extraño encadenamiento,
forma parte de la humareda gubernamental -con el apoyo de grupos agradecidos- a
fin de ocultar la incapacidad interna y el hazmerreir exterior.
Para terminar, deseo dar un consejo a
Zapatero. Permítame el atrevimiento, pero a lo mejor le viene bien un punto
para la reflexión. No se impaciente, no se obsesione con revestir continuamente
los señuelos. La oposición está desarticulada; las próximas elecciones
constituirán un paseo, salvo que los parados alcancen la cifra -muy posible- de
seis millones. ¿O es que tiene claro se va a alcanzar y acomete remedios
preventivos? Evite inducir la movilización de sus incondicionales, porque ese
voto lo tiene seguro. Los millones de papeletas indecisas puede perderlos en un
falso movimiento, donde se aprecie que a usted le importa únicamente el poder,
no el individuo con apuros y esquilmado. Ante esta situación de crisis, tocar a
arrebato sólo cuando la apatía, o las encuestas, se ceban con su partido, le
ponen en una posición incómoda y
embarazosa porque le dejan las vergüenzas al aire. Ha mostrado el artilugio y cualquier
ciudadano está harto de correr tras la liebre mecánica. Tenga cuidado, pues lo
que solivianta en España es el ademán.
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