Cronológicamente este fue
el orden en que leninismo y estalinismo combatieron con saña a quienes se
apartaban del camino doctrinal. Aquel movimiento revolucionario y violento -surgido
del desviacionismo marxista- empezó a eliminar, política y físicamente, a
quienes rebatían sus postulados. Para ello eran acusados de
contrarrevolucionarios, cuando probablemente los acusadores asumieran, ellos
sí, posiciones contrarias a la auténtica revolución. No debe olvidarse que Marx
propiciaba la toma “transitoria” del poder para instaurar un alzamiento social
que implantara una organización proletaria a fin de acometer el control
colectivo de la producción. El medio, “la transitoriedad” del poder, quedó
convertido en fin y los bienes de producción pasaron a manos de una élite
política que acaparó poder arbitrario, perpetuo, y riqueza inmoderada. Rusia,
único país influyente donde todavía imperaba un absolutismo zarista, era el
caldo de cultivo ideal para experimentar las teorías de Marx.
Quizás fuera Lenin el
primero que utilizó los vocablos contrarrevolucionario y saboteador para excusar
la vena sanguinaria del bolchevismo. Ciertamente, fueron dogmáticos marxistas
quienes iniciaron crueles métodos para purgar a compañeros y rivales dentro o
fuera de la propia ideología. A este respecto debemos recordar que Lenin y
Mártov fueron compañeros entrañables en el Partido Obrero Socialdemócrata de
Rusia, luego escindido en mil novecientos tres dando lugar a “bolcheviques” y
“mencheviques”; bloques que llevaron su odio a extremos insólitos. Después de su
muerte, Stalin acrecentó hasta lo inimaginable la ferocidad con que quiso aniquilar
incluso a estrechos colaboradores, llevándolos a deportaciones y fusilamientos
masivos.
No debe extrañar que
países con regímenes neomarxistas utilicen parecidos métodos siempre que desean
arrinconar a notorios rivales. Cuba o Venezuela constituyen ejemplos contemporáneos.
Resulta inverosímil, sin embargo, que individuos acostumbrados a invocar derechos
ciudadanos y darse permanentes golpes de pecho “democráticos”, callen (si no
respaldan) parecidas aberraciones aplicadas en países -según ellos- de
exquisitas libertades ciudadanas. Únicamente desde la primacía moral pueden subirse
al púlpito del dogma; ese púlpito común a sendas doctrinas: iglesia y comunismo
con similar afán opiáceo y alienante. Se ha mitigado el terror y su conclusión mortal,
táctica leninista de sometimiento, porque el contexto internacional lo exige.
No obstante, se siguen practicando actuaciones equivalentes.
Las crisis suelen traer
transformaciones no siempre decorosas ni favorables para la sociedad. El crack
del veintinueve originó en Europa un movimiento sísmico tan atroz que acarrearía
trágicas consecuencias. El fascismo italiano y el nazismo alemán produjeron
fractura social y quebranto de su normal convivencia. Exasperados por un
nacionalismo salvaje, iniciaron diferentes acciones bélicas cuyo rastrojo
fueron millones de muertos. A Mussolini y Hitler también les sobrevino la
muerte con aquella locura, sin matices, que se adueñó de Europa. Antes, España había
terminado su Guerra Civil con un único perdedor, frente a razones tendenciosas:
el pueblo español. Unos fueron victoriosos, nunca vencedores; otros fueron
derrotados, jamás vencidos. No obstante, se cometieron intencionados
despropósitos dialécticos al objeto de encubrir, como siempre, desenfrenos propios.
A la cita anticomunista se oponía el clamor antifascista, alejados ambos de
añejas colisiones revolucionarias. En tan venturosa coyuntura, Europa tuvo que
desterrar aquel clásico y sanguinario epíteto: contrarrevolucionario.
La victoria no lame sus
heridas porque, a priori, carece de ellas. Derrota y contusiones aparecen conjuntadas,
utilizando como resarcimiento etiquetas que superan cualquier espacio temporal
o lógico. Es frecuente la concurrencia del atributo y el exceso; tanto, que al
final surge un eslogan espontáneo, mecánico, desubicado. Hoy denominamos facha,
fascista u otro adjetivo hostil, a quienes rechazan nuestro credo, sin advertir
que señalamos la cara de una moneda bifacial, con cruz. Es decir, invitan a la
respuesta pues son pruritos opuestos dotados del mismo ingrediente.
Probablemente sea una táctica de marketing o propaganda, ignoro si digna,
aunque yo la calificaría -al menos- de endeble, indigente. Desde luego no pueden
esperarse gestos brillantes de nuestros políticos, mucho menos con ese aliento botarate
que abarrota el Parlamento Nacional.
Nunca supe quienes
constituían el grupo de intelectuales antifascistas durante la contienda civil
y una vez terminada. Tampoco descifré por qué razón los que combatían contra
Franco antes, durante y después de la Guerra les llamaban combatientes
antifascistas. Todos ellos eran comunistas reales o postizos y diría que, por entonces,
comunismo, fascismo y nazismo eran sinónimos. Propaganda y manipulación tienen como
interés común desdibujar principios o valores para hacerlos atractivos, asimismo
repelentes, según afinidades. Hubo individuos conservadores, liberales (en sus
diferentes derivaciones) y aristócratas que lucharon contra Franco, aunque
todos ocuparon, más o menos voluntariamente, el cobertizo antifascista. Hoy -como
siempre, a excepción de aquel embrión creado por Santiago Carrillo con el
nombre de eurocomunismo- comunismo y democracia son antagónicos, incompatibles.
Sabemos que los vocablos
tienen perfil descarnado, inofensivo, pero tono e intensidad les añaden un
fondo ácido y mugriento. Facha o fascista constituyen la expectoración que
arrojan individuos (mayoritariamente de izquierdas) dogmáticos, extremistas, sectarios,
sin argumentos rigurosos que oponer a eventuales disidentes. Sin este aspecto afrentoso
se convierten en vocablos hueros, neutros. Curiosamente, cuando adolecen de
insinuante ofensa, el actor pretende expulsar sus propios demonios ubicándolos
lejos, como si quisiera evitar una contaminación fatal. Siguen a rajatabla el viejo
dicho deportivo: “la mejor defensa es un buen ataque”. Estos individuos gustan
mostrar -rápidos e intensos- el componente grosero, de cartón-madera, porque enseguida
se queman.
Más allá de acusaciones
que son búmeran para esta izquierda demagoga, populista y totalitaria, el
gobierno exhibe o permite inquietantes tics totalitarios. Frases, actitudes y
hechos lo constatan. Desde “basta ya de tanto viejo decidiendo el futuro”
(Iglesias), pasando por “multar con dos mil euros a quien no acepte las multas
con resignación” (Grande-Marlasca), hasta “la jueza del 8-M ha abierto una
causa general” (atribuida a diferentes miembros del gobierno y partidos
coaligados o en simbiosis, que nunca lo sabremos), si queda alguien bienpensante
merece un “nobel a la fe”. El broche de oro lo puso (¡cómo no!) el ínclito (saboreen
la ironía) Iglesias, a raíz del cambio en la cúpula de la Guardia Civil: “El
general que no esté con nosotros, está contra nosotros”. ¿Necesitas más,
Sánchez? ¿Enseña o no la patita este comunista? ¿Socialismo es libertad? Como
habría dicho Fernando Fernán Gómez, si viviera: “¡Una mierda!”