No necesito convencer a
nadie, supongo, de que el bien más preciado en una sociedad clarividente,
segura y moderna es la democracia. Dicho sistema suele ocasionar sinsabores
varios hasta darle consistencia, no exenta de inseguridades. Como toda entidad,
precisa mecanismos autónomos, independientes, compensadores, que al agregarse
conformen un todo operativo, rentable, para una colectividad que busca compostura,
paz y (a través de ellas) felicidad. Sin embargo, resulta complejo, difícil,
conseguir el espíritu; la apariencia se puede obtener de oficio. Democracia presupone,
etimológicamente, gobierno del pueblo, de la multitud, a quien debe someterse
cualquier élite o lobby. Pese a esto, en nuestro país, venimos observando desde
sus inicios que la soberanía popular desfallece sometida a diversos avasallamientos
elitistas. Aplaca eso sí, incluso con algunas juntas herrumbrosas, un sinfín de
afectos larvados.
Una democracia real,
exacta, justa, queda constituida por tres poderes no solo autónomos sino equilibradores:
judicial, legislativo y ejecutivo. Utilizaré la inferencia empírica para
argumentar mi tesis encaminada a exponer esta orfandad democrática que
padecemos desde los primeros años de la Transición. El primer indicio vino a
consecuencia de la oscura expropiación de Rumasa en mil novecientos ochenta y
tres. Recurrida al Tribunal Constitucional por Ruiz Mateos, el voto cualitativo
del presidente permitió al gobierno resurgir indemne. Trasvasar bienes
expropiados a su privatización posterior costó al erario casi un billón de
pesetas. Aquí empezaron los “chiringuitos”. En mil novecientos ochenta y cinco
Alfonso Guerra reformó la Ley del Poder Judicial sometiéndolo a vaivenes
políticos al compás de aquella famosa frase: “Montesquieu ha muerto”. El poder
judicial quedaba sometido a perversión gubernativa. Mutis total. Empezamos un
infecto atajo de corrupción que ha conducido a este escenario actual.
Hago un estruendoso silencio
sobre miles de millones derrochados -pitanza ignota incluida- durante la
Exposición de Sevilla en mil novecientos noventa y dos. Más tarde, el Caso
Filesa (mil doscientos millones de pesetas) demostró la financiación ilegal del
PSOE. Cuando llegó al gobierno el PP y Aznar, mil novecientos noventa y seis, consintieron
aquella vieja trayectoria iniciada con el PSOE. Diría, incluso, que usaron un
silencio cómplice, si no colaborador, para tapar los excesos socialistas
cometidos durante cuatro legislaturas. Este cobijo, reafirma la anormalidad
democrática que veníamos sufriendo casi desde su inicio. Zapatero, inepto
formidable, llegó al poder tras aprovechar vilmente la ilógica terrorista. Planeó,
como actividad espectacular, un antagonismo social cuya colisión permanente
impedirá -durante generaciones- vertebrar el país y conseguir cotas notables de
prosperidad. Tuvo que irse dejando España arruinada.
Rajoy constituiría la
última esperanza de una nación inerme, desencantada. Trajo, por el contrario,
decepción traumatizante, incumplimientos e inobservancias espurias, punibles, que
la propaganda izquierdista tornó imperdonables. Hizo mella “el partido más
corrupto de Europa”, eslogan argamasa para gestar una comunión antinatural,
retorcida, catastrófica. Así ascendió al poder Sánchez, la mentira hecha hombre
político. Luego, tras tragicómicas escenas y nuevas elecciones, se encadenaron dos
perdedores para constituir un gobierno falaz e inútil donde la propaganda se
asienta como única sustancia perceptible. Quedan aspavientos vanos aderezados
de demagogia, onirismo y retórica. El ejecutivo, asimismo, está sometido a dos
ególatras insolubles, esperpénticos, que generan vasallos, rebaños lacayunos, necesarios
para proveer sus egos ilimitados. Ello, al socaire de un proletariado insulso y
una oposición inhibida, roma. Maduremos las palabras de Feuerbach: “El hombre
mediocre siempre pesa bien, pero su balanza es falsa”.
Llegados a este punto,
debiera parecernos antitéticos el sistema democrático y las élites parasitarias
que asoman a su alrededor. ¿Contarán solo países que sean auténticamente
democráticos? Seguro, porque en estos lares abunda esa especie contrahecha que
enfanga la concordia. Las democracias auténticas, legítimas, garantizan una
exquisita división de poderes: judicial, legislativo y ejecutivo. Ahora mismo
soportamos un gobierno absurdo, inservible, que ampara castas muy definidas,
élites insolventes, cuya existencia (por encima de cualquier esfuerzo
intelectual) se fundamenta en crispar cualquier tentativa concomitante. Este
ejecutivo sometido -igual que España hasta que surja un movimiento liberador- a
dos ególatras estúpidos y neuróticos, pone a prueba, me temo, al ciudadano con intenciones
sombrías. De momento, esa manida libertad de expresión -siempre acotada
legalmente- sufre vaivenes arbitrarios y hediondos.
Debe ser muy lerdo el que
ignore la vergonzosa persecución del gobierno a quienes aireen sus deficiencias
o desmanes. Constituye una censura sibilina, perceptiva, autorregulada; sosias
de aquella franquista, pero recubierta a modo del sistema y tutelada por medios
audiovisuales con nula ortodoxia deontológica. Sacia el triunfo de la hegemonía
gramsciana en su máximo esplendor y rédito. Baste un ejemplo. Tiempo atrás, una
señora perteneciente a la casta de UP fue juzgada y condenada a diecinueve
meses de prisión. Iglesias, raudo, descalificó la sentencia: “Me invade una
enorme sensación de injusticia”. En el colmo del cinismo dijo: “Quien quiera
poner una mordaza a los españoles creo que piensa que vive en un Estado
Autoritario”. ¡Manda huevos!, que diría aquel. Como plaga, destacados palmeros
salieron enseguida certificando tales palabras.
Aparte esos medios que
todos ustedes piensan, amigos lectores, eximios juristas con determinado pelaje,
agredieron (desde mi punto de vista) el Sistema Democrático cargando contra el
CGPJ por la protesta institucional que trasladó a Iglesias ante las improcedentes
críticas de este. “Interferencia inadmisible en un Estado de derecho”, dijeron
al unísono con la preeminencia que les otorgaba ser expertos en leyes. Conocer
la Ley, señores, no faculta a hablar ex cátedra, menos a causar derechos y
libertades inmanentes al individuo, así como tampoco a cuestionar fundamentos
sociales que deben protegerse para evitar veleidades, servidumbre o tiranías. La
Ley imparte justicia y su requerimiento debe hacerse siempre, aunque otra
libertad de expresión irrite al contrincante o refractario, a adheridos y correligionarios.
¿Por qué silenciaron los claros intentos del gobierno por acallar informaciones
y “bulos” supuestamente perjudiciales? ¡Callen!, no respondan; advertimos la
respuesta.
Alguien opinó que las
invectivas al CGPJ no las expuso el vicepresidente segundo del gobierno sino el
presidente de UP. Este nuevo quimerismo diluye la simpleza de la señora Calvo
porque ya tiene émulos, competidores. A propósito: “No es mi caso, pero puede
haber gente que piense que Lesmes opera como actor de la derecha”, dijo el
inefable Iglesias. Con análogo guion, digo: “No es mi caso, pero puede haber
gente que piense que Iglesias pretende implantar en España una dictadura
comunista”. “A algunos hombres los disfraces no los disfrazan, sino los
revelan”. Chesterton.
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