Soy
un profesor jubilado cónyuge de una profesora asimismo jubilada. Tenemos cuatro
hijos universitarios. El más pequeño cumplirá en breve cuarenta y un años. Dos
de ellos están en paro; uno, separado -con dos hijos y sin recursos- vive en casa.
Explico lo antedicho para describir una situación familiar que me faculta a opinar
con conocimiento de causa y autoridad moral. Si hablamos estrictamente de mi
esposa y yo, sería justo sostener que formamos parte del reducido grupo social
que cualquiera calificaría de privilegiado. Sin embargo, aparte esa difícil coyuntura
filial, no me gusta el sistema; no ya por propio desafecto, que también, sino
por quienes han de seguirnos. Deudos o ajenos. La situación económica actual, y
las expectativas de futuro, permiten asegurar (contra vaticinios fantasiosos,
ayunos de fundamento, embaucadores) que, sin cambios rotundos, semejante contexto
nos deparará un amargo final.
A
lo largo de mi existencia, ya bastante dilatada, he conocido dos regímenes: una
dictadura formal cuya realidad, mediados los cincuenta del pasado siglo en
adelante, puede cuestionarse y una democracia -también formal- cuya
materialización, desde los albores de aquellos convulsos ochenta del pasado
siglo, resulta altamente discutible por su devenir hasta el momento actual. Un
alto porcentaje de la población española ignora los intríngulis de dicha
década, crucial para la Transición, para la Democracia, y que Pilar Urbano en
su obra “La gran desmemoria” describe con bastante acierto, desde mi punto de
vista y superados pasajes novelados con probable sensacionalismo.
Hagamos
un breve compendio de los acontecimientos que gestaron el embrollo de hoy. El
príncipe Juan Carlos fue nombrado rey el veintidós de noviembre de mil
novecientos setenta y cinco. Mantuvo como presidente del gobierno a Carlos
Arias Navarro que lo venía siendo desde diciembre de mil novecientos setenta y
tres. Probado que este personaje era incapaz de realizar el apetecido cambio de
la dictadura a la democracia, el rey lo cesó y nombró presidente del gobierno a
Adolfo Suárez en julio de mil novecientos setenta y seis. Político casi
desconocido y procedente del franquismo, Suárez desplegó coraje e hidalguía.
Ambicionaba, ligero de codicia y bienes materiales, lo mejor para su país. No
tuvo reparos en desafiar a los poderes fácticos de siempre: iglesia, ejército, capital,
luchando por las libertades ciudadanas. Sufrió por ello enredos, ofensas y
deseos de revancha. Pudo cometer algunos errores, básicamente políticos con esa
sinrazón que fue UCD. Tuvo, además, la desgracia de batirse con prebostes ladinos
a excepción de Santiago Carrillo que acreditó lealtad al pueblo, a la
democracia y al propio Suárez.
Iniciado
el año mil novecientos ochenta y uno, el terrorismo de ETA, la inquietud
militar, las prisas de un PSOE ávido de poder, los miedos de un rey presuntamente
escaso de aceptación pero habilidoso en la defensa de su corona, sin olvidar intrigas
múltiples de correligionarios, forzaron la renuncia de Suárez. Aún ofreció al
mundo entero una prueba de recio carácter, junto a Gutiérrez Mellado y Santiago
Carrillo que, curiosamente, jamás le traicionaron. Sucedió el veintitrés de
febrero. Guardias Civiles asaltaron el Congreso en un oscuro, curioso e
inexplicado, golpe que se reduce a simples sospechas. Lo único evidente a su
término fue el vigoroso impulso de la monarquía. ¿Pacto? ¿Acaso? Qué más da.
Pudo
ser una contingencia, pero la derrota golpista -anómala en comparación con las
asonadas ocurridas en el siglo XIX- además del reforzamiento real, anticipó la
victoria del PSOE y el inicio de la debacle democrática. En las Elecciones Generales
de mil novecientos setenta y siete, el resultado fue: UCD (ciento sesenta y cinco
diputados); PSOE (ciento dieciocho); PCE (veinte); AP (dieciséis). En mil
novecientos ochenta y dos, los resultados fueron: PSOE (doscientos dos); AP
(ciento siete); UCD (once); PCE (cuatro). Es evidente. El golpe sepultó a
Suárez y a Carrillo, ensalzó a un PSOE que iba a dejar a España que “no la
conocería ni la madre que la parió” y creó una derecha yerma, cómplice de
gobiernos bipartitos que se relevarían en el poder con un porcentaje de sesenta
y nueve por ciento a favor del PSOE.
Semejante
escenario de desequilibrio ha permitido al PSOE incautarse de la justicia,
educación, asociaciones vecinales, sindicatos, medios, etc., con el acatamiento
de un PP cobarde y acomplejado. Estoy convencido, además, de que en estos años
se planifica un miserable proyecto de ingeniería social. ¿Cómo, si no, hemos
llegado al disparate presente? Sólo es posible a través de una sociedad inculta
y acrítica. Aznar casi logró ser un verso suelto, pero no. Supo conseguir buenos
resultados económicos a costa de una dramática burbuja. Zapatero y Rajoy han
llevado al país a un estado de descomposición nacional y social. Sin ser padres
naturales, estructuraron una corrupción imposible de superar. El paro crece al
compás del enriquecimiento de la casta política. A la vez, tienen la
responsabilidad de haber dejado una clase media esquilmada, exhausta. ¿Alguien
es capaz de discutir tales asertos?
Políticos
y resto de afanadores, parásitos del régimen, no creo que superen el quince por
ciento del pueblo. ¿Qué podemos hacer nosotros, inmensa mayoría, para cambiarlo?
Fácil, proveer una táctica pacífica; conseguir un ochenta y cinco por ciento de
abstención. Tenemos en mayo una excelente oportunidad. Así deslegitimaremos el sistema
y a los vividores que campan en él. Pese a pronunciamientos interesados, tal
medida cabe en los cauces democráticos. Olvidemos afinidades y dogmas. Protestas
y violencia suponen un itinerario erróneo, ineficaz. Temen la abstención porque
les hace daño, pues descubre su insolvencia. Es el camino correcto. Todo
rechazo a recorrerlo traerá el llanto y crujir de dientes. Al tiempo.