El fallecimiento del primer
presidente que tuvo nuestro difícil tránsito democrático -todavía sin concluir,
a lo que se percibe- pone de manifiesto, una vez más, el entramado de individuos
que nutren este escenario luctuoso. Diversos medios dedican horas y horas a la
memoria de Adolfo Suárez en continuas analepsias. Subrayamos el cinismo y la
deslealtad hechos homenaje por obra de la miseria humana. Protagonistas, secundarios
y comparsas, se mezclan en un espectáculo donde los papeles acumulan equívoco cuando
no sospecha. Dados los vicios que acopió la Transición (negándole a su impulsor
el pan y la sal, ante aquel final provocado),
resulta complejo emparejar, con acierto, guión y preboste en aquel oscuro
episodio. Sin embargo, resulta inconfundible la actuación estelar -aunque tardía-
del pueblo sincero y soberano.
Hace años plasmaba en un escrito,
bajo el epígrafe “Lamento”, la nostalgia por todo lo perdido, y que no supe
apreciar a su debido tiempo. Era el recuerdo lacerante de una etapa pretérita a
la que contabilizaba menoscabos continuos. Solemos tasar el verdadero valor de
algo demasiado tarde; casi siempre cuando lo perdemos. Ignoro qué sutilezas nos
arrastran al desencuentro entre seres u objetos y nuestras estimaciones. La
televisión descubre largas colas de
ciudadanos que ofrecen un sincero reconocimiento al político. Algo tarde para
él y, sobre todo, para España. Fue sincero, honrado y cumplidor. Antepuso los
intereses del pueblo español a sus propios y legítimos empeños. Jamás dudó en
hacerlo. Tras él, ningún otro mostró semejante vocación de servicio;
sucumbieron a ambiciones personales o a réditos partidarios. Aprecio, en el conmovedor
homenaje popular, un lamento parecido -culpable- al que expresé en aquel lejano
artículo por desperdiciar tanta oportunidad perdida.
Una interpelación se hace
inevitable estas fechas. ¿Ha sido Adolfo Suárez el mejor presidente de la
España “democrática”? No importa qué respuesta se dé porque la pregunta es inadecuada,
tosca. Eficacia tiene correlación con subjetivismo, excelsitud con certidumbre.
Más pertinente hubiera sido inquirir sobre la solidez de sus principios
democráticos y de servicio al ciudadano. Aquí sí que el dictamen sería firme,
hiriente para el resto. Sin duda, ha sido el único que exhibió formas y entraña
elocuentemente democráticas. Asimismo sacrificó con denuedo dividendos propios
a los del pueblo español a quien juró servir. Un personaje singular. En aras a
su compromiso, se enfrentó a los poderes fácticos que lo descabalgaron del
poder con la complicidad canallesca de una masa miope. Supuso, aparte el desprecio
al político íntegro, un error grave, histórico. Sería descabellado vaticinar
cómo viviríamos hoy si el CDS hubiera merecido un apoyo masivo. Personalmente
opino que, al menos, dentro de un marco democrático auténtico. El pueblo falló y
los errores se pagan caros.
Sus coetáneos (que culminaban el
ritual funerario), sin excepción, fueron promotores -en mayor o menor grado- de
su desaparición política, sin obviar a un país crédulo, desagradecido, algo
dogmático y sectario. Dentro, en el velatorio oficial, la hipocresía se reviste
de panegírico. Traición y lisonja materializan -al compás- un espíritu, un
halo, que aparenta cierta dignidad. Oír rotundas expresiones por boca de
felones olvidadizos e indignos daba vergüenza ajena. Cuanto más destacados,
menos contritos. Concebir qué motivaciones llevaron a individuos arteramente
malignos al círculo selecto de Suárez, pasa a ser un misterio ininteligible.
Actitudes y comportamientos atesoran curiosos sobresaltos.
Lucubrar, preguntarse, si Suárez
fue un presidente excepcional -incluso el mejor- desvirtúa la esencia de su
gestión. Durante años se cuestionó su preparación e idoneidad para desempeñar
tan altos designios. A toro pasado, suele comparársele con Felipe González o Aznar.
El resto, por ineptitud evidente o parvedad presidencial, carecen de entidad
para aguantar el mínimo cotejo. Cada uno ofrece luces y sombras, pero Suárez
obtiene ventaja clara en dos asuntos precisos. En primer lugar, con la Ley para
la Reforma Política, promovió las bases de una andadura espinosa, tanto por la
procedencia cuanto por el devenir. Después, y aquí estriba lo fundamental, su
quehacer tuvo como guía el compromiso, la honradez y el servicio generoso al
pueblo español; en definitiva, una entrega incondicional. Concitó patrióticos
esfuerzos para devolver las libertades y sacar a España del marasmo. Nunca más.
Corrupción e intriga institucionalizada, impunidad, enjuagues, quebrantamientos,
entresijos, amén de caos emergente, conforman la nación española ahora. Bastaron
treinta años para tirar por la borda el prodigio milagroso de seis.
Hoy, los despojos del hombre
descansan donde él quiso. El político vivirá indefinidamente a lomos de la
Historia, trono presto para acoger a muy pocos. Un comunicador, culto y
polémico, escribió un artículo en el que argumentaba sobre las tres muertes de
Suárez. Sin faltarle razón en sentido convencional, considero que su vida tuvo
tres incidencias perversas, junto a la fatalidad familiar: Una injusta
valoración social (y que paga con el caos reinante, fruto de añeja erosión cuyo
fin comporta la quiebra del sistema), una enfermedad terrible (muerte
intelectiva) y el final humano (donde aliviar las ingratitudes de quienes tanto
le deben). No obstante, me hizo meditar la respuesta ofrecida por una señora
cuando le preguntaron sobre sus sentimientos ante la muerte del primer
presidente democrático. Dijo: “Estoy arrepentida por no haber confiado en él”. El
español siempre atina, pero demasiado tarde.